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La buena sociedad menfita se sintió escandalizada. ¿Acaso no ofrecía suficientes hijos valerosos al ejército, unos hijos dignos de garantizar la protección del regente? Ver a semejante bárbaro a la cabeza de su guardia personal constituía un insulto para la nobleza, aunque —según la opinión general— la presencia de Serramanna, que había conservado su atavío sardo, fuera por demás disuasiva. Claro, los demás piratas, culpables de saqueo, habían sido enviados a las minas, donde purgaban su pena, pero ¿acaso su jefe no tenía ahora una posición envidiable? Si atacaba a Ramsés por la espalda, nadie compadecería al regente.

Chenar se felicitaba de este nuevo paso en falso. Aquella decisión indignante probaba que sólo la fuerza bruta fascinaba a su hermano. Desdeñaba los banquetes y las recepciones y prefería interminables paseos a caballo por el desierto, un entrenamiento intensivo de tiro al arco y de espada, y peligrosos combates con su león.

Serramanna se convirtió en su compañero preferido; intercambiaron lo que sabían de la ciencia en el combate con manos libres o con armas y terminaron por aliar poder y agilidad.

Los egipcios puestos bajo el mando del gigante no manifestaron ninguna queja. También ellos recibieron una formación intensiva que los convirtió en soldados de élite, albergados y alimentados en excelentes condiciones.

Ramsés mantuvo su promesa: Serramanna se convirtió en propietario de una villa de ocho habitaciones, con un pozo y un jardín con árboles. Su bodega fue provista con ánforas de vino viejo y su cama acogió libias y nubias poco ariscas, fascinadas por la estatura del extranjero.

Aunque permaneció fiel a su casco, a su coraza, a su espada y a su escudo redondo, el sardo olvidó Cerdeña. Allá era pobre y despreciado; en Egipto, rico y considerado. Sentía por Ramsés una infinita gratitud. No sólo le había salvado la vida, sino que, además, le había proporcionado la vida soñada.

Cualquiera que amenazara al regente se las vería con él.

La crecida del año catorce del reinado de Seti se anunciaba mala. El débil ascenso de las aguas podía acarrear hambruna.

En cuanto el rey recibió la confirmación de los especialistas de Asuán que examinaban el río y consultaban su documentación, rica en observaciones anteriores, convocó a Ramsés. A pesar de la fatiga que ya no lo abandonaba, el faraón llevó a su hijo a Gebel Silsileh, el lugar donde las orillas se estrechaban.

Según antiguas tradiciones, Hapy, la energía de la crecida, surgía allí de dos cavernas, creando así un agua pura y nutricia.

A fin de restablecer la armonía, Seti ofreció al río cincuenta y cuatro jarras de leche, trescientos panes blancos, setenta pasteles, veintiocho jarras de miel, veintiocho cestos de uva, veinticuatro de higos, veintiocho de dátiles, granadas, frutos de azufaifa y de persea, pepinos, judías, estatuillas de loza, cuarenta y ocho jarras de incienso, oro, plata, cobre, alabastro, y pasteles con forma de buey, oca, cocodrilo e hipopótamo.

Tres días después, el nivel del agua había subido, pero de manera insuficiente. Ya sólo quedaba una débil esperanza.

La Casa de Vida de Heliópolis era la más antigua de Egipto. Allí eran conservados los libros que encerraban los misterios del cielo y de la tierra, rituales secretos, mapas celestes, anales de la realeza, profecías, textos mitológicos, obras de medicina y cirugía, tratados de matemáticas y de geometría, las claves de interpretación de los sueños, diccionarios de jeroglíficos, manuales de arquitectura, de escultura y de pintura, inventarios de objetos rituales que debían poseer los templos, calendarios de las fiestas, la compilación de fórmulas mágicas, las Sabidurías redactadas por los antiguos y textos de «transformación en luz», que permitían viajar al otro mundo.

—Para un faraón —declaró Seti—, no hay lugar más importante. Cuando te asalte la duda, ven aquí y consulta los archivos. La Casa de Vida es el pasado, el presente y el futuro de Egipto; recoge su enseñanza y verás, como yo he visto.

