Iset la bella, que se había instalado en el palacio real de Tebas, dio a luz un hermoso niño, que recibió el nombre de Kha.
Tras haber recibido la visita de Ramsés, la joven madre confió el niño a una nodriza y recibió los cuidados necesarios para que su bello cuerpo no sufriera en absoluto las consecuencias del parto. Ramsés estaba orgulloso de su primogénito. Feliz con su dicha, Iset la bella prometió darle otros hijos, si él consentía en amarla.
No obstante, después de su partida, se sintió muy sola y recordó las envenenadas palabras de Chenar. Ramsés la abandonaba para reunirse con Nefertari, exasperante a fuerza de ser discreta y atenta. ¡Habría sido tan sencillo detestaría! Pero la esposa principal de Ramsés empezaba a conquistar los corazones y las mentes sin quererlo, por su mero resplandor. Iset la bella había sido seducida, hasta el punto de admitir el comportamiento de Ramsés.
Pero la soledad le pesaba. Echaba de menos los fastos de la corte de Menfis, las interminables conversaciones con sus amigas de infancia, los paseos por el Nilo, los baños en los estanques de las suntuosas villas. Tebas era una ciudad rica y deslumbrante, pero Iset no había nacido en ella.
Quizá Chenar tuviera razón, quizá no debía perdonar a Ramsés por haberla relegado al rango de segunda esposa.
Homero trituró las hojas secas de salvia, las redujo a polvo y las vertió en una gran concha de caracol. Le ajustó una caña, encendió la picadura y fumó con deleite.
—Extraña costumbre —juzgó Ramsés.
—Me ayuda a escribir. ¿Cómo se encuentra vuestra maravillosa esposa?
—Nefertari continúa dirigiendo la casa de la reina.
—Las mujeres se muestran mucho en Egipto. En Grecia son más discretas.
—¿Lo lamentáis?
Homero expelió el humo.
—A decir verdad, no. En este punto, sin duda tenéis razón. Pero podría expresar numerosas críticas.
—Me gustaría oírlas.
La invitación de Ramsés sorprendió al poeta.
—¿Deseáis ser fustigado?
—Si vuestras observaciones permiten aumentar la felicidad de cada día, serán bien venidas.
—Curioso país… En Grecia nos pasamos muchas horas discutiendo, los oradores se inflaman y nos peleamos a brazo partido. Aquí, ¿quién critica las palabras del faraón?
—Su papel es hacer observar la regla de Maat. Si falla en su tarea, sobreviene el desorden y la desdicha, que tanto gusta a los hombres.
—¿No le concedéis ninguna confianza al individuo?
—Por mi parte, ninguna. Abandonadlo a sí mismo y será el reino de la traición y de la cobardía. Enderezar el bastón torcido, tal es la permanente exigencia de los sabios.
Homero lanzó una nueva bocanada.
—En mi Ilíada interviene un adivino al que frecuenté mucho. Conocía el presente, el pasado y el futuro. Por el presente, experimento una cierta tranquilidad, pues vuestro padre es digno de los sabios que evocáis. Pero el futuro…
—¿Sois también adivino?
—¿Qué poeta no lo es? Escuchad estos versos de mi primer canto: «Desde las cimas del Olimpo, descendió Apolo, irritado, llevando el arco a la espalda y el carcaj bien cerrado: estaba lleno de cólera, y en su espalda, cuando saltaba, las flechas se entrechocaban. Semejante a la noche, avanza y dispara sobre los hombres… Innumerables troncos se encendieron para quemar los cadáveres.»
—En Egipto sólo son quemados ciertos criminales. Para sufrir una pena tan severa es necesario haber cometido actos abominables.
Homero pareció irritado.
—Egipto está en paz… ¿Por cuánto tiempo? He tenido un sueño, príncipe Ramsés, y he visto innumerables flechas surgir de las nubes y atravesar el cuerpo de los hombres jóvenes. La guerra se acerca, una guerra que no evitaréis.
Sary y su esposa Dolente realizaron con celo la tarea que les había confiado Chenar. Después de ponerse de acuerdo, la hija del rey y su marido habían decidido obedecerle y convertirse en sus celosos servidores. No sólo se vengarían de Ramsés, sino que obtendrían una posición relevante en la corte de Chenar. Aliados en la conquista, lo seguirían siendo en la victoria.
