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El alba se levantaba en Abydos, la Gran Tierra de Osiris. Era un alba esperada y temida al mismo tiempo, puesto que se trataba de la del año nuevo. ¿Señalaría aquella excepcional jornada el comienzo de la crecida de la que dependía la prosperidad de Egipto? A pesar del profundo estudio de los archivos y de las primeras medidas sugeridas por los especialistas de Elefantina, ningún técnico se consideraba capaz de proporcionar una previsión fidedigna. ¿Serían las aguas benéficas, devastadoras o quizá insuficientes? La angustia oprimía los corazones, pero todos mantenían su confianza en Sesostris. Desde que aquel faraón gobernaba las Dos Tierras, los asaltos del mal chocaban contra aquel gigante impasible. ¿Acaso no había vencido el egoísmo de los jefes de provincias, restableciendo la unidad del país y la paz en Nubia?

El comandante de las fuerzas especiales encargadas de defender la seguridad del paraje no sentía temor alguno. Según su jefe, el viejo general Nesmontu, el rey dominaba al genio del Nilo. Gracias a los rituales y a las ofrendas, la subida de las aguas tendría lugar de una forma armoniosa. Sin embargo, dicha certidumbre no impedía al oficial cumplir con sus funciones rigurosamente, filtrando, todas las mañanas, a los temporales a los que se les daba permiso para cruzar la frontera del dominio sagrado. De los panaderos a los cerveceros, de los carpinteros a los canteros, iba controlándolos uno a uno y anotaba los días que permanecían allí. Todos aquellos que no justificaban su ausencia sufrían un inmediato despido.

Ese día se presentó un hombre con la cabeza afeitada, imberbe, alto, y que vestía una túnica de lino blanco.

—¿Cuál es hoy tu trabajo?

—Fumigar las moradas oficiales de los permanentes.

—¿Te ocupará mucho tiempo?

—Tres semanas, por lo menos.

—¿Quién es tu supervisor?

—El sacerdote permanente Bega.

Semejante garantía bastaba para inspirar confianza. Dada la severidad de Bega y su bien conocida austeridad, a menudo sus empleados no debían de tener motivos para sonreír.

—¿Volverás a salir esta noche?

—No —respondió el temporal—, estoy autorizado a dormir en un local de servicio.

—¡Mínimo confort! Animo.

El comandante ignoraba que estaba dando paso al enemigo jurado de Egipto, el Anunciador. Barbudo antaño y con la cabeza cubierta por un turbante, sustituía a un temporal a quien había eliminado su fiel lugarteniente, Shab el Retorcido, para introducirse legalmente en Abydos y esperar allí a su presa, el hijo real Iker.

Detentador de la revelación divina, depositario de la verdad absoluta, el Anunciador las impondría al mundo, de buen grado o por la fuerza. O los infieles se sometían o serían exterminados. Sólo había dos obstáculos para la expansión de la nueva creencia: el faraón Sesostris y los misterios de Osiris.

Todos los intentos de asesinar al rey habían fracasado. El faraón estaba perfectamente protegido, y parecía fuera de alcance. Así pues, el Anunciador había decidido acabar con el joven Iker, a quien muchos consideraban ya como el sucesor del soberano reinante. Al cometer aquel crimen en pleno corazón del reino de Osiris, la isla de los Justos, profanaría un santuario considerado inviolable, desecaría la fuente de la espiritualidad egipcia y arruinaría el edificio pacientemente construido.

El Anunciador caminó con lentos pasos hacia la «Paciente de lugares», la pequeña ciudad de Sesostris, recientemente edificada en Abydos.

—¿Estás satisfecho con tu puesto? —le preguntó un jovial jardinero.

—Muy satisfecho.

—¡Qué buen carácter, muchacho! Nos pagan bien, de acuerdo, pero no se trata de holgazanear. Y, además, los vigilantes no bromean. En fin, servimos al Gran Dios. Es un gran orgullo, ¿no? Cuando pienso en todos los envidiosos que… ¿De qué te encargas tú?

—Fumigación de casas.

—¡Buen oficio, ése! Al menos, no te estropeas las manos. Y a ti no te duele la espalda. Vamos, ánimo. Vas a necesitarlo, por el calor. En caso de una crecida demasiado débil, o demasiado fuerte, ¡imagina los problemas! Que los dioses nos protejan de la desgracia.

El Anunciador sonrió. Ningún dios podría proteger Abydos.

Descubrir aquel paraje lo fascinaba. Mientras la policía y el ejército lo buscaban por todo el territorio egipcio, en la región sirio-palestina y en Nubia, él circulaba libremente en pleno reino de Osiris, al que pensaba aniquilar. Ciertamente, los temporales no accedían a sus lugares secretos, y el Anunciador sólo estaba rozando aquella fortaleza espiritual, indestructible hasta entonces. Pero el apoyo incondicional del sacerdote permanente Bega, discípulo del mal ya, le prometía un hermoso futuro.

