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La hija de Ramsés y Nefertari sólo vivió dos meses. Débil, sin apetito, había regresado al reino de las sombras. Muy afectada, la joven había inquietado mucho a los médicos. Durante tres semanas, Seti la había magnetizado a diario, devolviéndole así la energía necesaria para vencer su pesar.

El regente estuvo permanentemente junto a su esposa. Nefertari no lanzó ni un solo lamento. La muerte rapaz golpeaba a placer a los recién nacidos, sin preocuparse de su origen. Del amor que sentía por Ramsés nacería otro hijo.

El pequeño Kha estaba bien. Una nodriza se ocupaba de él, mientras Iset la bella tomaba un lugar cada vez más relevante en la sociedad tebana. Prestó un oído benevolente a las quejas de Dolente y su marido, sorprendida de la injusticia cometida por Ramsés. En la gran ciudad del sur se temía el atrevimiento del regente, considerado como un futuro déspota, poco preocupado por la ley de Maat. Iset la bella intentó protestar, pero le opusieron tantos argumentos que la silenciaron. ¿Amaba, pues, a un tirano ávido de poder, un monstruo sin sensibilidad?

Una vez más, las palabras de Chenar le vinieron a la memoria.

Seti no se daba respiro. En cuanto tenía un hueco en sus obligaciones convocaba a Ramsés. En el jardín del palacio, el padre y el hijo conversaban. Seti, que no sentía ninguna atracción por la escritura, legaba sus enseñanzas de manera oral.

Otros reyes habían redactado máximas para preparar a sus sucesores a reinar. Él prefería transmitir de su vieja boca al joven oído.

—Este saber no te bastará —le previno—, pero equivale al escudo y a la espada de un soldado, te permitirá defenderte y atacar. Durante los períodos de felicidad, todos se atribuirán su paternidad. Pero cuando llegue la desdicha, tú serás el único culpable. Si cometes una falta, no acuses a nadie más que a ti mismo, y rectifica. Tal es el justo ejercicio del poder: una permanente rectificación del pensamiento y de la acción. Ha llegado la hora de confiarte una misión en la que me representarás.

Esta revelación no gustó a Ramsés. Gustosamente hubiera escuchado a su padre durante largos años.

—Una pequeña aldea nubia protesta contra la administración del virrey. Los informes que me han llegado son confusos. Ve allá y toma una decisión en nombre del faraón.

Nubia seguía tan hechizante, hasta el punto de hacer olvidar a Ramsés que aquél no era un viaje de placer. Ya ningún peso aplastaba sus hombros. El aire tibio, el viento estallando en las palmeras tebaicas, el ocre del desierto y el rojo de las rocas volvían ligera su alma. Tuvo la tentación de devolver los soldados a Egipto y de perderse, solo, en aquellos paisajes sublimes.

Pero el virrey de Nubia ya se inclinaba ante él, charlatán y servil.

—¿Mis informes os han clarificado?

—A Seti le han parecido confusos.

—Sin embargo, la situación es clara. Esa aldea se ha sublevado; conviene aniquilarla.

—¿Habéis sufrido pérdidas?

—No, gracias a mi prudencia. Esperaba vuestra llegada.

—¿Por qué no se intervino sin tardanza?

El virrey farfulló.

—Como iba a saber… Son muchos, si…

—Llevadme a ese lugar.

—He preparado una colación y…

—Partamos.

—¿Con este calor? Había pensado que al final del día sería más propicio.

El carro de Ramsés se puso en movimiento.

La pequeña aldea nubia dormitaba al borde del Nilo, a la sombra de un palmeral; los hombres ordenaban las vacas, las mujeres preparaban la comida, niños desnudos se bañaban en el río. Unos perros flacuchos dormían al pie de las chozas.

Los soldados egipcios se habían desplegado por las colinas circundantes. Su superioridad numérica parecía aplastante.

—¿Dónde están los sublevados? —preguntó Ramsés al virrey.

—Son esas gentes… No os fiéis de su aspecto pacífico.

Los rastreadores eran concluyentes: ningún guerrero nubio se ocultaba en los alrededores.

—El jefe de esta aldea ha cuestionado mi autoridad —afirmó el virrey—. La respuesta debe ser fulminante. De lo contrario la sedición se extenderá a otras tribus. Debemos tomarla por sorpresa y exterminarlos. El ejemplo golpeará a todos los nubios.

Una mujer acababa de divisar a los soldados egipcios. Gritó. Los niños salieron del agua y corrieron a refugiarse en las chozas junto a sus madres. Los hombres se proveyeron de arcos, flechas y lanzas y se congregaron en el centro de la aldea.

—¡Mirad! —exclamó el virrey—; ¿no tenía razón?

El jefe se adelantó. Con dos largas plumas de avestruz colocadas en sus cabellos rizados y una banda roja sobre el pecho, tenía un porte arrogante. En la mano derecha llevaba una pica de dos metros de largo, decorada con cintas.

—Va a lanzarse al asalto —previno el virrey—. Nuestros arqueros deberían clavarlo en el suelo.

—Soy yo quien da las órdenes —recordó Ramsés—. Que nadie haga un gesto agresivo.

—Pero… ¿qué pensáis hacer?

Ramsés se sacó el casco, la coraza y las espinilleras. Dejó la espada y el puñal, y bajó la pendiente rocosa.

—¡Majestad! —aulló el virrey—. ¡Regresad, va a mataros!

El regente marchó con paso regular, mirando al nubio. El hombre, de unos sesenta años, era delgado, casi huesudo.

Cuando blandió la pica, Ramsés pensó que se había arriesgado demasiado. No obstante, ¿era un jefe de tribu nubia más peligroso que un toro salvaje?

