Iker no había conocido a mujer alguna antes que Isis y nunca conocería a otra. Isis no había conocido a hombre alguno antes que Iker, y nunca conocería a otro. Su primera noche de amor sellaba un pacto eterno, más allá del deseo y de la pasión. Una potencia superior transformaba su porvenir en destino. Indisolublemente vinculados, unidos por el espíritu, el corazón y el cuerpo, comulgaban ahora en una misma mirada.
¿Por qué tanta felicidad? Vivir con Isis, en Abydos… ¡Era un sueño que se rompería muy pronto! De modo que Iker abrió los ojos, esperando sin duda una cruel decepción. Pero allí estaba ella, a su lado. Sus ojos, de un verde mágico, lo contemplaban. Se atrevió a acariciar su piel de divina dulzura, a besar su rostro cuyos rasgos eran de inigualable finura.
—¿Eres tú… de verdad eres tú?
El beso que le ofreció no parecía irreal.
—¿Realmente estamos en tu casa, en Abydos?
—En nuestra casa —lo corrigió ella—. Vivimos juntos, ya estamos casados.
Iker se incorporó de pronto.
—¡No tengo derecho a casarme con la hija del faraón Sesostris!
—¿Quién te lo impide?
—La razón, las buenas formas, el…
La sonrisa de la muchacha le impidió encontrar otros argumentos.
—No soy nadie, yo…
—Basta de falsa modestia, Iker. Hijo real y Amigo único, tienes una misión que cumplir.
Él se levantó, recorrió la habitación, tocó la cama, los muros y los cofres para guardar los enseres, luego la abrazó.
—Tanta felicidad… ¡Quisiera que este instante durase para siempre!
—Durará para siempre —prometió ella—. Pero nos aguardan imperiosas tareas.
—Sin ti, yo no tengo ninguna posibilidad de conseguirlo.
Isis lo cogió tiernamente de la mano.
—¿No soy acaso tu esposa? Cuando estábamos lejos el uno del otro, sentías mi presencia y tú poblabas mis pensamientos. Hoy estamos unidos para siempre. Ni siquiera el soplo del viento podría deslizarse entre nosotros. Nuestro amor nos llevará más allá de los límites de nuestra existencia.
—¿Seré digno de ti, Isis?
—En las pruebas o en el gozo, somos uno, Iker. Ninguna clase de muerte podrá separarnos.
Por el camino que llevaba al árbol de vida, Isis reveló a Iker que Sesostris le había pedido que se fijara en cualquier comportamiento sospechoso, tanto de los permanentes como de los temporales. Sus tareas rituales y su andadura iniciática no le permitían observar demasiado a sus colegas, y la sacerdotisa no albergaba sospecha alguna. Sin embargo, las inquietudes del faraón no podían tomarse a la ligera. ¿Acaso no presentía, más allá de las apariencias, una traición en pleno corazón de la cofradía más secreta de Egipto?
—¿Cómo puede un iniciado de Abydos convertirse en un hijo de las tinieblas? —se extrañó Iker.
—Me he hecho cien veces esa misma pregunta —reconoció Isis—. El camino de fuego abrasó mi ingenuidad. Algunos rituales magníficos no engendran, forzosamente, individuos irreprochables.
—¿Crees que algún ritualista es lo bastante hipócrita como para engañar?
—¿No implica tu misión esa hipótesis?
La pareja se detuvo a buena distancia de la acacia.
La sacerdotisa rogó a los cuatro jóvenes árboles y a los cuatro leones custodios que les permitieran pasar.
Casi de inmediato, Iker sintió un extraño perfume, dulce y apaciguador, e Isis le indicó por signos que avanzara.
Al pie del árbol de vida, con el tronco cubierto de oro, el Calvo derramaba agua.
—Llegas con retraso, Isis. Toma el cuenco de leche y cumple con tu oficio.
La muchacha así lo hizo.
—Sean cuales sean las peripecias de tu existencia —añadió el superior de los permanentes con voz huraña—, el rito debe predominar.
—No soy una peripecia —intervino Iker—, sino el marido de Isis.
—Las historias de familia no me interesan.
—Tal vez mi función oficial os interese más. El faraón Sesostris me ha encargado que disipe los trastornos que gangrenan la jerarquía de los sacerdotes y vele por la creación de nuevos objetos sagrados, con vistas a la celebración de los misterios de Osiris.
Un largo silencio siguió a esta declaración.
—Hijo real, Amigo único, enviado del faraón… ¡Impresionantes títulos! Yo vivo aquí desde siempre, preservo la Casa de Vida y sus archivos sagrados, verifico que se cumplan perfectamente las tareas confiadas a los permanentes y no acepto excusa alguna en caso de desfallecimiento. Ningún reproche se me ha hecho, y el rey sigue confiando en mí. Por lo que a los ritualistas se refiere, yo soy su garante.
