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En la dulzura de la noche iba desgranándose la melodía que Isis tocaba en una gran arpa angular, forrada de cuero verde. Sus veintiuna cuerdas permitían múltiples variaciones, y la joven superiora de las sacerdotisas de Abydos utilizaba maravillosamente las dos octavas.

Iker se dejaba hechizar. ¿Por qué iba a desvanecerse aquella felicidad, puesto que su esposa y él la construían y la reforzaban, día tras día, conscientes del inmenso presente que los dioses les ofrecían? A cada instante, intentaban percibir la magnitud de su suerte. Compartiendo el menor pensamiento, la menor emoción, vivían la más intensa de las comuniones amorosas.

El paraíso terrenal adoptaba la forma de la pequeña casa de Isis. Aunque el Calvo la consideraba indigna de un hijo real y de la hija de Sesostris, ni el uno ni la otra deseaban una morada distinta. Sin duda deberían abandonarla antes o después, pero hasta entonces querían saborear el hechizo de aquel lugar donde se habían unido por primera vez.

Iker apreciaba los muros blancos, el marco calcáreo de la puerta de entrada, los colores cálidos de la decoración interior y la sencillez del mobiliario. A veces, el joven quería creer que él e Isis, formando una pareja como las demás, vivirían una apacible existencia de ritualistas.

Pero la gravedad de la situación y la dificultad de su misión lo devolvían muy pronto a la realidad. Su balance lo tranquilizaba y lo inquietaba al mismo tiempo. Aparentemente, nada demostraba que el Anunciador dispusiera de un cómplice en el interior del reino de Osiris, pero tal vez el joven no hubiera sido capaz de descubrirlo.

Una sucesión de acordes, del agudo al grave, concluyó la melodía. Isis dejó el arpa y posó dulcemente la cabeza en el hombro de Iker.

—Pareces preocupado —observó.

—Siento una especie de malestar, pues sin duda me han mentido; debería haber visto y permanecí ciego.

La joven no contradijo a su marido. También ella compartía aquella turbación. Un mal viento agredía Abydos, ondas negativas perturbaban la serenidad de lo cotidiano.

—¿Cuántos secuaces debe de tener el Anunciador, uno o varios? —se preguntó Iker—. En cualquier caso, no ha habido por su parte falta alguna. Ni tú ni el Calvo habéis advertido ningún desorden ritual, no hay novedad alguna entre los temporales. Sin embargo, estoy convencido de ello: el enemigo se ha deslizado entre nosotros. ¿Reanudar los interrogatorios? Es inútil. Habrá que esperar a que actúe, aunque de ese modo la Gran Tierra corra un terrible riesgo. Recuerdo la isla del ka, la gran serpiente dueña del país de Punt, y oigo de nuevo su advertencia: «No pude impedir el final de este mundo. ¿Salvarás tú el tuyo?» ¡Me considero incapaz de hacerlo, Isis!

—Ya no eres un náufrago, Iker, y la isla de los Justos 110 desaparecerá.

—Pienso en mi viejo maestro, el escriba de Medamud, mi pueblo natal, y en su único mensaje, más allá de la muerte: «Sean cuales sean las pruebas, yo…»

—«… estaré siempre a tu lado —prosiguió Isis—, para ayudarte a cumplir un destino que ignoras aún.»

Iker contempló estupefacto a su esposa.

—El faraón y tú… ¿Cómo podéis conocer esas palabras?

—Muchos evolucionan al albur de los acontecimientos, otros responden a la llamada de un destino descifrando el significado real de su existencia. Su vocación consiste en vivir el misterio aquí abajo, sin traicionarlo, y en transmitir lo intransmisible. Procedente del templo de Osiris, tu viejo maestro identificaba a esos seres y los despertaba a sí mismos, gracias al aprendizaje de los jeroglíficos.

Iker, trastornado, comprobaba la ausencia del azar en el inexorable encadenamiento de sus pruebas.

—¿Quién lo mató?

—El Anunciador —respondió Isis—. También él te buscaba. Sacrificándote al dios del mar reforzaba sus poderes. Los seres maléficos se alimentan de sus víctimas, y nunca se sacian.

—El viejo escriba, el faraón y tú… ¡Me guiabais, me protegíais!

—Interpretaste mal algunos acontecimientos, vagaste por el seno de las tinieblas, aunque buscando siempre la luz. Así ibas modelándote a ti mismo y dando un camino a tus pies.

—Puesto que te estrecho ya en mis brazos, ¿no se consuma mi destino más allá de cualquier esperanza?

—Nuestro amor sigue siendo el inquebrantable zócalo sobre el que te construyes, y nada podrá destruirlo.

¿Crees, sin embargo, que has cruzado todas las puertas de Abydos?

La sonrisa de Isis lo desarmó.

—¿Me perdonarás mi suficiencia?

—Cuando no tenemos ya elección, somos libres. Pero hay que permanecer en el camino de Maat.

