47

Seti comenzó su undécimo año de reinado haciendo una ofrenda a la esfinge gigante de Gizeh, guardián de la llanura en la que habían sido construidas las pirámides de los faraones Keops, Kefrén y Micerinos. Debido a su vigilancia, ningún profano podía penetrar en esa área sagrada, fuente de energía del país entero.

Como regente, Ramsés acompañó a su padre al pequeño templo erigido ante La colosal estatua, que representaba un león acostado con cabeza de rey y los ojos alzados al cielo. Los escultores realizaron una estela en la que se veía a Seti matando el oryx, animal del dios Seth. Al luchar contra las fuerzas oscuras que simbolizaba el animal del desierto, el faraón realizaba así su mayor deber, representado por aquella caza: poner orden donde reinaba el caos.

El paraje impresionó a Ramsés. El poder que desprendía se imprimió en cada fibra de su ser. Tras la intimidad y el recogimiento de Abydos, Gizeh era la más esplendorosa afirmación de la presencia del ka, de esa fuerza invisible y presente en todas partes, y que en el mundo animal había elegido como encarnación el toro salvaje. Aquí, todo era inmutable. Las pirámides resistirían el paso del tiempo.

—Junto al Nilo —confesó Ramsés—, lo he vuelto a ver.

Estábamos frente a frente, y me miraba, como la primera vez.

—Deseabas renunciar a la regencia y a la realeza —dijo Seti—, y te lo ha impedido.

Su padre leía sus pensamientos. Quizá Seti se hubiera metamorfoseado en toro salvaje para colocar a su hijo ante sus responsabilidades.

—No he penetrado en todos los secretos de Abydos, pero este largo retiro me ha enseñado que el misterio anida en el corazón de la vida.

—Regresa a menudo allí y cuida de ese templo. La celebración de los misterios de Osiris es una de las principales claves del equilibrio del país.

—He tomado otra decisión.

—Tu madre lo aprueba y yo también.

El joven tuvo ganas de saltar de alegría, pero la solemnidad del lugar lo disuadió. ¿Sería capaz de leer algún día, como Seti, en el corazón de los hombres?

Ramsés no había visto nunca a Ameni en tal estado de exaltación.

—¡Lo sé todo y lo he identificado! Es increíble, pero no hay ninguna duda… ¡Mira, mira bien!

El joven escriba, habitualmente tan meticuloso, sobresalía de una auténtica maraña de papiros, tabletas de madera y fragmentos de caliza. Antes de decidir, había seguido hurgando en la totalidad de la documentación acumulada desde hacía meses.

—Es él —afirmó—, ¡y es su escritura! ¡Incluso he logrado vincularlo con el carretero que fue su empleado, y por lo tanto, también con el palafrenero! ¿Te das cuenta, Ramsés? ¡Un ladrón y un criminal, eso es lo que es! ¿Por qué se comportó así?

Incrédulo al principio, el regente tuvo que rendirse a la evidencia. Ameni había realizado un trabajo notable, no cabía ninguna duda.

—Voy a preguntárselo.

Dolente, la hermana mayor de Ramsés, y su marido Sary, cuya gordura se acentuaba, alimentaban los peces exóticos que jugueteaban en el estanque de su villa. Dolente estaba de mal humor. El calor la fatigaba, y no lograba reducir las secreciones de su grasienta piel. Necesitaría cambiar de médico y de ungüentos.

Un sirviente anunció la visita de Ramsés.

—¡Por fin una señal de afecto! —exclamó Dolente abrazando a su hermano—. ¿Sabías que la corte te creía recluido en Abydos?

—La corte se equivoca a menudo, pero afortunadamente no gobierna el país.

La gravedad de su tono de voz sorprendió a la pareja. El joven príncipe había cambiado. Ya no era un adolescente el que hablaba, sino el regente de Egipto.

—¿Vienes por fin a concederle a mi marido la dirección de los graneros?

—Deberías dejarnos, mi querida hermana.

Dolente se molestó.

—Mi marido no tiene secretos para mi.

—¿Estás segura?

—¡Segurísima!

La jovialidad habitual de Sary había desaparecido. El exprofesor de Ramsés estaba tenso e inquieto.

—¿Reconocéis esta escritura?

Ramsés le mostró la carta que había desencadenado la partida de Seti y de su hijo hacia las canteras de Asuán.

Ni Sary ni su esposa respondieron.