La «Paciente de lugares» no se parecía a las demás ciudades. Allí vivían ritualistas, artesanos y administradores que se encargaban del buen funcionamiento de los templos y de sus anejos. Directamente dependiente de la corona, aquel personal de élite no carecía de nada. Impregnado de la presencia de Osiris, adoptaba cierta gravedad y seguía haciéndose una angustiosa pregunta: —¿era definitiva la curación del árbol de vida?

El Anunciador dejaba que los optimistas se hicieran ilusiones. Ciertamente, el oro traído de Nubia y de Punt resultaba eficaz, y la gran acacia, verdeante de nuevo, fulguraba de vigor. Por sí sola, probaba la capacidad de resurrección del dios, pero era preciso que un nuevo maleficio no la abrumase. A distancia, y a pesar de sus poderes, el Anunciador ya no podía agredirla. De cerca, destrozaría las protecciones que rodeaban el árbol de vida y lo vaciaría de toda su sustancia.

La atmósfera del lugar lo turbaba. Puerta del cielo, tierra del silencio y de lo justo, Abydos empapaba el alma. ¿Acaso la Gran Tierra no albergaba el lago de vida? Desde el origen de la civilización faraónica, los ritos hacían eficaces las potencias de creación. Ningún ser, por insensible que fuera, escapaba a su irradiación.

La misión del Anunciador no permitía ambigüedad alguna: Osiris no debía resucitar. Pondría fin a aquel milagro, y así propagaría la última religión. Sirviendo a la vez de doctrina y de programa de gobierno, sumergiría a la humanidad entera. Cada creyente repetiría diariamente unas fórmulas inmutables, no se toleraría la menor libertad de pensamiento. Aunque algunos dictadores se levantaran, aquí y allá, convencidos de tomar en sus manos el destino de ese o aquel pueblo, la maquinaria, en realidad, funcionaría por sí sola. La credulidad y la violencia no dejarían de alimentarla.

El Anunciador se sacudió como un perro mojado. La energía procedente de los templos lo debilitaba y podía comprometer sus intervenciones. Sin embargo, sería un error apresurarse. Absorber la sal de Set preservaba sus poderes y su fuego destructor. Sabiendo incierto el resultado del combate decisivo, el predicador de los ojos rojos avanzaba prudentemente por territorio enemigo.

Construida de acuerdo con las leyes de la divina proporción, la ciudad de Sesostris intentaba rechazarlo. En el momento en que el Anunciador llegaba a la arteria principal, un viento cálido lo dejó paralizado. Abrió la boca y absorbió aquella ráfaga adversa.

—¿Algo va mal? —le preguntó un criado, provisto de una escoba y algunos trapos.

—Admiraba nuestra hermosa ciudad. ¿No se anuncia magnífico el día?

—¿Y si la crecida se transformase en catástrofe? ¡Esperemos que Osiris nos salve!

El Anunciador prosiguió su camino hasta la morada del sacerdote permanente Bega, situada al comienzo de una calleja, al abrigo del sol. Apartó la estera que cubría la entrada y penetró en una pequeña estancia dedicada a los antepasados.

Un hombre feo, de nariz prominente, dio un brinco en su asiento.

—Vos… ¿No habéis tenido problemas?

—Ni el más mínimo, querido Bega.

—¡Y, sin embargo, el comandante se muestra desconfiado!

—Me parezco lo bastante al temporal a quien reemplazo para no despertar sospecha alguna. Pasar por los controles me ha resultado muy divertido.

Bega, cuyo nombre significaba «el frío», saboreaba cada una de las etapas de su venganza. Tras largos años pasados en Abydos, debería haber sido nombrado superior de la comunidad y haber conocido los grandes misterios. Pero Sesostris había decidido otra cosa, y aquella humillación iba a pagarla muy cara. Servidor de Set, el asesino de Osiris, en adelante, Bega, destinado a altas funciones, regiría con puño de hierro los templos de Egipto. Todos reconocerían su valor y lo obedecerían ciegamente. Pero antes ejecutaría los audaces planes del Anunciador, pues sólo su nuevo dueño le permitiría satisfacer su odio.

Gélido como un día de invierno, Bega abrasaba aquello que veneraba. Ya no quedaba nada de su pasado de ritualista y de servidor de Osiris. Abydos, centro por mucho tiempo de su existencia, se convertía ahora en el de sus resentimientos y sus acritudes. Violaría el gran secreto, y la desaparición de aquel dominio privilegiado le procuraría un inmenso placer. Una vez aniquilados el faraón y los permanentes, excluidas las mujeres de cualquier función espiritual, poseería por fin los tesoros de Osiris.

—¿Has vuelto a ver a Shab? —preguntó el Anunciador.