—Su majestad no se muestra tan optimista. ¿No se habrá extinguido vuestra atención?
—¡Joven, no te permito…!
—Mi edad no importa. ¿Aceptáis facilitar mi investigación, sí o no?
El Calvo se volvió hacia Isis.
—¿Qué piensa de ello la hija del rey?
—Enfrentarnos sería desastroso. Privado de vuestro apoyo, Iker no avanzará. Y el árbol de vida sigue amenazado.
El Calvo se rebeló.
—¡Está resplandeciente de salud! ¿O acaso no hunde sus raíces en el océano primordial para procurar a los justos el agua de regeneración?
—Osiris es el único en la acacia, en ella se unen vida y muerte —recordó Isis—. Hoy siento cierta turbación. Tal vez anuncie el asalto de nuevas fuerzas de destrucción.
—¿Es que las defensas emplazadas por el rey no son infranqueables? —se preocupó Iker.
—No nos hagamos ilusiones.
—Razón de más para eliminar a posibles ovejas negras —insistió el hijo real.
Inquieto, el Calvo no siguió con un duelo inútil.
—¿Cómo deseas proceder?
—Interrogando a los permanentes, uno a uno, sin olvidar reunir a los artesanos y dictarles las voluntades del rey. Todos deberán tener las manos limpias.
—¡Te preparas para un difícil futuro, Iker! Eres un extraño en Abydos, por lo que provocarás reacciones de rechazo.
—Yo lo ayudaré —prometió Isis.
—¿Y por qué iba a tener éxito el hijo real donde nosotros fracasamos? —preguntó el Calvo—. Ningún indicio nos orienta hacia la culpabilidad de un permanente. ¡Y no olvidemos nuestra principal preocupación! La constelación de Orión ha desaparecido desde hace setenta días. Si no reaparece esta misma noche, el cosmos se derrumbará y la crecida tan esperada no se producirá.
—Interrogaré la paleta de oro —anunció Iker.
El Calvo quedó estupefacto.
—¿Te la ha confiado el rey?
—Tengo ese honor.
El anciano inclinó la cabeza.
—Manéjala con prudencia. Y no lo olvides: sólo las buenas preguntas obtienen buenas respuestas. Ahora, encarguémonos de preparar las ofrendas para el genio del Nilo.
El superior se alejó mascullando.
—Me detesta —señaló Iker.
—Todo cuerpo ajeno a Abydos le parece indeseable. Sin embargo, le has impresionado mucho. Te toma en serio y no pondrá trabas a nuestras gestiones.
—¡Qué dulce es oír ese «nuestras»! Solo, iba directo al fracaso.
—Nunca más estarás solo, Iker.
Juntos, recorrieron la avenida procesional flanqueada, a uno y otro lado, por trescientas sesenta y cinco pequeñas mesas de ofrenda, provistas de alimento sólido y líquido. Evocando el año visible e invisible, sacralizaban cada una de las jornadas. Se celebraba así un eterno banquete, ofrecido al ka de las potencias divinas. Y, en respuesta, éstas cargaban de ka los alimentos.
Dada la intensidad de la tarea, varios temporales ayudaban al permanente encargado de la libación cotidiana. Faltaba ardor, pues circulaban inquietantes rumores sobre la crecida, y algunos, incluso, llegaban a predecir su total ausencia. El Calvo no había formulado desmentido alguno, por lo que ¿no debían pensar en lo peor?
A Iker le habría gustado descubrir la totalidad del paraje y de sus monumentos, pero su propia misión podría quedar cuestionada si las aguas fecundadoras faltaban. Los campos, privados de la aportación de limos fertilizantes, quedarían estériles.
—¿Por qué se demora la constelación de Orión? —le preguntó a Isis.
—El poder del perturbador afecta, a la vez, al cielo y la tierra.
—En ese caso, no se trata de un ser humano.
El silencio de Isis angustió a Iker. Fueran cuales fuesen los poderes de los iniciados de Abydos, ¿cómo iban a triunfar sobre semejante adversario? El árbol de vida sólo gozaba de un respiro, otras tormentas se preparaban. Probablemente, el Anunciador disponía de uno o varios cómplices, tan ocultos que escapaban de las miradas del Calvo. ¡Y él, el novicio, tenía que identificarlos e impedir que hicieran daño!
Isis lo condujo hasta el templo de millones de años de Sesostris. Los permanentes salmodiaban allí las letanías que vinculaban la resurrección de Osiris al ascenso de las aguas. La joven le presentó a las siete tañedoras encargadas de hechizar el alma divina, al Servidor del ka que veneraba y mantenía la energía espiritual para que se reforzasen los vínculos de la cofradía con lo invisible, El que hacía la libación de agua fresca en las mesas de ofrenda, El que velaba por la integridad del gran cuerpo de Osiris y el ritualista capaz de ver los secretos.
