Pues no tendremos ningún descanso —declamó Homero—, por corto que sea, hasta la hora en que la noche venga a separarnos y a calmar nuestro ardor. Bajo el pesado escudo que protege el cuerpo entero, el pecho estará empapado en sudor; la mano permanecerá en la empuñadura de la espada.»
—Estos versos de vuestra Ilíada ¿acaso anuncian el regreso de la guerra? —preguntó Ramsés.
—Sólo hablo del pasado.
—¿No prefigura el futuro?
—Egipto empieza a seducirme; no me gustaría verlo sumirse en el caos.
—¿Por qué ese temor?
—He prestado atención a mis compatriotas; su reciente excitación me inquieta. Juraría que su sangre hierve como ante las murallas de Troya.
—¿Sabéis algo más?
—Sólo soy un poeta, y mi vista disminuye.
Helena agradeció a la reina Tuya que le concediera una entrevista en circunstancias tan dolorosas. En el rostro de la gran esposa real, maquillada con refinamiento, no se advertía ninguna huella de sufrimiento.
—No sé como…
—Las palabras son inútiles, Helena.
—Mi pena es sincera, ruego a los dioses para que el rey se cure.
—Os lo agradezco. Yo también invoco al invisible.
—Estoy inquieta, muy inquieta…
—¿Qué teméis?
—Menelao está alegre, demasiado alegre; él, habitualmente tan sombrío, parece exultar. ¡Está persuadido de llevarme pronto a Grecia!
—Aunque Seti desaparezca, seréis protegida.
—Temo que no, majestad.
—Menelao es mi huésped; no tiene ningún poder de decisión.
—¡Quiero quedarme aquí, en este palacio, cerca de vos!
—Calmaos, Helena; no corréis ningún riesgo.
A pesar de las afirmaciones tranquilizadoras de la reina, Helena temía la maldad de Menelao. Su actitud probaba que urdía una conspiración para sacar a su mujer de Egipto. ¿La cercana muerte de Seti sería la ocasión soñada? Helena decidió investigar las actuaciones de su marido. La vida de Tuya quizá estuviera en peligro. Cuando Menelao no obtenía lo que deseaba, se volvía violento. Y he aquí que hacía tiempo, mucho tiempo, que esta violencia no se había manifestado.
Ameni leyó la carta que había escrito Dolente a Ramsés.
Queridísimo hermano: Mi marido y yo nos preocupamos por tu salud y más aún por la de nuestro padre venerado, el faraón Seti. Algunos rumores insinúan que está gravemente enfermo. ¿No ha llegado el tiempo del perdón? Mi lugar está en Menfis. Confiando en tu bondad, estoy convencida de que olvidarás la falta de mi marido y le permitirás, a mi lado, testimoniar su afecto a Seti y a Tuya. En estos penosos momentos nos daremos mutuamente el consuelo que tanto necesitamos. Lo importante es formar de nuevo una familia unida, sin ser esclavos del pasado.
Confiando en tu clemencia, Sary y yo esperamos tu respuesta con impaciencia.
—Léela otra vez, lentamente —exigió el regente.
Ameni se apresuró a hacerlo, nervioso.
—Yo —murmuró—, no respondería.
—Coge un papiro nuevo.
—¿Debemos ceder?
—Dolente es mi hermana, Ameni.
—Mi desaparición no la habría hecho llorar. Pero yo no pertenezco a la familia real.
—¡Ahora te amargas!
—La clemencia no siempre es buena consejera; tu hermana y su marido sólo pensarán en traicionarte.
—Escribe, Ameni.
—Me duele la muñeca. ¿No quieres enviar tú mismo el perdón a tu hermana?
—Escribe, te lo ruego.
Rabioso, Ameni apretó el cálamo.
—El texto será corto: «No se os ocurra regresar a Menfis, so pena de comparecer ante el tribunal del visir, y manteneos alejados del faraón.»
El cálamo de Ameni corrió con alegría sobre el papiro.
Dolente pasó largas horas en compañía de Iset la bella, tras haberle mostrado la insultante respuesta de Ramsés. La intransigencia del regente, su violencia, su sequedad de corazón ¿no presagiaban a su segunda esposa y a su hijo un sombrío porvenir?