—Ayúdame a avanzar. El rey me abrió la morada de eternidad de los escritores, en Saqqara, y sueño con descubrir la biblioteca de Abydos.

—No se parece a ninguna otra.

—¿Me consideras indigno de ella?

—La guardiana del umbral debe decidir. ¿Te crees apto para enfrentarte a ella?

—Si tú me guías, ¿qué debo temer?

Iker siguió a su esposa. Ninguna mujer caminaba con tanta ligereza y elegancia. Rozando apenas el suelo, parecía sobrevolar el mundo de los humanos.

Los altos muros de la Casa de Vida impresionaron a Iker. Muy estrecha, la entrada sólo dejaba pasar a una persona.

—He aquí el lugar donde se elabora la palabra jubilosa, donde se vive de la rectitud, donde se sabe distinguir los vocablos.

Del altar de las ofrendas levantado ante el acceso, Isis tomó un pan redondo.

—Inscribe las palabras «confederados de Set» —ordenó al hijo real.

Utilizando un fino pincel, Iker las trazó con tinta roja.

—Ahora, olvida tu miedo e intenta entrar.

Apenas cruzado el umbral, el joven quedó inmóvil. Un amenazador rugido le heló la sangre.

Levantó los ojos y vio una pantera, encarnación de la diosa Mafdet, dispuesta a saltar sobre él.

Iker le ofreció el pan de los enemigos de Osiris.

La fiera vaciló un instante, clavó en él sus colmillos y desapareció. Libre ya el paso, el escriba tomó por un corredor que desembocaba en una vasta sala iluminada por numerosas lámparas de aceite que no desprendían humo alguno. Cuidadosamente colocados en sus casilleros, los rollos de papiro mostraban títulos que maravillaron al descubridor.

Iker, embriagado, comenzó por el gran libro que revelaba los secretos del cielo, de la tierra y del mundo intermedio; luego consultó el libro para preservar la barca sagrada y el manual de escultura.

Visión de realidades desconocidas, caminos de un conocimiento inédito… Cuando Isis le posó la mano en el hombro, Iker sólo había rozado el tesoro.

—Está a punto de amanecer, vayamos junto al árbol de vida. El Calvo quiere asociarte al ritual.

Recogido, Iker ofreció a su esposa y al sacerdote los cuencos que contenían agua y leche. Acto seguido, éstos vertieron su contenido al pie de la acacia, que, aparentemente, gozaba de excelente salud.

La muchacha confió al hijo real un espejo compuesto por un grueso disco de plata y un mango de jaspe adornado con el rostro de la diosa Hator.

—Oriéntalo hacia el sol y dirige sus rayos hacia el tronco.

El acto ritual fue breve e intenso.

—Esta noche y esta mañana has superado numerosas etapas —reveló Isis—. Al aceptar el contacto de tu mano, el espejo de la diosa te reconoce como servidor de la luz.

—Es insuficiente —replicó el Calvo—. Esta noche te espero en el templo de Sesostris.

El Anunciador vio cómo Isis, Iker y el Calvo se alejaban. Gracias a la intervención de Bega y a pesar de un retraso debido a la lentitud administrativa, acababa de ser transferido por fin al templo de millones de años de Sesostris. Encargado del mantenimiento de los cuencos y las copas, tanto los de las divinidades como los de los ritualistas, iba acercándose a los centros neurálgicos del paraje.

El Anunciador, que estaba autorizado a dormir en un lugar de servicio, disponía de una excelente base de partida para suprimir, una a una, las protecciones de Osiris.

Sus ojos de rapaz no tardaron en descubrir las cuatro jóvenes acacias plantadas de acuerdo con los puntos cardinales, alrededor del árbol de vida. Con gran sorpresa por su parte, ni guardia, ni ritualista, ni temporal vigilaban el lugar. Su seguridad estaba, pues, tan bien defendida que ninguna presencia humana resultaba indispensable.

Al avanzar, advirtió un relicario compuesto por cuatro leones, que se daban la espalda. En el centro, un astil con el extremo ocupado por un escondrijo, adornado con dos plumas de avestruz, símbolo de Maat.

El Anunciador se sentó con las piernas cruzadas, postura propicia para la meditación. Los egipcios sabían manejar el pensamiento y adoptar las actitudes corporales favorables para su florecimiento. Adecuándose a ellas, cualquier profano se habría sentido atraído hacia lo sacro. El Anunciador, en cambio, no sufría influencia alguna. Solo y último depositario del mensaje divino, volvía sus propias armas contra el adversario.

El relicario de los leones y las cuatro acacias: de aquel dispositivo simbólico emanaba un campo de fuerza.

Atravesarlo exigía fórmulas precisas. Aunque las ignorase, el Anunciador tenía que hacerlo inoperante.

¿Dónde encontrar las indicaciones indispensables, si no en el interior del templo? Sin duda, los textos dictados por Sesostris le proporcionarían valiosas informaciones. Correctamente equipado, atacaría entonces el árbol de vida.

