Gergu estaba impaciente por abandonar Abydos. Provisto de la lista de géneros que debía proporcionar durante el próximo viaje, subía por la pasarela cuando una voz demasiado conocida lo dejó petrificado.
—¡Gergu! Ignoraba que estuvieras aquí.
El inspector principal de los graneros se volvió.
—¡Qué alegría volver a verte, hijo real!
—¿Te habrías marchado sin saludarme?
—También yo ignoraba tu presencia.
—¿Una estancia agradable? —preguntó Iker.
—¡Trabajo, trabajo y más trabajo! Abydos no es famosa por su fantasía.
—¿Y si me describieras concretamente tus funciones? Tal vez podría facilitarte la tarea.
—Debo regresar a Menfis.
—¿Algo urgente?
Gergu se mordió los labios.
—No, no hasta ese punto…
—Ven entonces a tomar una cerveza a mi casa.
—No quisiera molestarte, yo…
—La jornada está tocando a su fin, ahora no es momento para emprender un viaje. Partirás mañana por la mañana.
Gergu temía las preguntas del hijo real. Al hilo de sus respuestas, podía traicionarse y poner en peligro la organización. Pero huir sería una confesión de culpabilidad.
Temblando y con los ojos extraviados, Gergu acompañó a Iker. Varios temporales advirtieron aquel favor y pensaron, de inmediato, en un ascenso.
La cocinera acababa de preparar la comida: codornices asadas, lentejas, lechuga y puré de higos. Aunque atraído por los apetitosos aromas, Gergu permaneció boquiabierto ante Isis, que regresaba del Lago de Vida, donde había celebrado un rito en compañía de las sacerdotisas permanentes.
¿Cómo podía ser tan hermosa una mujer?
Si obtenía poder suficiente, Gergu la convertiría en su esclava. En cuanto lo exigiera, ella satisfaría sus pulsiones más perversas. Sin duda, el Anunciador apreciaría aquella humillación.
—¿Cena con nosotros tu amigo? —preguntó Isis.
—Por supuesto —respondió Iker.
Gergu esbozó una estúpida sonrisa. Hambriento y sediento, se comportó como un excelente comensal, esperando que la conversación sólo tratara de trivialidades.
—¿Conoces a muchos temporales? —preguntó el hijo real.
—¡No, a muy pocos! Me limito a entregar los géneros destinados a los permanentes.
—¿Varía el que da las órdenes?
—No, siempre se trata de Bega.
—Un sacerdote autoritario y severo… No te perdonaría error alguno.
—¡Por eso no los cometo!
—¿Conoces a otros permanentes, Gergu?
—¡De ningún modo! ¿Sabes?, en realidad, Abydos me asusta un poco.
—¿Y, en ese caso, por qué sigues encargándote de ese tipo de misión?
Gergu se atragantó.
—Mis funciones, la voluntad de ayudar, en fin… ya me comprendes. Sólo soy un modesto temporal, sin verdaderas responsabilidades.
—¿Has advertido algún detalle insólito o inquietante?
—Ninguno, te lo aseguro. ¿Acaso no protege Osiris el paraje contra cualquier maleficio?
—¿Te ha solicitado Bega servicios inesperados, sorprendentes incluso?
—¡Jamás de los jamases! Bega es la honestidad personificada. Perdona, pero tengo intención de partir al alba, y me gustaría acostarme pronto. Mil veces gracias… ¡Suculenta comida!
Al regresar a su embarcación, Gergu cayó en la cuenta de que durante toda la cena Isis había permanecido en silencio. Aunque, de hecho, eso no tenía importancia, puesto que se había librado muy bien de aquella trampa.
Tras una noche poblada de pesadillas, Gergu quedó encantado al ver aparecer a la sierva encargada de llevarle leche y pasteles.
No obstante, el rostro irritado de Bina disipó aquella bocanada de optimismo.
—Anoche cenaste en casa de Iker. ¿Qué quería de ti?
—Reanudar nuestros vínculos de amistad.
—¡Sin duda te acribilló a preguntas!
—No te preocupes, me las arreglé perfectamente. Iker no sospecha nada.
—¿Qué te preguntó y qué le respondiste tú?
Gergu resumió la entrevista atribuyéndose el mejor papel. De buena gana habría estrangulado a aquella hembra suspicaz, pero el Anunciador no se lo perdonaría.
—Apresúrate a regresar a Menfis y no vuelvas sin una orden formal de nuestro señor.
