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Ataviada con un collar de cuatro vueltas, unos finos pendientes y anchos brazaletes, vistiendo una larga túnica plisada y una capa que dejaba al descubierto el hombro derecho, la sacerdotisa de Hator se inclinó ante Isis, su superiora. A Neftis, cuyo nombre significaba «la soberana del templo», la reina le había confiado la dirección del taller de las tejedoras de Menfis. Por orden de la soberana, acababa de abandonarlo para dirigirse urgentemente a Abydos.

—Nuestra decana ha fallecido —le comunicó Isis—. Otra iniciada debe sustituirla en seguida para completar el Siete. Tu conocimiento de los ritos te ha designado.

—Vuestra confianza me honra, intentaré ser digna de ella.

Neftis se parecía extrañamente a Isis. Tenía la misma edad, la misma talla, la misma forma del rostro, la misma silueta esbelta. Entre ambas, simpatía y comunión de pensamiento fueron inmediatas. Algunos incluso las consideraron como hermanas, felices de volver a verse.

Isis inició a Neftis en los últimos misterios. Tras ella, recorrió el camino de fuego y cruzó las puertas que llevaban al secreto de Osiris. Luego, la hija de Sesostris le contó con detalle los dramáticos acontecimientos que habían afectado Abydos y no le ocultó en absoluto sus inquietudes.

Encargada de preparar el futuro sudario del dios con vistas a las ceremonias venideras, Neftis verificó de inmediato la calidad del lino recogido al finalizar el mes de marzo. Sólo los tallos muy tiernos servían para la fabricación de hermosos tejidos. Puestas en agua hasta la eliminación de las partes leñosas, algunas fibras sobrevivían a la podredumbre. Su purificación, concluida por los rayos del sol, permitía obtener un material noble y sin defectos.

Isis y Neftis hilaron y tejieron. Ni una sombra de color mancillaría la túnica de lino blanco real que llevaría Osiris. Llama y luz, aquella vestidura preservaba el misterio. Tras haber preparado unos hilos trenzados de bastante longitud, las dos mujeres los anudaron. Tras obtener unos ovillos, puestos en recipientes de cerámica, utilizaron las antiguas ruecas, reservadas para las seguidoras de la diosa Hator, y observaron un imperativo: sesenta y cuatro hilos de urdimbre en cada centímetro cuadrado, por cuarenta y ocho de trama.

—Cuando Ra sintió una profunda fatiga, su sudor cayó al suelo, germinó y se transformó en lino —recordó Neftis—. Impregnado de claridad solar, alimentado por el fulgor de la luna, forma los pañales del recién nacido y el sudario del resucitado.

Una capilla del templo de Osiris albergó la preciosa vestidura.

—He fracasado, señor. Sea cual sea el castigo, lo aceptaré.

A pesar de su encanto, de su fingida modestia y de su total abnegación, Bina no conseguía penetrar en el caparazón de los permanentes. Ni su sonrisa, ni la mejor cerveza, ni los suculentos platos los hacían menos adustos. Pasaba de uno a otro para no llamar la atención del ritualista encargado de verificar los sellos colocados en la puerta de la tumba de Osiris. El hombre se negaba a charlar y no prestaba la menor atención al espléndido cuerpo de la sierva. Pese a su talento y a sus esfuerzos, Bina no conseguiría su objetivo.

El Anunciador le acarició los cabellos.

—Estamos en territorio enemigo, dulzura mía, y nada va a ser fácil. Esos sacerdotes no se comportan como individuos ordinarios. Tu experiencia demuestra que están más unidos a su función que a sus deseos. Es inútil correr riesgos desmesurados.

—¿Me… me perdonáis, entonces?

—No has cometido falta alguna.

Bina besó las rodillas de su señor. Aunque lo prefería con barba y con la cabeza cubierta por un turbante, aquella nueva apariencia en nada alteraba su poder. Dentro de poco, el Anunciador rompería las fortificaciones espirituales y materiales de los servidores de Osiris.

—¿Violaremos pronto los santuarios secretos? —preguntó ella, inquieta.

—Tranquilízate, lo conseguiremos.

Iker habló largo rato con el comandante de las fuerzas de seguridad, para saber cómo funcionaba la organización de los temporales. Guardias, escultores, pintores, dibujantes, fabricantes de jarros, panaderos, cerveceros, floristas, portadores de ofrendas, músicos, cantoras y demás oficiantes estaban inscritos en un cuadro de servicios, en función de sus competencias y de su disponibilidad, sin tener en cuenta su edad ni su posición social. La duración del trabajo variaba de algunos días a algunos meses. Los temporales animaban una verdadera ciudad y los templos al servicio de Osiris, de modo que ningún detalle material mancillaba la armonía del paraje.