Era forzoso admitir que Chenar había tenido razón al estigmatizar los defectos de su hermano. Sólo le interesaba el poder absoluto. A su alrededor, no sembraría más que destrucción e infortunio. A pesar del afecto que le había tenido, Iset no tenía más remedio que emprender una lucha sin cuartel contra Ramsés. También Dolente, su propia hermana, se veía obligada a actuar así.
El futuro de Egipto era Chenar. Iset la bella debía olvidar a Ramsés, casarse con el nuevo amo del país y fundar una verdadera familia.
Sary añadió que el gran sacerdote de Amón y numerosos notables compartían la opinión de Chenar y lo apoyarían cuando hiciera valer sus derechos de sucesión al trono, después de la desaparición de Seti. Debidamente informada, Iset la bella podía tomar el destino en sus manos.
Cuando Moisés entró en la obra, poco después del alba, ningún cantero estaba trabajando. Sin embargo, se trataba de un día corriente, y la conciencia profesional de aquellos obreros cualificados no podía ser puesta en duda. En su cofradía, toda ausencia debía ser justificada.
Pero la sala de columnas de Karnak, que sería la más amplia de Egipto una vez terminada, estaba desierta. Por primera vez, el hebreo disfrutaba de un silencio que no turbaba el canto de mazos y cinceles. Contempló las figuras de las divinidades grabadas en las columnas y admiró las escenas de ofrenda que unían al faraón con esas divinidades. Lo sagrado se expresaba allí con una fuerza extraordinaria que trascendía el alma humana.
Moisés permaneció solo durante horas. Sentía como si poseyera aquel lugar mágico en el que mañana habitarían fuerzas creadoras necesarias para la supervivencia de Egipto. Pero ¿eran ellas la mejor expresión de lo divino? Por fin divisó a un capataz que buscaba unas herramientas olvidadas al pie de una columna.
—¿Por qué se ha interrumpido el trabajo?
—¿No os han avisado?
—Vengo de la cantera de Gebel Silsileh.
—El maestro de obras nos ha anunciado esta mañana la interrupción de la obra.
—¿Por qué razón?
—El faraón en persona debía darnos el plan completo de la obra, pero está retenido en Menfis. En cuanto venga a Tebas, podremos continuar.
Esta explicación no satisfizo a Moisés. Aparte de una enfermedad grave, ¿qué motivo habría impedido a Seti acudir a Tebas para ocuparse de una obra tan importante?
La desaparición de Seti… ¿Quién la habría imaginado?
Ramsés debía de estar desesperado.
Moisés tomaría el primer barco que saliera para Menfis.
—Acércate, Ramsés.
Seti estaba tendido en una cama de madera dorada, colocada junto a una ventana a través de la cual el sol poniente entraba en la habitación e iluminaba su cara, cuya serenidad consternó a su hijo.
¡La esperanza renacía! Seti tenía de nuevo fuerzas para recibir a Ramsés; las huellas del sufrimiento se esfumaban. Había ganado una batalla contra la muerte.
—El faraón es la imagen del creador que se ha creado a sí mismo —declaró Seti—. Él actúa para que Maat esté en su justo lugar. Una vez realizados los actos en beneficio de los dioses, Ramsés, sé el pastor de tu pueblo, da vida a los seres humanos, grandes y pequeños, sé Vigilante tanto de noche como de día, busca cualquier ocasión para actuar de manera que seas útil.
—Tal es vuestro papel, padre mío, y lo realizaréis aún mucho tiempo.
—He visto mi muerte. Se acerca. Su rostro es el de la diosa de Occidente, joven y sonriente. No es una derrota, Ramsés, sino un viaje. Un viaje por la inmensidad del universo para el que me he preparado y para el que deberás prepararte desde el primer día de tu reinado.
—¡Quedaos, os lo suplico!
—Tú has nacido para mandar, no para suplicar. Para mí ha llegado la hora de vivir la muerte y sufrir la experiencia de las transformaciones en lo invisible. Si mi existencia ha sido justa, el cielo abrazará mi ser.
—Egipto os necesita…
—Desde el tiempo de los dioses, Egipto es la hija única de la luz, y el hijo de Egipto está sentado en un trono de luz. A ti te toca sucederme, Ramsés, continuar mi obra e ir más allá; tú, cuyo nombre significa «hijo de la luz».