Bina se prosternó y besó las rodillas del Anunciador.
—El hijo real sospecha que Gergu está metido en algún asunto poco claro —declaró—. Todavía ignora de qué clase y no sabe si hay que vincularlo al combate principal.
—Excelente, dulzura.
—¿No se convierte Gergu en un peligro?
—Al contrario, lleva a nuestros adversarios hacia Menfis, hacia Medes, pues. Ni él ni su ayudante sienten la verdadera fe. Sólo piensan en obtener más privilegios y creen poder utilizarnos.
Bina soltó una sonrisa feroz.
—¿Y ese error va a costarles la vida?
—Cada cosa a su tiempo.
La hermosa morena se contrajo de nuevo.
—¡Iker conoce los vínculos que unen a Gergu y a Bega! Si decreta el arresto del sacerdote, ¿no nos veremos privados de una pieza fundamental?
—En materia de hipocresía, nadie supera a Bega. Sabrá apaciguar a Iker. Además, el hijo real no vivirá mucho tiempo.
Bina se acurrucó contra el muslo de su señor.
—Habéis previsto todas las etapas, ¿no es cierto?
—De lo contrario, no sería el Anunciador, ¿no crees?
La opinión de Isis obsesionaba a Iker: «Gergu me parece una fruta podrida.»
Aunque no sintiera excesiva admiración por el inspector principal de los graneros, el hijo real lo consideraba un vividor más bien simpático.
Durante toda la cena, su esposa había permanecido en silencio, y no había dejado de observar a su huésped, atenta a sus palabras y a sus actitudes. Y su sentencia desmontaba las ilusiones de Iker.
El joven no ponía en absoluto en duda la lucidez de su esposa, y se reprochaba a sí mismo su ingenuidad. Vio claro entonces que Gergu no había dejado de halagarlo para obtener sus gracias y ascender en la jerarquía. ¿Acaso esa aspiración, mediocre y banal, ocultaría negros designios? ¿Se habría convertido aquel patán en discípulo del Anunciador?
La hipótesis extrañaba a Iker, precisamente por el comportamiento de aquel aficionado a la buena carne, poco sensible a las argucias teológicas. Sin embargo, Gergu conocía a Bega, tan frío, tan rígido, tan metido en su saber, tan distinto de él. ¿Simple encuentro circunstancial o conspiración?
Bega, cómplice del Anunciador… ¡Inverosímil! Su carácter abrupto y su fealdad no justificaban semejante acusación, pero, en efecto, Gergu trataba con él.
Meditabundo, Iker se dirigió hacia la escalera del Gran Dios. La profunda paz del lugar tal vez le permitiera formarse una opinión definitiva.
En cuanto su instinto lo advirtió de un peligro, Shab dejó de masticar un pedazo de pescado seco.
El Retorcido apartó una de las ramas bajas del sauce que cubrían la entrada de la capilla donde se ocultaba y descubrió a Iker. A lentos pasos, el escriba se acercaba. ¿Cómo lo había descubierto aquel maldito husmeador? Aparentemente, iba solo y desarmado. ¡Fatal error, ocasión inesperada! Puesto que el hijo real corría aquellos riesgos, pagaría muy cara su estupidez.
Shab agarró el mango de su cuchillo.
Iker se sentó en el borde de una pequeña tapia, a unos veinte pasos de la capilla. Por desgracia, no le volvía la espalda al Retorcido. Y Shab nunca atacaba de frente, pues temía la reacción de su presa.
El escriba desenrolló un papiro y redactó algunas líneas. Pensativo, tachó.
Evidentemente, no estaba buscando a nadie. Ocupado en aclarar sus ideas, el hijo real parecía turbado antes de tomar una decisión.
Shab vaciló.
¿Matar a Iker aprovechando aquella inesperada situación satisfaría al Anunciador? Le correspondía a él, y no a su discípulo, elegir el momento de la muerte del hijo real.
El Retorcido se acurrucó al fondo de su madriguera.
Finalizadas sus reflexiones, el enviado de Sesostris se alejó.
En su último mensaje, el viejo maestro de Iker hablaba de un extranjero que había llegado a Medamud y se entendía a las mil maravillas con el alcalde, aquel corrupto que quería librarse del aprendiz de escriba. Un extranjero… ¡Sin duda, el Anunciador! Manipulador, asesino, no era sólo el jefe de un grupo de fanáticos, sino también la expresión del mal, de la implacable tendencia a la destrucción que sólo Maat, zócalo de la civilización faraónica y, al mismo tiempo, gobernalle de los justos de voz, conseguía combatir.
