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Chenar desplegó una actividad desbordante. Corrió de notable en notable, multiplicó invitaciones, almuerzos, cenas, recepciones y entrevistas privadas. Se tomaba muy en serio su papel de jefe de protocolo, preocupado en garantizar las mejores relaciones entre las personalidades del reino.

En realidad, Chenar explotaba el gran error de su hermano: haberse casado con una plebeya, surgida de una familia modesta, para hacer de ella una gran esposa real. Era cierto que el caso ya se había producido y que no existía ninguna normativa en ese terreno. Pero el hijo mayor de Seti se esforzó por hacer resaltar la elección de Ramsés como un desafío a la nobleza y a la corte, y obtuvo un franco éxito. En el futuro, la independencia de espíritu del regente amenazaría las ventajas adquiridas. ¿Y de qué manera se comportaría Nefertari?

Ebria de un poder que no habría debido tener, formaría su propia camarilla, en detrimento de las familias antiguas e influyentes.

La reputación de Ramsés no dejaba de empañarse.

—¡Qué rostro tan demacrado! —se sorprendió Chenar al mirar a Dolente—. ¿No eres feliz?

—Menos de lo que podrías concebir.

—Mi hermana bien amada… ¿Quieres confiarte a mí?

—Mi marido y yo hemos sido expulsados de Menfis.

—¿Es una broma?

—Ramsés nos ha amenazado.

—¡Ramsés! ¿Con qué pretexto?

—Con la ayuda de su maldito Ameni, acusa a Sary de las peores fechorías. Si no le obedecemos, nos llevará ante un tribunal.

—¿Tiene pruebas?

Dolente hizo mohines.

—No… unos indicios sin valor. Pero ya conoces la justicia: podría sernos desfavorable.

—¿Significa eso que tú y tu marido habéis conspirado contra Ramsés?

La princesa vaciló.

—Yo no soy un juez; dime la verdad, hermanita.

—Hemos conspirado un poco, es verdad… ¡pero no me avergüenzo! ¡Ramsés nos eliminará uno tras otro!

—No grites, Dolente… Estoy convencido de ello.

Ella se puso lánguida.

—Entonces… ¿no me lo reprochas?

—Al contrario, lamento que tu intento haya fracasado.

—Ramsés creía que tú eras el culpable.

—Él sabe que lo he desenmascarado, pero cree que he perdido las ganas de luchar.

—¿Nos aceptas a Sary y a mí como aliados?

—Iba a proponértelo.

—Sin embargo, en provincias… ¡estaremos reducidos a la impotencia!

—No es tan cierto. Residiréis en una villa que poseo cerca de Tebas y os facilitaré contactos con las autoridades civiles y religiosas. Varios dignatarios no son favorables a Ramsés. Hay que convencerlos de que su advenimiento no es ineludible.

—Eres generoso y bueno.

La mirada de Chenar se volvió desconfiada.

—La conspiración que habíais tramado… ¿quién habría sido el beneficiario?

—Simplemente queríamos… apartar a Ramsés.

—Deseabas hacer subir a tu marido al trono, ¿verdad?, aportando tu condición de hija del faraón. Si eres mi aliada, olvida esa fantasía y no sirvas más que mis intereses. Yo soy quien reinará. Ese día, mis fieles serán recompensados.

Acha no volvió a Asia antes de asistir a una de las brillantes recepciones que daba Chenar. En ellas se degustaban manjares de calidad, se escuchaba excelente música, se hacían confidencias y se criticaba al regente y a su joven esposa, mientras entonaban loas a Seti. Nadie se sorprendió de ver al hijo mayor del rey conversar con el joven diplomático cuyos superiores continuaban haciendo de él los mayores elogios.

—Vuestra promoción está asegurada —anunció Chenar. En menos de un mes, seréis jefe de intérpretes encargado de los Asuntos Asiáticos. A vuestra edad, es una hazaña.

—¿Cómo puedo demostraros mi gratitud?

—Continuad informándome. ¿Estabais presente en el matrimonio de Ramsés?

—En efecto, con sus más fieles amigos.

—¿Preguntas molestas?

—Ninguna.

—¿Conserváis, pues, su confianza?

—Sin ninguna duda.

—¿Os ha preguntado sobre Asia?

—No, no se atreve a invadir el terreno de su padre y prefiere consagrarse a su joven esposa.

—¿Habéis progresado?

—De manera significativa. Varios pequeños principados os apoyarán gustosos, si os mostráis generoso.

—¿Oro?

—Sería apreciado.

—Sólo el faraón puede dispensarlo.

—No os está prohibido hacer fabulosas promesas por mi mediación; es decir, de manera secreta.

—Excelente idea.

—Hasta vuestra toma de poder, la murmuración será un arma temible. Os describiré como el único gobernante capaz de satisfacer los deseos de unos y otros. En el momento preciso, elegiréis a vuestros ministros.

Para sorpresa de la corte, ni Ramsés ni Nefertari modificaron su modo de vida. El regente continuó trabajando a la sombra de su padre, y su esposa sirviendo a Tuya. Chenar explicó que esta actitud, tan humilde en apariencia, indicaba una gran habilidad. Así, ni el rey ni la reina sospecharían que alimentaban víboras en su seno.

Los elementos de su estrategia empezaban a encajar. Claro que no había logrado conseguir la adhesión de Moisés, aunque terminaría por presentarse alguna ocasión favorable.

Otra persona tal vez engrosaría el grupo de sus aliados. La gestión, delicada, merecía ser emprendida.