—Tengo tantas preguntas que haceros, tantas enseñanzas por descubrir…
—Desde el primer encuentro con el toro salvaje, te he preparado, pues nadie conoce el instante en el que el destino asesta su golpe definitivo. Tú, no obstante, deberás descubrir sus secretos, pues deberás guiar a todo un pueblo.
—No estoy preparado para ello.
—Nadie lo está nunca. Cuando tu antepasado, el primer Ramsés, abandonó esta tierra para volar hacia el sol, yo estaba tan angustiado y perdido como tú puedas estarlo hoy. Quien desea reinar, es un insensato o un incapaz. Sólo la mano de Dios se adueña de un hombre para hacer de él un ser sacrificado. Como faraón, serás el primer servidor de tu pueblo, un servidor que ya no tendrá derecho al descanso y a las tranquilas alegrías del resto de los hombres. Estarás solo, no desesperadamente solo como un perturbado, sino semejante al capitán de un barco que debe elegir el buen camino distinguiendo la verdad de las potencias misteriosas que lo rodean. Ama a Egipto más que a tu ser y el camino se desvelará.
El oro del sol poniente bañó el tranquilo rostro de Seti. Del cuerpo del faraón emanaba una extraña claridad, como si él mismo fuera una fuente de luz.
—Tu camino estará sembrado de trampas —predijo—, y deberás enfrentarte a temibles enemigos, puesto que la humanidad prefiere el mal a la armonía. Pero la fuerza de vencer residirá en tu corazón si sabes hacerlo holgado. La magia de Nefertari te protegerá, pues su corazón es el de una gran esposa real. Sé el halcón que vuela alto en el cielo, hijo mío, mira el mundo y a los seres con su penetrante mirada.
La voz de Seti se apagó, sus ojos se levantaron hacia más allá del sol, hacia otro universo que sólo él era capaz de ver.
Chenar dudaba en desencadenar la ofensiva de sus aliados.
Que Seti estaba condenado, nadie lo dudaba, pero había que esperar el anuncio oficial de su fallecimiento. Toda precipitación iría en contra de sus designios. Mientras el faraón viviera, ninguna rebelión sería perdonable. Luego, durante la vacante del poder supremo que duraría setenta días, tiempo necesario para la momificación, Chenar no atacaría al rey, sino a Ramsés. Y Seti ya no estaría allí para imponerlo como su sucesor.
Menelao y los griegos hervían de impaciencia. Dolente y Sary, que habían obtenido la adhesión de Iset la bella, se habían asegurado la neutralidad benévola del gran sacerdote de Amón y la activa amistad de numerosos notables tebanos.
Meba, el ministro de Asuntos Exteriores, había trabajado bien en la corte a favor del reinado de Chenar.
Un abismo se abriría bajo los pies de Ramsés. El joven regente de veintitrés años se había equivocado al creer que la sola palabra de su padre bastaría para ofrecerle el trono.
¿Qué suerte debía reservarle Chenar? Si se mostraba razonable, un puesto honorífico en los oasis o en Nubia. Aunque tal vez buscaría aliados, por miserables que fueran, para sublevarse contra el poder establecido. Su impetuosidad casaba mal con un exilio definitivo. No, había que cortarlo de raíz. La muerte era la mejor solución, pero a Chenar le repugnaba suprimir a su propio hermano.
Lo más inteligente sería confiarlo a Menelao y que se lo llevara a Grecia, so pretexto de que el antiguo regente, tras renunciar a convertirse en faraón, tenía ganas de viajar. El rey de Lacedemonia lo retendría prisionero en aquella lejana región, donde Ramsés se marchitaría, olvidado de todos. En cuanto a Nefertari, conforme a su vocación inicial, sería recluida en un templo de provincias.
Chenar hizo llamar a su peluquero, su manicuro y su pedicuro. El futuro amo de Egipto debía ser de una distinción sin tacha.
La gran esposa real anunció personalmente a la corte el fallecimiento de Seti. En el año quince de su reinado, el faraón había vuelto su rostro hacia el más allá, hacia su madre celeste, que lo daría a luz cada noche para hacerlo renacer al despuntar el alba como un nuevo sol. Sus hermanos los dioses lo acogerían en los paraísos, donde, curado de la muerte, viviría de Maat.