—¿Quién eres?

—Ramsés, hijo de Seti y regente de Egipto.

El nubio bajó el arma.

—Aquí yo soy el jefe.

—Lo serás tanto tiempo como respetes la ley de Maat.

—El virrey, nuestro protector, es quien la ha traicionado.

—Una grave acusación…

—Yo he respetado mis compromisos, el virrey no ha mantenido su palabra.

—Expón tus quejas.

—Nos había prometido trigo a cambio de nuestros tributos, ¿dónde está el trigo?

—¿Dónde están los tributos?

—Ven.

Siguiendo al jefe, Ramsés se vio obligado a pasar entre los guerreros. El virrey, persuadido que lo matarían o lo tomarían como rehén, se tapó la cara. Pero no se produjo ningún incidente.

El jefe mostró al regente sacos llenos de polvo de oro, pieles de pantera, abanicos y huevos de avestruz, muy estimados por las familias nobles.

—Si la palabra no es respetada, lucharemos, incluso si debemos morir; nadie puede vivir en un mundo sin palabra.

—No habrá enfrentamiento —afirmó Ramsés—; tal como se te prometió, tendrás el trigo.

De buena gana Chenar habría acusado a Ramsés de debilidad frente a las revueltas nubias, pero el virrey le desaconsejó utilizar este argumento. Durante una larga entrevista secreta entre los dos hombres, el virrey habló de la creciente popularidad de Ramsés entre los militares: los soldados admiraban su valentía, su entusiasmo y su capacidad de tomar decisiones rápidas. Con semejante jefe, no temían a ningún enemigo. Tachar a Ramsés de cobardía se volvería contra Chenar.

El hijo mayor del faraón se plegó a las razones de su interlocutor. No controlar el ejército era, en verdad, un inconveniente, pero obedecería las órdenes del nuevo dueño de las Dos Tierras. En Egipto, la fuerza bruta no bastaba para gobernar. El asentimiento de la corte y de los grandes sacerdotes, en cambio, no debía faltar.

Cada vez más, Ramsés aparecía como un guerrero intrépido y peligroso. Mientras Seti tuviera las riendas del poder, el joven no tomaría decisiones. Pero luego… Por el deseo de enfrentarse al enemigo, ¿no se empeñaría en locas aventuras en la que Egipto podría perderlo todo?

Como subrayó Chenar, el mismo Seti había concertado una tregua con los hititas en vez de lanzarse al asalto de su territorio y de la famosa fortaleza de Kadesh. ¿Tendría Ramsés la misma sabiduría? Los notables detestaban la guerra. Viviendo en la comodidad y la quietud, desconfiaban de los generales exaltados.

El país no necesitaba un héroe capaz de desencadenar grandes batallas y de arrasar los países vecinos. Según los informes de los embajadores y de los mensajeros, encargados de misión en el extranjero, los hititas habían elegido la vía de la paz y renunciaban a conquistar Egipto. Por consiguiente, un personaje como Ramsés se volvía inútil, incluso perjudicial. Si se obstinaba en sus actitudes de conquistador, ¿habría que eliminarle?

Las tesis de Chenar calaron en las mentes. Se le juzgó ponderado y realista. Los hechos le daban la razón.

En un viaje al Delta, durante el cual convenció a dos jefes de provincia de apoyarlo tras la muerte de Seti, recibió a Acha en la lujosa cabina de su embarcación. Su cocinero había preparado una comida refinada y el bodeguero había elegido un vino blanco de un afrutado excepcional.

Como de costumbre, el joven diplomático mostraba una elegancia un poco altiva. A veces, la vivacidad de su mirada confundía al interlocutor, pero la untuosidad de su voz y su calma imperturbable lo tranquilizaban. Si le seguía siendo fiel después de haber traicionado a Ramsés, Chenar haría de él un excelente ministro de Asuntos Exteriores.

Acha comió sin apetito y bebió a pequeños sorbos.

—¿Os disgusta el almuerzo?

—Perdonadme, pero estoy preocupado.

—¿Preocupaciones personales?

—En absoluto.

—¿Os ponen obstáculos en vuestro camino?

—Al contrario.

—Ramsés… ¡Es Ramsés! ¡Ha descubierto nuestra colaboración!

—Tranquilizaos, nuestro secreto está indemne.

—¿Cuál es entonces vuestra preocupación?

—Los hititas.

—Los informes que llegan a la corte son completamente tranquilizadores, sus tendencias belicosas se han esfumado.

—Es la versión oficial, en efecto.

—¿Qué tiene de malo?

—Su ingenuidad. A menos que mis superiores sólo deseen tranquilizar a Seti y no molestarlo con previsiones pesimistas.

—¿Tienes indicios concretos?

—Los hititas no son unos brutos de estrechas miras. Ya que la confrontación no les fue favorable, utilizan la astucia.

—Comprarán la benevolencia de algunos tiranos locales y fomentarán miserables intrigas.

—En efecto, ésa es la opinión de los especialistas.

—¿No es la vuestra?

—Cada vez menos.

—¿Qué teméis?

—Que los hititas tejan su tela de araña en nuestros protectorados y seamos cogidos en una trampa.

—No es muy verosímil. A la menor deserción seria, Seti intervendrá.

—Seti no está informado.

Chenar no tomó a la ligera las advertencias del joven diplomático. Hasta el momento había dado pruebas de una notable lucidez.

—¿El peligro es inminente?

—Los hititas han adoptado una estrategia lenta y progresiva. En cuatro o cinco años estarán preparados.

—Continuad observando sus maniobras, pero no habléis de ello con nadie más que conmigo.

—Me pedís mucho.

—Obtendréis mucho.