Por fin, Menfis hacía estallar su júbilo. A pesar de un leve retraso, la crecida sería abundante pero no destructora. Desde el más acomodado hasta el más humilde, los egipcios cantaban las alabanzas del faraón, responsable del mantenimiento de la armonía entre el cielo y la tierra. La celebración de los ritos había suscitado la reaparición de la buena estrella, y el curso normal de las estaciones se desarrollaba de acuerdo con el orden de Maat. Una vez más, las Dos Tierras escapaban del caos.
Aquellas excelentes noticias no devolvían la sonrisa a Sobek, jefe de todas las policías del reino. De impresionante poderío físico, autoritario, detestando a los cortesanos, a los diplomáticos y a los melosos, veneraba a Sesostris desde el comienzo de su reinado. Protegerlo seguía siendo su obsesión. Por desgracia, el rey corría riesgos excesivos y no escuchaba demasiado sus consejos de prudencia. De modo que el Protector seguía formando personalmente a los especialistas encargados de la seguridad del soberano. En cuanto al palacio, a pesar de que no se había convertido en una fortaleza, era un abrigo que los terroristas, aunque fueran de primera magnitud, no conseguirían violar.
La llegada de las aguas fecundadoras liberaba a la capital de una capa de angustia. Sobek no había dudado en ningún momento de la capacidad del rey para mantener la prosperidad, pero le preocupaba la ceremonia del año nuevo, durante la que los dignatarios y los gremios ofrecían regalos al faraón. Asegurar su salvaguarda en semejantes circunstancias presentaba dificultades insuperables. Si un asesino se mezclaba con la multitud e intentaba abalanzarse sobre Sesostris, varios guardias le impedirían alcanzar su objetivo, pero si uno de los invitados de alto rango pertenecía a la red del Anunciador, ¿cómo podrían interceptarlo? Próximo al monarca durante la entrega de sus presentes, tendría tiempo de actuar antes de que el Protector interviniera.
Registrar el cuerpo de la totalidad de los participantes hubiera sido una excelente solución. Lamentablemente, el protocolo y las buenas maneras lo impedían. A Sobek sólo le quedaba una extremada atención y un tiempo de reacción comparable con el relámpago.
El primero en presentarse fue el visir Khnum-Hotep, anciano y corpulento. Nada había que temer del primer ministro de Egipto, competente y respetado. Ni tampoco del general en jefe, el viejo y abrupto Nesmontu, del ministro de Economía Senankh, con físico de vividor y un carácter intransigente, ni del superior de todas las obras del faraón, el elegante y refinado Sehotep.
A los pies de la pareja real, los altos personajes depositaron un ancho collar, símbolo de las nueve potencias creadoras, una espada de electro, mezcla de oro y plata, una capilla de oro en miniatura y una jarra de plata llena de la nueva agua, provista de virtudes regeneradoras. Los sucedió Medes, el secretario de la Casa del Rey, llevando un cofre que contenía oro, plata, lapislázuli y turquesas.
A Sobek no le gustaba demasiado aquel hombre bajo y gordo, de quien, sin embargo, la burocracia menfita hablaba muy bien. Medes era el encargado de redactar los decretos y difundirlos por todo Egipto, Nubia y el protectorado sirio-palestino, y llevaba a cabo su tarea con una diligencia ejemplar. Numerosos dignatarios le auguraban una brillante carrera, pues se consagraba en cuerpo y alma a la causa pública.
A Medes lo siguieron más de cincuenta cortesanos, que rivalizaron en obsequiosidad.
A medida que se desarrollaba la ceremonia, los nervios de Sobek se tensaban. El Protector observaba cada actitud e intentaba adivinar cada atención. ¿Sería un terrorista lo bastante loco, o iría lo bastante drogado, como para agredir a Sesostris, aquel gigante de rostro severo y mirada tan intensa que dejaba clavado en el sitio a cualquier interlocutor? Sus pesados párpados soportaban el sufrimiento y la mediocridad de la humanidad, sus grandes orejas percibían las palabras de los dioses y las súplicas de su pueblo.
Sesostris había nacido faraón. Depositario de un poder sobrenatural, el ka, transmitido de rey en rey, ridiculizaba, con su mera presencia, a ambiciosos y rivales. ¿Acaso no hacía milagros, entre ellos el control de la crecida, la abolición de los privilegios de los jefes de provincias, la reunificación de las Dos Tierras y la pacificación de Canaán y de Nubia? La leyenda del soberano no dejaba de enriquecerse, y su reinado se comparaba ya con el de Osiris.
Sesostris, no obstante, indiferente a las alabanzas y detestando los halagos, nunca alardeaba de sus éxitos y sólo pensaba en las dificultades que debía resolver. Gobernar el país, mantenerlo en el camino de Maat, alentar la solidaridad, proteger al débil del fuerte y asegurar la presencia de las divinidades habrían bastado para agotar a un coloso. Pero el rey no podía descansar y debía actuar de modo que sus súbditos, en cambio, pudieran dormir tranquilos.