El período de luto se inició inmediatamente.
Los templos fueron cerrados y la actividad ritual se interrumpió, a excepción de los cantos fúnebres, mañana y tarde.
Durante setenta días, los hombres no se afeitarían, las mujeres soltarían sus cabellos, y no se consumiría ni carne ni vino. Los despachos de los escribas permanecerían vacíos, la administración entraría en un letargo.
Con el faraón muerto y el trono vacío, Egipto entraba en lo desconocido. Todos temían aquel período lleno de peligros, durante el cual Maat podía alejarse para siempre. A pesar de la presencia de la reina y del regente, el poder supremo estaba vacante. Atraídas por esta situación, las potencias de las tinieblas se manifestarían de mil y una maneras para privar a Egipto de su aliento vital y aprisionarlo en su seno.
En las fronteras, el ejército fue puesto en estado de alerta.
La noticia de la muerte de Seti se propagaría con rapidez por el extranjero y suscitaría codicias. Los hititas y otros pueblos guerreros ¿atacarían las franjas del Delta o prepararían una invasión masiva, con la cual también soñaban los piratas y los beduinos? Con su sola estatura, Seti los reducía a la impotencia. Desaparecido éste, ¿Egipto sabría defenderse?
El mismo día del fallecimiento, el cadáver de Seti fue transportado a la sala de purificación, en la orilla oeste del Nilo. La gran esposa real presidió el tribunal reunido para juzgar al rey muerto. Ella misma, sus hijos, el visir, los miembros del consejo de sabios, los principales dignatarios, los servidores de su casa, todos ellos declararon, después de haber prestado juramento y prometido decir la verdad, que Seti había sido un justo y que no tenían ninguna queja que emitir contra él.
Los vivos habían dado su veredicto. El alma de Seti podía ir al encuentro del barquero, cruzar el río del otro mundo y bogar hacia la orilla de las estrellas. Aún faltaba transformar su cuerpo mortal en Osiris y momificarlo según los ritos reales.
En cuanto los momificadores hubieran procedido a la extracción de las vísceras y a la deshidratación de las carnes gracias al natrón y a la exposición al sol, unos ritualistas envolverían al rey con vendas, y Seti partiría hacia el Valle de los Reyes, donde había sido excavada su morada eterna.
Ameni, Setaú y Moisés estaban inquietos. Ramsés se encerraba en el silencio. Después de haber agradecido a sus amigos su presencia, se había aislado en sus apartamentos. Sólo Nefertari lograba intercambiar unas palabras con él, sin conseguir arrancarlo de su desesperación.
Ameni estaba tanto más angustiado cuanto que Chenar, tras haber manifestado su pena con la ostentación necesaria, desplegaba una sorprendente actividad, contactando con los responsables de los diversos ministerios y tomando a su cargo la administración del país. Con el visir, había insistido en su desinterés y su preocupación por preservar la prosperidad del reino, a pesar del período de luto.
Tuya tendría que haber sermoneado a su hijo mayor. Pero la reina no abandonaba a su marido. Encarnación de la diosa Isis, ocupaba un papel mágico, indispensable en la resurrección. Hasta el momento en que Osiris Seti fuera colocado en el sarcófago, «el maestro de la vida», la gran esposa real no se preocuparía de los asuntos de este mundo.
Chenar tenía el campo libre.
El león y el perro amarillo se mantenían estrechamente unidos a su amo, como si buscaran atenuar su sufrimiento.
Con Seti, el futuro era risueño. Bastaba escuchar sus consejos, obedecerle y seguir su ejemplo. ¡Bajo sus órdenes, habría sido tan sencillo y tan alegre reinar! Ni por un instante había imaginado Ramsés que estaría solo, sin aquel padre cuya mirada disipaba las tinieblas.
Quince años de reinado. ¡Qué breves habían sido, demasiado breves! Abydos, Karnak, Menfis, Heliópolis, Gurnah, y tantos otros templos que cantarían para siempre la gloria de aquel constructor, digno de los faraones del Antiguo Imperio.
Pero él ya no estaba allí, y los veintitrés años de Ramsés le parecían a la vez demasiado livianos para reinar y demasiado pesados de llevar.
¿En verdad merecía aquel rotundo nombre de «hijo de la luz»?