Resultaba imposible convocarlos a todos y comprobar sus cualidades, pero el comandante se mostraba muy firme: ninguna oveja descarriada accedía al dominio divino. Naturalmente, algunos eran menos eficaces que otros; los jefes de equipo intervenían con rapidez y no se andaban con miramientos ante los mediocres. Cualquier queja que llegaba al Calvo se convertía, casi siempre, en una exclusión definitiva.

Iker quiso conocer a los antiguos y a los asiduos, y esas entrevistas lo tranquilizaron. De hecho, aquellos profesionales conscientes de sus deberes no transgredían las fronteras impuestas.

Bina cruzó el umbral de la estancia donde el hijo real recogía las confidencias de un viejo temporal que deseaba morir en la tarea.

Al ver a Iker de perfil lo reconoció en seguida y retrocedió, con el consiguiente riesgo de que cayera el cesto que llevaba en la cabeza. Gracias a un rayo de sol que penetraba oblicuo en la estancia, el anciano sólo divisaba una silueta.

—No nos molestes, pequeña. Deja los víveres fuera.

La sierva obedeció y desapareció.

¡De modo que el hijo real no se limitaba a interrogar a los permanentes! Un paso más y la habría identificado.

Si deseaba ver a todos los temporales, ¿cómo podría escapar de él?

Aunque Abydos lo fascinara, Gergu detestaba aquel lugar. Se sentía incómodo, desestabilizado, y estaba al borde de la depresión. ¿Lo conducirían al éxito tantos riesgos? El inspector principal de los graneros se habría limitado de buena gana a su puesto, a su jarra diaria de cerveza fuerte y a las mejores prostitutas de Menfis, pero Medes y el Anunciador le exigían más.

Fuera cual fuese su deseo de una existencia menos aventurera, Gergu no veía salida alguna. Tenía que dar satisfacción, esperando la rápida caída del faraón y el advenimiento de un nuevo régimen del que sería uno de los principales dignatarios. Esperando aquel ascenso, llevaba hacia Abydos un carguero de mercancías destinadas a los permanentes. El atraque se llevó a cabo perfectamente, y el comandante de las fuerzas de seguridad saludó a Gergu al pie de la pasarela.

—Siempre en forma, según parece.

—Me cuido, comandante.

—Lo siento, las consignas me obligan a inspeccionar tu cargamento.

—Hazlo, pero no estropees nada. Los permanentes son bastante maniáticos.

—No te preocupes, mis policías son expertos.

Gergu esperó trasegando cerveza tibia, demasiado dulce para su gusto. Como de costumbre, no se descubrió nada sospechoso.

El temporal acudió al local donde solía encontrarse con Bega.

Gélido, con el rostro cerrado, el permanente no parecía muy contento de ver de nuevo a su cómplice.

—¿A qué se debe esta visita?

—Una entrega rutinaria. ¿No despertaríamos sospechas si cambiáramos nuestras costumbres?

Bega asintió con la cabeza.

—¿Y la verdadera razón de tu viaje?

—Medes detesta la ambigüedad y quiere conocer la misión concreta de Iker, el hijo real.

—¿No está mejor situado para saberlo el secretario de la Casa del Rey?

—Habitualmente, sí. Pero esta vez, el decreto oficial le parece muy sucinto. Tú, en cambio, sin duda posees la información.

Bega reflexionó.

—Voy a entregarte una nueva lista de productos que debes procurarme.

—¿Te niegas a responder?

—Vayamos hacia la terraza del Gran Dios.

—¿Para reanudar el tráfico de estelas? ¡Me parece arriesgado!

Los dos hombres tomaron un camino franqueado por mesas de ofrendas y capillas cuyo número aumentaba a medida que se aproximaban a la escalera de Osiris.

Ningún cuerpo descansaba en los pequeños santuarios, precedidos por jardines; albergaban estatuas y estelas que asociaban a aquellos a quienes estaban dedicadas, justos de voz, con la eternidad de Osiris. El lugar estaba desierto y apacible. De vez en cuando, Bega hacía arder incienso, «el que diviniza»; el alma de las piedras vivas lo utilizaba para subir al cielo y comunicarse con la luz.

Bega entró en una capilla rodeada de sauces. Sus ramas bajas cubrían la entrada.

«Sacaremos una o dos pequeñas estelas y las venderemos al mejor postor —pensó Gergu—. ¡Una buena ocasión para enriquecerse!»

—Sígueme —exigió Bega.

—Prefiero quedarme fuera.

—Sígueme —insistió.