Y el faraón se enfrentaba con un temible adversario, el Anunciador, un hombre decidido a propagar el mal, la violencia y el fanatismo. Egipto y la función faraónica eran los principales obstáculos para su éxito, y había intentado herirlos en pleno corazón, hechizando el árbol de vida, la acacia de Osiris en Abydos. Pese a su curación, Sesostris seguía inquieto y no creía en la muerte del Anunciador en algún rincón perdido de Nubia. ¿No ocultaría su desaparición una nueva maniobra, preludio de un próximo asalto?
Ciertamente, la construcción de una pirámide en Dachur, de un templo de millones de años y de una morada de eternidad en Abydos, y de una barrera mágica de fortalezas entre Elefantina y la segunda catarata, contrarrestaba los proyectos del enemigo. Sin embargo, el Anunciador era capaz de implantar de modo duradero una organización terrorista en Menfis, y sabía adaptarse, corromper, aprovechar las debilidades y las zonas de sombras. Lejos de estar vencido, aquel individuo seguía representando una terrible amenaza.
Cuando el jefe escultor de los artesanos de Menfis se presentó, a su vez, ante la pareja real, Sobek no bajó la guardia. El hombre parecía digno de confianza, pero aquel término no tenía cabida en el vocabulario del jefe de la policía.
—Majestad —declaró el artesano ofreciendo al faraón una pequeña esfinge de alabastro con su efigie—, cien estatuas que representan el ka real están ahora a vuestra disposición.
Cada provincia tendría por lo menos una, garante de la unidad del país. La diorita, cuyos matices variaban del negro al verde oscuro, confería a aquellas esculturas potencia y austeridad. Ninguna variedad en aquellas representaciones de un monarca de edad avanzada, con el rostro grave y unas grandes orejas, pero sí la voluntad de intensificar la irradiación del ka. De ese modo, una fuerza sobrenatural seguiría impregnando Egipto con sus beneficios y rechazando los maleficios del Anunciador.
La ceremonia tocaba a su fin.
Sobek se enjugó la frente con el dorso de la mano. Algunos ironizaban reprochándole su pesimismo y sus excesos de seguridad. Pero a él no le importaba, no estaba dispuesto a modificar su línea de conducta. El último portador de regalos, un tipo flacucho, llevaba en sus brazos un recipiente de granito. De pronto, los rebuznos de un asno, de sorprendente intensidad, lo detuvieron a menos de cinco pasos del estrado donde se encontraba la pareja real. Un enorme can empujó entonces a dos soldados, saltó sobre el flacucho y lo derribó. Del recipiente brotaron una decena de víboras que sembraron el pánico entre los invitados. Sobek y los policías de élite acabaron a bastonazos con los reptiles. El terrorista, que había sido mordido varias veces, agonizaba tendido en el suelo.
Protegida por su guardia personal, la pareja real se retiraba tranquilamente.
El mastín, orgulloso de su hazaña, recibió las caricias de un mocetón de rostro cuadrado, espesas cejas y redonda panza.
Sobek se acercó.
—Buen trabajo, Sekari.
—Felicita a Viento del Norte y a Sanguíneo. El asno ha dado la alarma, el perro ha actuado. Los dos amigos de Iker acaban de salvar a su majestad.
—¡Merecen un ascenso y una condecoración! ¿Conocías al agresor?
—Nunca lo había visto.
—Sus propias serpientes no le han dado oportunidad alguna. Me habría gustado interrogarlo, pero se diría que esos bandidos sienten un maligno placer acabando con la menor pista. ¿Avanzan tus pesquisas subterráneas?
—Aun abiertos de par en par, mis oídos no recogen nada interesante.
Sekari, agente especial de Sesostris, se infiltraba con idéntica facilidad en cualquier medio. Atrayendo las confidencias y haciéndose prácticamente invisible, intentaba descubrir elementos de la organización terrorista. Sin embargo, desde la desaparición de un aguador y el arresto de algunos subalternos no había obtenido ningún éxito notable. El enemigo, desconfiado, se ocultaba.
—Forzosamente hemos reducido sus posibilidades de comunicarse entre sí —declaró el agente secreto— y, por consiguiente, su capacidad de acción. ¿No parece ese intento un golpe desesperado?
—Es poco probable —estimó Sobek—. Proteger al faraón en ese momento y en ese lugar era un problema. El flacucho tenía muchas posibilidades de conseguirlo. Su organización ha sufrido algunos golpes duros, pero evidentemente permanece activa.
—No lo dudo ni un solo instante.
—¿Estás convencido de la muerte del Anunciador?
Sekari vaciló.
—Algunas tribus nubias sentían por él un odio feroz.
—Menfis ya ha sufrido mucho, numerosos inocentes han perecido por causa de ese demonio. Hacer creer en su muerte me parece una estrategia excelente. ¿Estará preparando algo peor?
—Vuelvo de nuevo a la cacería —anunció Sekari.
Medes echaba sapos y culebras. ¿Por qué no lo habían avisado de aquel nuevo intento de asesinato contra el faraón? Robusto cuarentón, gordo a causa de su gula, con el rostro lunar y el pelo negro pegado a la cabeza, con las piernas cortas y los pies rechonchos, alto funcionario y trabajador infatigable, Medes daba plena satisfacción al rey y al visir. Él era el encargado de dar forma a los decretos promulgados por el faraón y de difundirlos con rapidez, dirigía un ejército de escribas cualificados y organizaba los movimientos de una flotilla de embarcaciones rápidas.