—Se oculta en una capilla, junto a la terraza del Gran Dios, y aguarda vuestras instrucciones.

—¿No hay rondas por este sector?

—Ningún profano está autorizado a penetrar aquí. A veces, algún sacerdote o alguna sacerdotisa vienen a meditar. He elegido un emplazamiento retirado donde Shab no será molestado.

—Descríbeme las protecciones del árbol de vida.

—¡Infranqueables!

El Anunciador esbozó una extraña sonrisa.

—Descríbemelas —exigió con una voz dulce que hizo estremecer a Bega.

La minúscula cabeza de Set que llevaba grabada en la palma de la mano derecha enrojeció.

El dolor lo incitó a hablar sin más demora.

—Se plantaron cuatro acacias en torno al árbol de vida. Están impregnadas de magia y engendran un campo de fuerzas permanente. Ninguna energía exterior puede franquearlo. En ellas se encarnan los cuatro hijos de Horus. Un relicario formado por cuatro leones refuerza su eficacia. Esos vigilantes, de ojos perpetuamente abiertos, se alimentan de Maat. El símbolo de la provincia de Abydos, un astil que tiene en lo alto un escondrijo que oculta el secreto de Osiris, anima ese relicario. Nadie puede tocarlo sin quedar fulminado. Y no olvidemos el oro de Punt y de Nubia: recubre el tronco de la acacia y la hace inatacable.

—Muy pesimista me pareces, amigo mío.

—¡Realista, señor!

—¿Acaso olvidas mis poderes?

—Claro que no, pero semejante dispositivo…

—Cualquier fortaleza, por mágica que sea, tiene un punto débil. Y yo lo descubriré. ¿Es accesible el templo de Sesostris?

—Siempre que se cumpla con una función precisa.

—Cuando haya terminado las fumigaciones, encuéntrame una.

—No será fácil, porque…

—Nada de excusas, Bega. Debo conocerlo todo de Abydos.

—¡Ni yo mismo puedo cruzar el umbral de todos los santuarios!

—¿Cuáles te están prohibidos?

—La morada de eternidad de Sesostris y la tumba de Osiris, cuya puerta debe permanecer sellada. Allí se oculta el recipiente que contiene la vida secreta del dios.

—¿Lo sacan, a veces?

—Lo ignoro.

—¿Por qué no te has informado, Bega?

—Porque la jerarquía me lo impide. Cada permanente, incluido yo, lleva a cabo una tarea precisa. Nuestro superior, el Calvo, vela por el perfecto cumplimiento de nuestros deberes. En caso de falta, venial incluso, el culpable es despedido.

—Entonces, no debes cometer ninguna. ¿Acaso un desfallecimiento por tu parte no equivaldría a una traición?

Frente al Anunciador, Bega perdía su seguridad y sólo pensaba en obedecer.

La voz incitadora de una joven lo hizo olvidar su espanto.

—¿Puedo entrar? Os traigo el pan y la cerveza.

El propio Anunciador apartó la estera para dejar libre el paso.

Apareció una hermosa morena, de pechos pequeños y redondos. Con el brazo izquierdo sujetaba el cesto que llevaba en la cabeza.

Con la mano derecha agarraba el asa de una jarra. Iba vestida con una falda de cuadrícula azul y negra, sujeta por un cinturón azul, y en las muñecas y los tobillos llevaba unos modestos brazaletes. Viva, sensual, atractiva, Bina dejó su carga, se arrodilló ante el Anunciador y le besó las manos.

—He aquí la reina de la noche —declaró él, satisfecho—. Aunque ya sea incapaz de transformarse en leona, su capacidad para hacer daño sigue siendo considerable.

—¡No… no puedes entrar aquí! —protestó Bega.

—Al contrario —respondió ella, cortante—, pues acabo de ser nombrada sirvienta de los sacerdotes permanentes, a quienes proporcionaré vestido y alimento todos los días.

—¿Ha dado su conformidad el Calvo?

—El comandante de las fuerzas de seguridad lo ha convencido de que no encontraría temporal más abnegada ni más eficaz que yo. A pesar de su desconfianza, ese abrupto oficial sigue siendo un hombre. Mi modestia lo ha seducido.

—De modo que te acercarás a la cima de la jerarquía masculina —observó el Anunciador—. El sacerdote encargado de la vigilancia de la tumba de Osiris será tu objetivo prioritario.

—Sed extremadamente prudentes —recomendó Bega, inquieto—. Sin duda, el Calvo ha tomado precauciones que yo ignoro. Nadie sabe qué potencia pondréis en marcha al violar ese santuario.

—Sobre el primer punto, espero informaciones precisas de tu parte. No te preocupes por el segundo.

—Señor, la irradiación de Osiris… —¿Es que no comprendes que Iker y Osiris van a desaparecer para siempre?