La vida del pueblo de pescadores era apacible. Al borde del mar, se beneficiaba de la protección de una escuadra de policías que constaba de unos diez hombres encargados de observar la circulación de los navíos. La tarea no era agobiante. De vez en cuando, un barco egipcio tomaba la dirección norte. El jefe de la escuadra, un sexagenario barrigón, anotaba el nombre y la fecha de paso en una tableta. En cuanto a los marinos que regresaban del extranjero, tomaban otra boca del Nilo.
Los policías ayudaban a los pescadores a echar las redes y a mantener sus barcas. Se hartaban de pescado, y los días de fiesta, el jefe de escuadra aceptaba compartir las raciones de vino proporcionadas cada quince días por la administración.
El juego de los delfines era la distracción favorita de la pequeña comunidad, que no se cansaba de sus saltos armoniosos y de sus locas carreras. Por la noche, un viejo pescador contaba leyendas: no lejos de allí, en los marjales, la diosa Isis se había ocultado con su recién nacido, Horus, para sustraerlo al furor de Seth.
—Jefe, un barco.
Tendido en su estera, a la hora de la siesta, el policía no tenía ganas de levantarse.
—Hazle señales y anota su nombre.
—Viene hacia nosotros.
—Habrás visto mal… Obsérvalo mejor.
—Viene hacia nosotros, seguro.
El jefe se levantó, intrigado. No era el día del vino. El consumo de cerveza dulce no podía provocar una alucinación de aquella envergadura.
Desde la playa se distinguía una embarcación de buen tamaño que venía derecha hacia el pueblo.
—No es egipcio…
Ningún barco griego atracaba en aquel lugar. Las órdenes eran precisas: rechazar al intruso y ordenarle dirigirse hacia el oeste, donde sería puesto a cargo de la marina del faraón.
—Equipaos —ordenó el jefe a sus hombres, que ya habían perdido la costumbre de manejar la lanza, la espada, el arco y el escudo.
A bordo del extraño buque venían hombres de piel mate, con rizados bigotes, tocados con cascos adornados de cuernos, el pecho protegido por una coraza metálica, armados con espadas muy puntiagudas y escudos redondos.
En la proa había un gigante.
Era tan espantoso que los policías egipcios retrocedieron.
—Un demonio —murmuró uno de ellos.
—Sólo es un hombre —rectificó el jefe—; abatidle.
Dos arqueros dispararon al mismo tiempo. La primera flecha se perdió en el aire, la segunda pareció clavarse en el busto del gigante. Pero éste la rompió de un golpe de espada antes de que lo alcanzara.
—¡Allá! —gritó un policía—; ¡otro barco!
—Una invasión —constató el jefe—. Repleguémonos.
Ramsés conocía la felicidad.
Una felicidad diaria, fuerte como el viento del sur, suave como el viento del norte. Nefertari transformaba cada instante en plenitud, esfumaba sus preocupaciones, orientaba sus pensamientos hacia la luz. Junto a ella, los días se iluminaban con una suave claridad. La joven sabía apaciguarlo sin contener el fuego que lo animaba. Pero ¿no era la portadora de un extraño futuro, casi inquietante, el de un reinado que se anunciaba?
Nefertari lo sorprendía. Ella habría podido contentarse con una existencia tranquila y fastuosa, pero poseía la soberana elegancia de una reina. ¿De qué destino sería soberana o sirvienta? Nefertari era un misterio. Un misterio de sonrisa encantadora, muy cercana a la diosa Hathor, tal como la había visto en la tumba del primer Ramsés, su antepasado.
Iset la bella era la tierra, Nefertari el cielo. Ramsés tenía necesidad de ambas, pero sólo experimentaba pasión y deseo por la primera.
Nefertari era el amor.
Seti contemplaba el sol poniente. Cuando Ramsés lo saludó, el crepúsculo había invadido el palacio. El rey no había encendido ninguna lámpara.
—Hay un informe alarmante de la policía del Delta —le informó a su hijo—. Mis consejeros creen que es un incidente menor, pero estoy convencido de que se equivocan.
—¿Qué ha pasado?
—Unos piratas han atacado un pueblo de pescadores, a orillas del Mediterráneo. Los policías encargados de la vigilancia costera se han batido en retirada, pero afirman controlar la situación.
—¿Acaso mienten?
—Tú deberás averiguarlo.
—¿Qué sospecháis?
—Esos piratas son temibles saqueadores. Si intentan una incursión hacia el interior, sembrarán el terror.
Ramsés se indignó.
—¿La policía costera es incapaz de asegurar nuestra seguridad?
—Los responsables quizá han subestimado el peligro.