Dolente no tuvo ninguna dificultad para ser admitida en las mejores familias tebanas, encantadas de acoger a una personalidad de tan alto linaje. La hija de Seti justificó su estancia en el sur por un deseo de conocer mejor aquella maravillosa provincia, de disfrutar de los encantos del campo y de acercarse al inmenso templo de Amón, de Karnak, en el que contaba hacer varios retiros en compañía de su marido.
A lo largo de las recepciones y de las conversaciones privadas, Dolente hizo confidencias a propósito de Ramsés. ¿Quién mejor que ella habría podido conocer sus secretos? Seti era un gran rey, un soberano irreprochable; Ramsés sería un tirano.
La buena sociedad tebana ya no jugaría ningún papel en los asuntos de Estado, el templo de Amón recibiría menos subsidios, plebeyos como Ameni ocuparían el lugar de los nobles.
Un detalle tras otro, compuso un retrato repelente y trabó vínculos cada vez más estrechos entre los oponentes a Ramsés.
Por su lado, Sary jugó al hombre piadoso. Él, que había dirigido la ilustre institución del Kap, aceptó un modesto puesto de enseñanza en una de las escuelas de escribas de Karnak y se enroló en un equipo de ritualistas encargados de adornar con flores los altares. Su humildad fue muy apreciada. Miembros influyentes de la jerarquía religiosa disfrutaron conversando con él y lo invitaron a su mesa. Como Dolente, Sary esparcía su hiel.
Cuando fue autorizado a visitar la gran construcción en la que trabajaba Moisés, Sary felicitó a su antiguo alumno por la obra realizada. Ninguna sala de columnas igualaría la de Karnak, cuyas dimensiones estaban concebidas a la medida de los dioses.
Moisés se había hecho un hombre fuerte. Barbudo y con el rostro curtido por el sol, meditaba a la sombra de un capitel gigante.
—¡Qué contento estoy de volver a verte! Uno más de mis alumnos que tiene un brillante éxito…
—No habléis tan de prisa. Hasta que la última columna no esté levantada, no estaré tranquilo.
—No cesan los elogios sobre tu capacidad de trabajo.
—Me limito a verificar la labor de los demás.
—Tus virtudes son mucho más brillantes, Moisés, y me felicito de ello.
—¿Estáis de paso en Tebas?
—No, Dolente y yo estamos instalados en una villa de los alrededores. Enseño en una escuela de Karnak.
—Eso se parece mucho a una caída en desgracia.
—Lo es.
—¿Por qué motivo?
—¿Deseas la verdad?
—Como queráis.
—No es fácil de decir…
—No tengo la intención de obligaros a hablar.
—El culpable es Ramsés. Ha hecho espantosas acusaciones contra su propia hermana y contra mi.
—¿Sin tener pruebas?
—Sin ninguna prueba. Si no, ¿por qué no nos llevó ante un tribunal?
El argumento estremeció a Moisés.
—Ramsés se embriaga con el poder —continuó Sary—. Su hermana cometió el error de pedirle moderación. De hecho, no ha cambiado mucho. Su carácter intransigente y excesivo calza mal con las responsabilidades que le fueron atribuidas. Créeme, soy el primero en lamentarlo. También yo he intentado hacerle razonar. Inútilmente.
—¿Este exilio no os pesa?
—¡Exilio es una palabra excesiva! Esta región es magnífica, el templo proporciona descanso al alma, y estoy contento de impartir mi saber a unos muchachos. Para mí, la hora de la ambición ha pasado.
—¿Os creéis víctima de una injusticia?
—Ramsés es el regente.
—Los abusos de poder son condenables.
—Es mejor así créeme. Pero desconfía de Ramsés.
—¿Por qué razón?
—Tengo la certeza de que se deshará de todos sus antiguos amigos, uno a uno, con cualquier pretexto. Su mera presencia lo importuna, lo mismo que a Nefertari. Desde su matrimonio, sólo su mujer tiene importancia. Ella le pudre el corazón y la mente. ¡Desconfía, Moisés! Para mí es demasiado tarde, pero llegará tu turno.