Seti pidió al superior de la Casa de Vida, un sacerdote de edad que ya no tenía contacto con el mundo exterior, que le trajera el Libro del Nilo. De esta tarea se encargó un ritualista, al que Ramsés reconoció.

—¿Tú no eres Bakhen, el encargado de las cuadras del reino?

—Lo era, y al mismo tiempo realizaba mi función de servidor del templo; desde mi vigésimo primer aniversario, abandoné mis funciones profanas.

Robusto, con el rostro cuadrado y grave, sin la corta barba que lo endurecía, los brazos gruesos, la voz grave y ronca, Bakhen no parecía un erudito preocupado por la sabiduría de los antiguos.

Desenrolló el papiro sobre una mesa de piedra y se retiró.

—No te olvides de ese hombre —recomendó Seti—. Dentro de pocas semanas irá a Tebas y entrará al servicio de Amón de Karnak. Su destino se cruzará de nuevo con el tuyo.

El rey leyó el vetusto documento, redactado por uno de sus predecesores de la tercera dinastía, más de trescientos años antes. En contacto con el espíritu del Nilo, indicaba los pasos necesarios para satisfacer al río durante las crecidas demasiado escasas.

Seti encontró la solución: la ofrenda hecha en Gebel Silsileh debía ser repetida en Asuán, Tebas y Menfis.

Seti volvió agotado de aquel largo viaje. Cuando los mensajeros le informaron que la crecida sería casi normal, dio orden a los jefes de provincia de vigilar con un cuidado especial la calidad de los diques y de los embalses. Una vez evitada la catástrofe, era necesario no perder ni una gota de agua.

Cada mañana, el rey, con el rostro cada vez más demacrado, recibía a Ramsés y le hablaba de Maat, la diosa de la justicia simbolizada por una mujer de apariencia frágil o por una pluma, la rectora, que dirige el vuelo de los pájaros. Sin embargo, sólo ella debía reinar para mantener la cohesión entre los seres. Gracias al respeto de la regla divina, el sol aceptaría brillar, el trigo crecería, el débil sería protegido del fuerte, reciprocidad y solidaridad serían las leyes cotidianas de Egipto.

Al faraón le correspondía decir y hacer Maat, practicar la rectitud, más importante que mil acciones relevantes.

Sus palabras alimentaban el alma de Ramsés, que no se atrevía a preguntar a su padre por su salud, consciente de que abandonaba lo habitual y contemplaba otro universo, cuya energía transmitía a su hijo. Éste sintió que no debía desperdiciar un solo minuto de aquellas enseñanzas; así pues, descuidó a Nefertari, a Ameni y a sus amigos para recoger la voz del faraón.

La esposa de Ramsés lo alentaba a actuar así; con la ayuda de Ameni, lo liberó de mil y una obligaciones, de manera que fuese el servidor de Seti y el heredero de su poder.

Según las informaciones obtenidas, la duda ya no era posible: el mal que sufría Seti adquiría proporciones alarmantes.

Afligido, con lágrimas en los ojos, Chenar anunció la terrible noticia a la corte y la transmitió a los grandes sacerdotes de Amón y a los jefes de provincia. Los médicos conservaban la esperanza de prolongar la vida del soberano, aunque se temía un desenlace fatal. Y este drama se vería aumentado por una catástrofe: la coronación de Ramsés.

Los que deseaban evitarlo y apoyaban a Chenar debían estar preparados. Por supuesto este último intentaría persuadir a su hermano de que era incapaz de asumir la función suprema, pero ¿sería escuchada la voz de la razón? Si la salvaguarda del país lo imponía, quizá habría que recurrir a otros métodos, condenables en apariencia, pero que eran el único medio para impedir que un ser belicoso arruinara Egipto.

El discurso moderado y realista de Chenar fue bien acogido. Todos deseaban que el reinado de Seti durara mucho tiempo, pero se preparaban para lo peor.