Finalmente Gergu obedeció, con paso vacilante. Aunque ausentes, los muertos le parecían presentes. Turbar así su reposo, ¿no provocaría una cólera devastadora?

En el fondo del pequeño monumento, un fantasma.

Un sacerdote de gran talla, con la cabeza afeitada y los ojos enrojecidos, lo miraba con tanta intensidad que lo dejó petrificado.

—No, no es posible… ¿No seréis…?

—Quien me traiciona no sobrevive mucho tiempo, Gergu.

Grabada en la palma de su mano, la minúscula cabeza de Set le quemó hasta arrancarle un grito de dolor.

—¡Tened confianza en mí, señor!

—Tus palabras me son indiferentes. Sólo cuentan los resultados. ¿Por qué estás aquí?

—Medes se inquieta —reconoció de inmediato Gergu—. Quiere conocer los verdaderos objetivos de Iker y piensa que Bega puede informarle.

—¿Y consideras legítima esa gestión?

A Gergu se le formó un nudo en la garganta; tragó trabajosamente.

—¡Vos lo decidís, señor!

—Buena respuesta —consideró la ácida voz de Shab el Retorcido.

Atacando por detrás, como siempre, el pelirrojo pinchó la nuca de Gergu con la punta de su cuchillo.

Pequeño delincuente sin porvenir, había descubierto la verdadera fe al escuchar los sermones del Anunciador. Detestaba a las mujeres y a los egipcios, y nunca vacilaba en suprimir a un infiel para satisfacer a su señor.

—¿Debo ejecutar a este renegado?

—¡Yo no he traicionado! —declaró Gergu, aterrado.

—Le concedo mi perdón —decretó el Anunciador.

La punta del cuchillo se apartó, dejando una pequeña marca sanguinolenta.

—Los tiempos no se prestan al tráfico de estelas —indicó el dueño de la conspiración del mal—. Más adelante te enriquecerás, mi buen Gergu, siempre que me sirvas ciegamente. Bega, ¿puedes responder a la pregunta de Medes?

—El hijo real y Amigo único Iker debe desempeñar un papel principal en la celebración de los misterios osiriacos. Al confiarle la paleta de oro, el rey lo hace apto para dirigir las cofradías de permanentes y de temporales. Sé de buena fuente que Iker ha ordenado crear una nueva estatua de Osiris y restaurar su barca. Debe ganarse la simpatía de los artesanos y llevar a cabo la obra con rapidez. Otro aspecto de su misión: ha interrogado a cada uno de los permanentes y a cada una de las permanentes, pues sospecha que uno de ellos o una de ellas es cómplice del Anunciador.

Gergu dio un respingo.

—¡Estamos perdidos, pues!

—De ningún modo. En este punto, el hijo real ha fracasado. Sus laboriosas investigaciones no le han proporcionado ningún elemento que lo autorice a formular una acusación precisa.

—Desgraciadamente —concretó el Anunciador—, como también se interesa por los temporales, estuvo a punto de cruzarse con Bina. Y no olvidemos su matrimonio con Isis, cuya perspicacia podría perjudicarnos.

—¿Qué proponéis? —preguntó el sacerdote de feo rostro.

—Nada de precipitaciones y un mejor conocimiento de los lugares secretos gracias a ti, amigo mío.

Bega hubiera preferido permanecer en la sombra y no implicarse de un modo tan directo.

—¿Vacilas acaso?

—¡De ningún modo, señor! Tendremos qué mostrarnos extremadamente prudentes y actuar sólo cuando estemos seguros.

—Nuestra implantación en Abydos nos procura una ventaja decisiva. Se llevarán a cabo varios ataques al mismo tiempo, Sesostris no se recuperará. Cuando admita la muerte definitiva de Osiris, su trono se derrumbará.

La tranquila seguridad del Anunciador serenaba a sus discípulos.

—No olvidemos nuestro objetivo: Menfis. ¿Qué ocurre allí, Gergu?

—Un importante obstáculo se levanta ante nosotros, señor: Sobek el Protector. Temo que consiga dar con nuestra organización. Sería indispensable eliminarlo, ¿pero cómo hacerlo?

—He aquí la solución a ese problema.

El Anunciador mostró el cofre de acacia que había contenido la reina de las turquesas.

—Te lo entrego, Gergu. No lo abras bajo ningún concepto. De lo contrario, morirás. —¿Qué debo hacer con él?

—El cofre saldrá de Abydos por el camino habitual, y lo depositarás en la habitación de Sobek.

—No será fácil y…

Los ojos del Anunciador llamearon.

—No tienes derecho a fracasar, Gergu.