El hebreo meditó más tiempo que de costumbre. Sentía respeto por su antiguo profesor, cuyo discurso estaba desprovisto de agresividad. ¿Tomaba Ramsés un mal camino?
El león y el perro amarillo habían aceptado a Nefertari. A excepción de Ramsés, sólo ella podía acariciar a la fiera sin arriesgarse a un arañazo o un mordisco. Cada diez días, la joven pareja y sus animales se tomaban una jornada de descanso y recorrían el campo. Matador corría al lado del carro y Vigilante se acomodaba a los pies de su amo. Almorzaban a orillas de un campo, admiraban el vuelo de los ibis y de los pelícanos, saludaban a los aldeanos, encantados con la belleza de Nefertari. La joven sabía adaptarse al lenguaje de cada uno y encontraba las palabras precisas. En ocasiones intervenía de manera discreta para mejorar las condiciones de vida de un campesino afectado por la vejez o la enfermedad.
Estuviera ante Tuya o ante una sirvienta, Nefertari seguía siendo la misma, atenta y tranquila. Poseía todo lo que le faltaba a Ramsés: paciencia, moderación y dulzura. Cada uno de sus actos estaba marcado con el sello de una reina. Desde el primer momento, él supo que sería irremplazable.
Entre ellos crecía un amor muy diferente del que el regente sentía por Iset la bella. Como ésta, Nefertari sabía abandonarse al placer y gozar de la pasión de su amante, pero, incluso durante la unión de sus cuerpos, otra luz brillaba en su mirada. Nefertari, a diferencia de Iset la bella, compartía los pensamientos más secretos de Ramsés.
Cuando llegó el invierno del decimosegundo año del reinado de su padre, Ramsés le pidió autorización para llevar a Nefertari a Abydos para hacerle vivir los misterios de Osiris y de Isis. La pareja real, el regente y su esposa partieron juntos hacia la ciudad santa, en la que Nefertari fue iniciada.
Al día siguiente de la ceremonia, la reina Tuya le entregó un brazalete de oro, que en lo sucesivo llevaría durante la celebración de los rituales como ayudante de la gran esposa real.
La joven se emocionó hasta verter unas lágrimas. En contra de lo que había temido, su camino no la había alejado del templo.
—No me gusta esto —se lamentó Ameni.
Conociendo el carácter arisco de su secretario particular, Ramsés lo escuchaba a veces distraídamente.
—No me gusta en absoluto —repitió.
—¿Te han entregado papiros de mala calidad?
—Tranquilízate, no los habría aceptado. ¿No observas nada a tu alrededor?
—La salud del faraón no corre peligro, mi madre y mi esposa son las mejores amigas del mundo, el país está en paz, Homero escribe… ¿Qué más puedo desear? ¡Ah, sí! ¡Aún no tienes novia!
—Ni tiempo para ocuparme de esas bagatelas; ¿no has notado nada más?
—Francamente, no.
—Te ahogas en los ojos de Nefertari. ¿Cómo podría reprochártelo? Por suerte, yo vigilo y escucho.
—¿Y qué oyes?
—Rumores inquietantes. Intentan destruir tu reputación.
—¿Chenar?
—Tu hermano mayor muestra una notable discreción en estos últimos meses. En cambio, las críticas de la corte no dejan de aumentar.
—No tiene importancia.
—No soy de esa opinión.
—¡Apartaré de mi camino a todos esos charlatanes!
—Lo saben —observó Ameni—. Por eso te combatirán.
—Provengan de los pasillos de palacio o de la sala de recepción de sus suntuosas villas, son unos cobardes.
—En teoría, tienes razón, pero temo una oposición organizada.
—Seti ha elegido a su sucesor. El resto sólo son chismes.
—¿Crees que Chenar ha renunciado?
—Tú mismo compruebas su docilidad.
—Es esto lo que me inquieta, ¡le cuadra tan poco!
—Te preocupas demasiado, amigo mío. Seti nos protege.
«Mientras viva», pensó Ameni, decidido a poner a Ramsés en guardia contra el clima malsano que se acentuaba.