—Parto de inmediato.
El rey contempló de nuevo el poniente. Le habría gustado acompañar a su hijo, volver a ver los paisajes acuáticos del Delta, encarnar la autoridad del Estado al frente del ejército.
Pero después de catorce años de reinado, la enfermedad lo desgastaba. Por suerte, la fuerza que poco a poco lo abandonaba pasaba a la sangre de Ramsés.
Los policías se habían reagrupado a unos treinta kilómetros de la costa, en una pequeña aldea a orillas de uno de los ramales del Nilo. Habían edificado a toda prisa fortificaciones de madera, en espera de socorro. A la llegada de las tropas mandadas por el regente, salieron de sus refugios y corrieron en dirección de sus salvadores, con su barrigón jefe a la cabeza.
Se prosternó ante el carro de Ramsés.
—¡Estamos indemnes, majestad! Ni un solo herido.
—Levantaos.
A la alegría espontánea le sucedió un ambiente helado.
—Nosotros… no éramos lo bastante numerosos para resistir. Los piratas nos habrían aniquilado.
—¿Qué sabéis de su avance?
—Han abandonado la costa y se han apoderado de otro pueblo.
—¡Y todo por vuestra cobardía!
—Majestad… El combate habría sido desigual.
—Apartaos de mi camino.
El jefe de escuadra apenas tuvo tiempo de saltar hacia un lado. Con la nariz en el polvo, no vio que el carro del regente se dirigía hacia el barco almirante de una imponente flotilla salida de Menfis. En cuanto estuvo a bordo, Ramsés dio orden de navegar en línea recta hacia el norte.
Llevado por el furor, tanto contra los piratas como contra los policías incompetentes, el regente exigió de los remeros un derroche de energía. No sólo la intensidad no disminuyó, sino que se transmitió al conjunto de la expedición, deseosa de restablecer el orden en la frontera marítima de Egipto.
Ramsés fue directo a su objetivo.
Los piratas, instalados en los dos pueblos de los que se habían apoderado, dudaban acerca de la conducta que debían seguir: prolongar su victoria ampliando el dominio sobre la costa, o bien embarcar con su botín y atacar de nuevo más adelante.
El asalto de Ramsés los sorprendió en el momento del almuerzo, cuando estaban asando pescado. A pesar de la enorme superioridad numérica del adversario, los piratas se defendieron con una increíble ferocidad. El gigante, solo, rechazó a unos veinte infantes, pero sucumbió ante el gran número de adversarios.
Más de la mitad de los piratas fueron muertos, su barco se incendió, pero el jefe se negaba a bajar la cabeza ante Ramsés.
—¿Tu nombre?
—Serramanna.
—¿De dónde vienes?
—De Cerdeña. Me has vencido, pero otros barcos sardos me vengarán. Caerán por decenas y no podrás detenerlos.
Queremos las riquezas de Egipto y las tendremos.
—¿Por qué no os contentáis con vuestro país?
—Conquistar es nuestra razón de ser. Vuestros miserables soldados no resistirán mucho tiempo.
Sorprendido por la insolencia del pirata, un infante levantó el hacha dispuesto a partirle el cráneo.
—¡Atrás! —ordenó Ramsés, que se volvió hacia sus soldados—. ¿Cuál de vosotros acepta luchar en singular combate contra este bárbaro?
No se presentó ningún voluntario.
Serramanna se rio con desdén.
—¡No sois guerreros!
—¿Qué buscas?
La pregunta sorprendió al gigante.
—¡La riqueza, por supuesto! Y luego las mujeres, el mejor vino, una villa con tierras, con…
—Si te ofrezco todo eso, ¿aceptarías convertirte en el jefe de mi guardia personal?
Los ojos del gigante se desorbitaron de pasmo.
—¡Mátame, pero no te burles de mi!
—Un verdadero guerrero sabe tomar una decisión al instante: ¿deseas servir o morir?
—¡Qué me liberen!
Con temor, dos infantes le desataron las muñecas.
Ramsés era alto, pero Serramanna lo superaba por una cabeza. Dio dos pasos en dirección al regente, los arqueros egipcios apuntaron sus flechas hacia él. Si se abalanzaba sobre Ramsés y provocaba un cuerpo a cuerpo para estrangularlo con sus enormes manos, ¿tendrían la posibilidad de tirar sin dañar al hijo de Seti?
Ramsés leyó en los ojos del sardo las ganas de matar, pero permaneció con los brazos cruzados, como si todo aquello no le preocupara. Su adversario no advirtió en el regente ninguna señal de miedo.
Serramanna puso la rodilla en tierra y bajó la cabeza.
—Manda y yo obedeceré.