El Anunciador regresó al santuario al que estaba destinado y recibió las consignas de su superior. Sin refunfuñar ante el trabajo, aceptó sustituir, durante la noche, a un colega que estaba enfermo.

Era una noche propicia para descifrar paredes y buscar las palabras de poder.

Aguardó a estar solo para emprender su exploración, provisto de dos cuencos de alabastro. Si lo sorprendían, tendría una excusa preparada: estaba limpiando los preciosos objetos antes de depositarlos en un altar.

La intensidad espiritual que reinaba en el lugar lo irritó. Cada figura jeroglífica lo rechazaba, cada estrella pintada en el techo proyectaba un fulgor hostil. Sus presentimientos se confirmaban: sin conceder confianza alguna a los humanos, los sabios encargaban a los símbolos la protección del edificio.

Un mago ordinario habría emprendido la huida. Dolorido y afectado, el Anunciador sacó sus garras y su pico de halcón. La magia de los signos se deslizó por su carne de rapaz sin abrasarla. Permaneciendo en guardia, escrutó las escenas, estudió las palabras de las divinidades y del faraón.

Ofrendas y más ofrendas, siempre ofrendas… Y una comunión perpetuamente repetida entre el rey y el más allá. Así le prometían millones de años e incesantes fiestas de regeneración.

El propagador de la nueva fe rompería aquellos compromisos. Su paraíso sólo acogería a guerreros, capaces de sacrificarse para imponer su creencia, aunque fuera a costa de miles de víctimas. Los dioses abandonarían para siempre Abydos y la tierra de Egipto, y cederían así el lugar a un dios único y vengador cuya voluntad nadie discutiría.

Pero era preciso impedir que Osiris resucitara y hacer que el árbol de vida muriera.

A pesar de la agudeza de su mirada, el Anunciador no descubría herramienta alguna que le permitiese atravesar las defensas mágicas.

Paciente, se empecinó.

El Anunciador se detuvo ante los colosos que representaban al faraón como Osiris, con los brazos cruzados sobre el pecho y sujetando dos cetros característicos, y sonrió.

¿Cómo no lo había pensado antes? Todo, allí, era de inspiración osiriaca, todo partía del dios y regresaba a él.

Una voz ronca lo alertó.

Oculto tras la puerta entreabierta de una capilla lateral, vio cómo el Calvo e Iker entraban en el patio de los pilares osiriacos. Si lo descubrían, el final del combate sería incierto. Momentáneamente debilitado por los jeroglíficos, el hombre-halcón no disponía de su fuerza habitual.

Los dos hombres dieron la espalda a la capilla y contemplaron una de las estatuas del faraón transformado en Osiris.

Molido al final de una jornada de trabajo especialmente duro, Iker no podía declinar la invitación del Calvo.

—Hoy, los artesanos se han mostrado más bien desagradables —comentó el viejo ritualista.

—No puede decirse mejor. Y, sin embargo, ya no están lejos del objetivo. ¿Les habéis recomendado vos que me perjudicaran?

—Es inútil, ellos conocen la Regla. Tú la ignoras.

—Estoy dispuesto a aprenderla y a practicarla.

—Al parecer, Menfis es una ciudad agradable donde jóvenes de tu edad gozan del máximo de distracciones. ¿No la echas en falta?

—¿Realmente esperáis una respuesta afirmativa?

El Calvo farfulló una vaga injuria.

—No podrás llevar a cabo tu misión sin cruzar una nueva puerta. Los artesanos lo saben y no toleran ninguna prebenda.

—No la solicito.

—Mira esta estatua de Osiris. ¿Quién la creó, a tu entender?

—Los escultores de Abydos, supongo.

—¡No todos, hijo real! Aunque excelentes técnicos, la mayoría de los artesanos no son admitidos en la Morada del Oro. Allí se lleva a cabo el trabajo secreto que da nacimiento a la estatua y transforma la materia prima, la madera, la piedra o el metal, en obra viva. Convertidos en servidores de Dios, los verdaderos creadores, muy poco numerosos, conocen las palabras de poder, las fórmulas mágicas y los ritos eficaces. Así moldean materiales de eternidad que ningún fuego consume. O te aceptan entre ellos, o abandonas Abydos.

Puesto que sus funciones no lo dispensarían de aquella prueba, Iker no protestó. Ante la idea de descubrir una nueva faceta de Abydos, el entusiasmo se apoderó de él.

—¿El oro utilizado en esta Morada es también el del «Círculo»?

—Durante la celebración de los misterios, sólo él permite la resurrección de Osiris. Por eso, incluso cuando lo ignorabas, tu existencia se consagraba a su búsqueda. Al traer ese metal a Abydos, tú mismo te obligabas a proseguir tu camino. Osiris reveló a los iniciados las riquezas de las montañas y del mundo subterráneo, les mostró las riquezas ocultas bajo la ganga y les enseñó a trabajar los metales. Debes ser consciente de una importante realidad: Osiris es la perfecta consumación del oro.[1]