¿Quién iba a sospechar que servía al Anunciador? Como su testaferro, Gergu, y el sacerdote permanente de Abydos, Bega, pertenecía ahora a la conspiración del mal. En la palma de la mano de los conjurados, una minúscula cabeza de Set, grabada en la carne, rojeaba, provocando intolerables sufrimientos ante la menor veleidad de traición.
¿Por qué había derivado de aquel modo? No faltaban razones. Desde hacía mucho tiempo, la Casa del Rey debería haber reclamado a un técnico de su competencia. Evidentemente, estaba destinado al puesto de primer ministro, simple etapa antes de la obtención de poder supremo: gobernar Egipto… Medes se sentía capaz de hacerlo, pues tenía excepcionales cualidades como administrador y conductor de hombres. Sin embargo, seguían negándole el acceso al templo cubierto y a la parte secreta de los santuarios, especialmente al de Abydos, donde Sesostris obtenía la parte esencial de su fuerza.
La única solución, por tanto, era eliminar al monarca.
Más allá de aquella legítima ambición, Medes debía reconocerlo: el mal lo fascinaba. Único detentador de la eternidad, ¿no derribaba acaso a cualquier adversario? Así pues, el encuentro con el Anunciador, a pesar de sus terroríficos aspectos, colmaba sus esperanzas.
El extraño personaje estaba dotado de notables poderes y, sobre todo, no temía ataque alguno de la adversidad. Siguiendo una implacable estrategia, calculaba siempre con una jugada de adelanto, preveía el fracaso y lo integraba en los futuros éxitos.
No lejos de su suntuosa casa en el centro de la ciudad, Medes se topó con un personaje gordo, visiblemente ebrio.
—¿Sigue indemne Sesostris? —preguntó Gergu, inspector principal de los graneros.
—Por desgracia, sí.
—Entonces, el rumor era falso. ¿Estabais informado del atentado?
—Por desgracia, no.
Los gruesos labios de Gergu palidecieron.
—¡El Anunciador nos abandona!
Borracho y dado a acostarse con prostitutas, Gergu debía su carrera a Medes y, a pesar de ciertos desacuerdos, seguía sus directrices. Aterrorizado por el Anunciador, lo obedecía al pie de la letra, pues temía sus represalias.
—Nada de conclusiones apresuradas. Tal vez se trate de una iniciativa del libanés.
—¡Estamos apañados!
—Tú sigues en libertad, yo también. Si Sobek el Protector sospechara de nosotros, estaríamos ya en la sala de interrogatorios.
El argumento tranquilizó a Gergu.
Sin embargo, la calma duró poco, ya que lo invadió una bocanada de angustia.
—¡El Anunciador ha muerto! Sus discípulos, aterrados, intentan lo imposible.
—No pierdas los nervios —le recomendó Medes—. Un jefe de su temple no desaparece como un vulgar malhechor. Esta agresión nada tenía de improvisada. Su valeroso autor ha estado a punto de conseguirlo. Sin la intervención de un asno y un perro, las víboras hubieran mordido a la pareja real. La organización menfita demuestra su capacidad de acción. ¡Imaginas la cara de Sobek el Protector: ha sido ridiculizado y tachado de incompetente! Si el faraón lo destituye de sus funciones, nos habremos librado de alguien muy molesto.
—¡No lo creo! Una garrapata se agarra menos que ese policía.
—Un parásito… ¡Buena comparación, querido Gergu! Aplastaremos a ese Protector bajo nuestras sandalias. ¿Cuáles han sido sus éxitos? ¡Unos miserables arrestos! ¿Acaso no sigue intacta nuestra organización?
Con la lengua seca, Gergu experimentó una intensa sensación de sed.
—¿No tendríais un poco de cerveza fuerte?
Medes sonrió.
—¡Qué no la hubiera sería un crimen! Ven a refrescarte.
Una pesada puerta de dos batientes cerraba el acceso a la gran mansión del secretario de la Casa del Rey. Junto a ella, la garita de un guardián que apartaba con brutalidad a los importunos. Éste hizo una gran reverencia ante su dueño. Tras los altos muros, un jardín y un estanque rodeado de sicomoros al que daban unas puertas-ventanas compuestas por celosías de madera. Medes y Gergu acababan de sentarse, al abrigo de una pérgola, cuando un sirviente les sirvió cerveza fresca.
Gergu bebió golosamente.
—Ignoramos la verdadera misión del hijo real Iker en Abydos —manifestó Medes, preocupado.
—¡Vos redactasteis el decreto oficial! —se extrañó Gergu.
—No deja de ser sorprendente que disponga de plenos poderes, ¿pero para qué van a servirle?
—¿No podríais saber más?
—Llamar la atención de los miembros de la Casa del Rey sería catastrófico. Y no soporto la ambigüedad. Ve a Abydos, Gergu. Tu posición de sacerdote temporal te permitirá obtener informaciones seguras.