Ahora, Iker percibía el sentido de su existencia y la razón de las pruebas sufridas: participar en esa lucha con todas sus fuerzas, sin ceder jamás. Había que recomenzar todos los días, y mirar de cara un mundo frágil, próximo al punto de ruptura.
El amor de Isis le ofrecía un poder inesperado. Gracias a ella, ignoraba la duda corrosiva y el miedo paralizante. Al matar al general Sepi, gran conocedor de las fórmulas mágicas capaces de rechazar cualquier monstruo, el Anunciador había demostrado la inmensa magnitud de sus poderes. ¿De dónde procedían si no de isefet, la opuesta a Maat, alimentada permanentemente por innumerables vectores de podredumbre y aniquilación?
Era imposible eliminar isefet del mundo de los humanos. ¿Estaría la Gran Tierra de Abydos al abrigo de su asoladora avalancha?
La sonrisa de Isis disipó aquellos sombríos pensamientos.
—Ya es hora de prepararse para tu próxima iniciación —indicó—. Ya no debes ignorar nada sobre Abydos.
Iker se estremeció. En vez de llenarlo de alegría, aquella declaración lo aterrorizó.
—¿Prefieres la ignorancia?
—¡Todo va tan de prisa! Antaño, me consumía de impaciencia. Hoy, me gustaría tomarme tiempo, mucho tiempo, y saborear cada etapa.
—El mes de khoiak se acerca, y tendrás que dirigir, en nombre del rey, el ritual de los misterios de Osiris.
—¿Realmente seré capaz de hacerlo?
—Ésa es la consumación de tu misión. ¿Qué importa lo demás?
De nuevo, ella lo condujo. Su conocimiento de los lugares secretos de Abydos fue el de Iker, que recorrió, a su vez, los caminos de fuego, de agua y de tierra, cruzó las siete puertas y vio la barca de Maat.
Durante aquellas benditas horas, sólo formaron, realmente, un único ser, contemplaron la misma luz con la misma mirada y vivieron una vida única.
Y, entonces, Iker e Isis se convirtieron para siempre en marido y mujer, en hermano y hermana.
Su pacto se selló en el lugar más misterioso de Abydos, emplazamiento de la tumba de Osiris, presidido por una colina salpicada de acacias.
Los sellos, que diariamente eran comprobados por el permanente encargado de aquel oficio, cerraban la puerta del último santuario, donde el dios asesinado preparaba su resurrección.
Sólo el faraón podía romperlos y penetrar en el interior de aquella morada de eternidad, matriz de todas las demás.
—Aquí está el cuenco primordial[2] —reveló la joven sacerdotisa—. Contiene el secreto de la vida inalterable, más allá de la muerte. Las innumerables formas de existencia proceden de él. Permanece, pues, junto a Osiris.
—¿No será el secreto del «Círculo de oro»?
—El final de tu viaje se acerca, Iker. Aunque ningún humano pueda manipular ni abrir ese cuenco, su misterio debe ser revelado, sin embargo, y transmitido, aun permaneciendo intacto. Si la Morada del Oro te reconoce como un vivo verdadero, si te abre los ojos, los oídos y la boca, si el recipiente de tu corazón es un receptáculo puro y sin mancha, sabrás.
Un sentimiento de indignidad reemplazó el miedo. Él, el aprendiz de escriba en Medamud, llegaba al centro de la espiritualidad egipcia, gozaba de una felicidad imposible y realizaba su ideal. ¿Subiría el último peldaño, cruzaría aquel último umbral que excedía sin duda a sus capacidades? Iker barrió sus angustias, sus despreciables tentativas de fuga y de vuelta atrás frente al destino que Isis trazaba. Era allí y ahora donde había que vivir el misterio cuya fuente ella le indicaba. Mostrarse digno de ella implicaba lanzarse a lo invisible, como el ibis de Tot, de inmensas alas, que atravesaba el crepúsculo para dirigirse hacia la luz del futuro amanecer.
—Sentirse preparado no significa nada —estimó—. Sólo sé avanzar, y te seguiré hasta el final de la noche.
Extraños fulgores cruzaron el crepúsculo.
—La Morada del Oro comienza a brillar —anunció Isis—. Te aguarda.