No sin asombro, cada uno de ellos comprobó que el hijo real poseía la paleta de oro. Dada la respetuosa actitud del Calvo, el joven Iker ejercía una indiscutible autoridad.
Ignorando las miradas, admirativas a veces, suspicaces otras, el enviado del faraón descubría el santuario. Cruzó el pilono, experimentando el curioso sentimiento de haberlo conocido siempre, pasó entre las colosales estatuas del monarca como Osiris, penetró en una sala con columnas de techo cubierto de estrellas y se recogió ante las escenas que representaban al soberano comunicándose con las divinidades.
Tras una larga meditación, se dirigió al colegio de los ritualistas.
—Estamos en el segundo día del mes de Tot, Orión no ha aparecido aún. El carácter excepcional de esta situación pone de manifiesto el empecinamiento de nuestro principal adversario, el Anunciador. De modo que no podemos limitarnos a la paciencia y a la inercia.
—¿Qué propones, entonces? —preguntó el Calvo.
—Consultemos la paleta de oro.
Iker escribió: «¿Qué fuerza puede provocar la crecida?»
Desapareció la pregunta e inscribió la respuesta: «Las lágrimas de la diosa Isis.»
—Las sacerdotisas permanentes deben intervenir —decidió el Calvo—. Que celebren los ritos apropiados.
Reconociendo a Isis como su superiora, las siervas de Osiris subieron al tejado del templo. La hija de Sesostris pronunció las primeras palabras del poema de amor dirigido al cosmos: «Orión, que tu esplendor ilumine las tinieblas. Soy la estrella Sothis, tu hermana, sigo siéndote fiel y no te abandono. Ilumina la noche, proyecta sobre nuestra tierra el río de arriba, apacigua su sed.»
Iker y los permanentes se retiraron.
En el atrio del templo, el hijo real tuvo la sensación de que lo estaban espiando. ¿Espiado en Abydos, en aquel mundo de serenidad que sólo la búsqueda de lo sagrado debería haber animado? Iker se habría abandonado de buena gana a la contemplación de aquel paraje hechizador, pero era imposible olvidar su misión.
No vio a nadie sospechoso, por lo que levantó los ojos al cielo. De su decisión dependía la suerte de Abydos y de Egipto entero.
En el preciso instante que Iker miró en su dirección, el Anunciador se protegió detrás de un muro. En el peor de los casos, el joven sólo habría divisado a un temporal, a quien preguntaría la razón de su presencia allí.
El hijo real se limitó a observar el ocaso.
Seguir a aquella presa, aislarla y golpearla no se anunciaba como algo fácil. Sobrepasando los límites impuestos, el Anunciador corría el riesgo de ser detenido, expulsado incluso de Abydos. De modo que tomaría de forma lenta y segura la medida del vasto territorio de Osiris. Asesinar a Iker no era suficiente; su muerte debía conmover a los espíritus hasta el punto de desalentarlos y sembrar la desolación en aquel reino que se creía protegido de semejante desastre.
Ágil y rápido a pesar de su talla, el Anunciador aprovechó la naciente noche para regresar a su modesto dormitorio. Shab el Retorcido le proporcionaba una suficiente cantidad de sal, la espuma de Set recolectada en el desierto del Oeste, durante los grandes calores. Lo saciaba, lo alimentaba y mantenía su energía de depredador.
Fascinado por la belleza de las constelaciones que adornaban el inmenso cuerpo de Nut, la diosa Cielo, Iker no se abandonaba al sueño. Pensaba en el encarnizado combate del sol contra las potencias oscuras, en su peligroso viaje nocturno, cuyo final seguía siendo incierto. Al recorrer el cuerpo de Nut captaba la luz de las estrellas y cruzaba, una a una, las puertas que llevan a la resurrección. ¿Acaso no conducía toda existencia a ese periplo? ¿Adecuándose a él, no le daba todo su sentido?
Desde su primera muerte, en el seno de un mar desenfrenado, Iker había vivido muchas pruebas, conocido crueles dudas y cometido graves errores. Pero no se había detenido en el camino, en aquel camino que llevaba a Abydos, a la inmensa felicidad de vivir con Isis.
En el último fleco de la noche, en el lindero del alba, el cielo cambió bruscamente de aspecto, como si naciera un nuevo mundo.
Un profundo silencio se apoderó de la Gran Tierra. Las miradas convergieron hacia la estrella que, tras más de setenta días de angustiosa ausencia, acababa de reaparecer atravesando el portal de llamas.
Una vez más, el milagro se realizaba.
A la altura de Abydos, el río se ensanchó, y el genio del Nilo, Hapy, brincó amorosamente al encuentro de las riberas. Las lágrimas de Isis provocaban la crecida y resucitaban a Osiris.