Durante la inauguración de un amplio espejo de agua, en el harén de Mer-Ur, donde las muchachas se bañarían a gusto y saborearían las alegrías del remo, Chenar saludó a Iset la bella, una de las invitadas de honor. Su embarazo era notorio.

—¿Cómo os encontráis?

—Mi salud es excelente. Traeré al mundo a un hijo que será el orgullo de Ramsés.

—¿Os habéis encontrado con Nefertari?

—Es una mujer deliciosa; somos amigas.

—Vuestra posición…

—Ramsés tendrá dos esposas. A condición de ser amada por él, acepto no convertirme en reina.

—Esta noble actitud es conmovedora, pero más bien incómoda.

—Vos no podéis comprender ni a Ramsés ni a aquellos y aquellas que lo aman.

—Envidio la suerte de mi hermano, pero dudo de vuestra dicha.

—Darle un hijo que lo sucederá, ¿no es acaso el más hermoso titulo de gloria?

—Vais demasiado de prisa. Ramsés aún no es faraón.

—¿Ponéis en duda la elección de Seti?

—Por supuesto que no… Pero el futuro está lleno de imprevistos. Os tengo en mucha estima, querida, lo sabéis. Ramsés se ha mostrado con vos de una crueldad inexcusable. Vuestra gracia, vuestra inteligencia y vuestra noble estirpe os destinaban a convertiros en la gran esposa real.

—Ese sueño se ha derrumbado, prefiero la realidad.

—¿Acaso yo soy un sueño? Lo que Ramsés os ha quitado, yo os lo daré.

—¿Cómo os atrevéis, cuando llevo a su hijo dentro de mí?

—Reflexionad, Iset; reflexionad bien.

A pesar de los discretos trabajos de acercamiento y de seductoras proposiciones hechas por intermediarios, Chenar no había logrado sobornar a uno de los médicos personales de Seti. ¿Incorruptibles? No, prudentes. Temían más a Seti que a su primogénito. La salud del faraón era un secreto de Estado.

Quien lo traicionara sería objeto de un severo castigo.

Ya que los terapeutas eran inaccesibles, Chenar cambió de táctica. Como le prescribían medicamentos, su fabricación era confiada al laboratorio de un templo. Quedaba por saber cuál de ellos.

La búsqueda requirió mucha destreza, pero dio resultado.

En el santuario de Sekhmet se preparaban pociones y píldoras destinadas a Seti. Corromper al jefe del laboratorio, un hombre mayor, viudo y rico, presentaba excesivos riesgos. En cambio, la investigación llevada a cabo con sus ayudantes se mostró instructiva. Uno de ellos, un cuarentón casado con una mujer más joven, se lamentaba de la mediocridad de su salario. No le permitía comprar vestidos, joyas y ungüentos en cantidad suficiente.

La presa se presentaba fácil. Lo fue.

Según los medicamentos prescritos a su padre, Chenar dedujo que Seti sufría una grave enfermedad de lenta evolución.

En tres años, cuatro a lo sumo, el trono estaría vacante.

Durante la cosecha, Seti hizo la ofrenda del vino a su diosa protectora, una cobra benéfica cuya estatua en basalto protegía los campos. Los campesinos se reunieron alrededor del rey, cuya presencia era sentida como una bendición. Al soberano le gustaba reunirse con aquellas gentes sencillas, que prefería a la mayoría de los cortesanos.

Una vez terminada la ceremonia, se rindió homenaje a la diosa de la abundancia, al dios del grano y al faraón, el único que les permitía manifestarse. Ramsés tomó conciencia de la profunda popularidad de su padre. Los notables lo temían, el pueblo lo amaba.

Seti y Ramsés se sentaron en un palmeral, junto a un pozo.

Una mujer les trajo uvas, dátiles y cerveza fresca. El regente tuvo la sensación de que el rey descansaba unos instantes, lejos de la corte y de los asuntos de Estado. Cerraba los ojos con el rostro bañado en una luz suave.

—Cuando reines, Ramsés, escruta el alma de los hombres, busca dignatarios de carácter firme y recto, capaces de emitir juicios imparciales sin que traicionen su juramento de obediencia. Ponlos en su justo puesto, que respeten la regia de Maat. Sé inexorable tanto con los corruptos como con los corruptores.

—Reinad durante mucho tiempo, padre. Aún no hemos festejado vuestro jubileo.

—Serían necesarios treinta años en el trono de Egipto… No llegaré a tanto.

—¿No sois tan sólido como un bloque de granito?

—No, Ramsés. La piedra es eterna, el nombre del faraón cruzará los tiempos, pero mi cuerpo mortal desaparecerá. Y ese momento se acerca.

El regente experimentó un violento dolor en mitad del pecho.

—El país os necesita demasiado…

—Has superado muchas pruebas y has madurado de prisa, pero sólo estás al principio de tu existencia. A lo largo de los años, recuerda la mirada del toro salvaje. Que te inspire y te dé la fuerza que necesites.

—A vuestro lado es todo tan sencillo… ¿Por qué el destino no os concedería numerosos años de reinado?

—Lo esencial es prepararte.

—¿Creéis que la corte me aceptará?

—Después de mi desaparición, muchos envidiosos te cortarán el camino y pondrán trampas bajo tus pies. Entonces, solo, librarás tu primer gran combate.

—¿No tendré ningún aliado?

—No confíes en nadie. No tendrás ni hermano ni hermana.

Aquél a quien hayas dado mucho, te traicionará; el pobre que has enriquecido, te golpeará por la espalda; a quien hayas tendido la mano, fomentará disturbios contra ti. Desconfía de tus subordinados y de tus allegados, no cuentes más que contigo mismo. El día de tu desgracia nadie te ayudará.