Los soldados griegos de Menelao, reconvertidos en comerciantes, bruñeron las armas. Bajo las órdenes de su rey, formarían una milicia tanto más eficaz cuanto que nadie consideraba la posibilidad de un golpe de fuerza por parte de unos apacibles extranjeros bien integrados en la población. Al acercarse la insurrección, el soberano de Lacedemonia tenía prisa por luchar. Manejaría su pesada espada, atravesaría vientres y pechos, cortaría miembros y rompería cabezas con el mismo ardor que en el campo de batalla de Troya. Luego se iría a su país con Helena y le haría pagar sus faltas y su infidelidad.

Chenar era optimista. La diversidad y la calidad de sus aliados parecían prometedoras. No obstante, un personaje lo molestaba: el sardo Serramanna. Al alistarlo como jefe de su guardia personal, Ramsés había contrarrestado, sin saberlo, una de las iniciativas de su hermano, que pensaba destinar un oficial griego a la seguridad del regente. El mercenario no podría acercarse a Ramsés sin el consentimiento del gigante. La conclusión se imponía por sí misma: Menelao debía matar al sardo, cuya desaparición no provocaría ningún trastorno.

El conjunto del dispositivo de Chenar estaba a punto. Sólo quedaba esperar la muerte de Seti para que comenzara la acción.

—Tu padre no te recibirá esta mañana —se lamentó Tuya.

—¿Ha empeorado? —preguntó Ramsés.

—El cirujano ha renunciado a operar. Para calmar el dolor, le ha administrado un potente somnífero a base de mandrágora.

Tuya mantenía una dignidad notable, pero la pena se manifestaba en sus palabras.

—Dime la verdad: ¿queda alguna esperanza?

—No lo creo; su organismo está muy debilitado. A pesar de su robusta constitución, tu padre habría tenido que descansar más. Pero ¿cómo convencer a un faraón de que no se preocupe por la dicha de su pueblo?

Ramsés vio lágrimas en los ojos de su madre y la estrechó contra él.

—Seti no teme la muerte. Su morada eterna ha sido acabada. Él está dispuesto a comparecer ante Osiris y los jueces del otro mundo. Cuando sus actos sean acumulados a su lado, no tendrá nada que temer del monstruo que devora a aquellos que han traicionado a Maat: tal es el juicio que yo rendiré en esta tierra.

—¿Cómo puedo ayudarte?

—Prepárate, hijo mío, prepárate para hacer vivir eternamente el nombre de tu padre, para poner tus pasos en los pasos de tus antepasados, para hacer frente al desconocido rostro del destino.

Setaú y Loto salieron caída la noche. El agua se había retirado de las tierras bajas, el campo había recuperado su aspecto habitual. Aunque de débil intensidad, la crecida había purificado el país, liberándolo de muchos roedores y reptiles, ahogados en sus antros. Los que habían sobrevivido eran los más resistentes y los más astutos; así pues, el veneno de finales de verano presentaba características notables.

El cazador de serpientes había puesto la mirada sobre un sector del desierto del este que conocía bien; soberbias cobras, de mordedura mortal, vivían allí. Setaú se dirigió hacia la madriguera de la más grande de ellas, de costumbres imperturbables. Con los pies desnudos, Loto caminaba tras él. A pesar de su experiencia y de su sangre fría, él se negaba a hacerle correr el menor riesgo. La hermosa nubia tenía un bastón bifurcado, un saco de tela y una redoma; clavar el reptil en el suelo y hacerle escupir una parte del veneno eran tareas triviales.

La luna llena iluminaba el desierto. Ésta enardecía a las serpientes y las incitaba a aventurarse más allá de su territorio. Setaú canturreaba en voz baja, insistiendo en las notas graves que gustaban a las cobras. En el lugar que había localizado, un hueco entre dos piedras planas, unas ondulaciones en la arena atestiguaban el paso de un enorme reptil.

Setaú se sentó, sin dejar de canturrear; la cobra se estaba retrasando.

Loto se echó al suelo a la manera de una nadadora que se zambulle en un estanque. Atónito, Setaú la vio luchando con la cobra negra que él quería atrapar. El combate fue breve: la nubia la introdujo en el saco.

—Te atacaba por la espalda —explicó ella.

—Es algo totalmente anormal —juzgó Setaú—. Si las serpientes pierden la cabeza es que se prepara algún cataclismo.