—Esta carta lleva una firma falsa, pero la escritura es completamente identificable: es la tuya, Sary. La comparación con otros documentos lo prueba.

—Una falsificación, una imitación…

—Tu posición de profesor no te bastaba. Ideaste un tráfico de panes de tinta mediocres, vendidos con garantía de calidad superior. Cuando te viste en peligro, intentaste destruir toda huella que permitiera llegar hasta ti. Dado tu conocimiento de los archivos y del oficio de escriba, nada más fácil. Pero quedó una fragmentada copia del acta que mi secretario particular, que casi pagó con su vida la búsqueda de la verdad, encontró en un basurero. Durante mucho tiempo, él y yo creímos que Chenar era el culpable. Luego Ameni se dio cuenta de su error.

Del nombre del propietario del taller sólo quedaba una R; no era la R final de Chenar, sino una letra de tu nombre, Sary.

Además, empleaste durante más de un año al carretero que me empujó a una trampa. Mi hermano es inocente, y tú eres el único culpable.

El exprofesor de Ramsés, con la mandíbula desencajada, evitó la mirada del regente. Dolente no pareció ni trastornada ni sorprendida.

—No tienes ninguna prueba consistente —opinó Sary—. Un tribunal no me condenaría con indicios tan débiles.

—¿Por qué me odias?

—¡Porque eres un obstáculo en nuestro camino! —gritó la hermana de Ramsés, desgreñada—. Sólo eres un gallito pretencioso, demasiado seguro de tu fuerza. Mi marido es un hombre notable, cultivado, inteligente y sutil, no le falta talento para gobernar Egipto. ¡Gracias a mi, que soy hija de rey, tiene la legitimidad!

Dolente tomó la mano de su marido y lo empujó hacia adelante.

—La ambición os ha vuelto locos —constató Ramsés—. Para evitar a mis padres una pena cruel, no presentaré cargos.

Pero os ordeno que abandonéis Menfis; os estableceréis en una pequeña ciudad de provincias de la que no saldréis nunca. Al menor desliz, será el exilio.

—Soy tu hermana, Ramsés…

—Ésa es la razón de mi indulgencia y de mi debilidad.

A pesar de los malos tratos corporales que había sufrido, Ameni aceptó no denunciarlos. Para Ramsés, esta señal de amistad tuvo el efecto de un bálsamo sobre la herida que su hermana y su exprofesor acababan de infligirle. Si Ameni hubiera exigido una justa venganza, no se habría opuesto; pero el joven escriba sólo pensaba en reunir a los amigos del regente con ocasión del matrimonio de éste con Nefertari.

—Setaú ha regresado a su laboratorio con una enorme cantidad de veneno. Moisés llegará a Menfis pasado mañana.

Queda Acha… Ya ha salido, pero la duración del viaje es incierta.

—Le esperaremos.

—Me siento feliz por ti… Se dice que Nefertari es bella entre las bellas.

—¿No es ésa tu opinión?

—Soy capaz de juzgar la belleza de un papiro o de un poema, pero la de una mujer… Me pides demasiado.

—¿Cómo se encuentra Homero?

—Está impaciente por volver a verte.

—Le invitaremos.

Ameni parecía nervioso.

—¿Alguna preocupación?

—Por ti, sí… He hecho de barrera, pero no podré aguantar mucho tiempo más. Iset la bella exige verte.

Iset la bella había pensado en dejar estallar su furor y cubrir de injurias y reproches a su amante. Pero cuando Ramsés se dirigió a ella, quedó subyugada. Ramsés había cambiado, había cambiado mucho. No sólo era el adolescente apasionado del que estaba enamorada, sino también un auténtico regente, cuya función se hacía cada vez más presente.

La joven tuvo la sensación de encontrarse frente a un ser que no conocía y sobre el cual ya no ejercía ningún poder. Su irritación se disipó, cediendo a un respetuoso temor.

—Tu visita… Tu visita me honra.

—Mi madre me ha hablado de tu gestión.

—Estaba inquieta, es verdad, ¡deseaba tanto tu regreso!

—¿Estás decepcionada?

—Me he enterado…

—Mañana me casaré con Nefertari.

—Es muy hermosa… Y yo estoy encinta.

Ramsés le tomó tiernamente la mano.

—¿Crees que te iba a abandonar? Ese niño será nuestro.

Mañana, si el destino me llama a reinar, elegiré a Nefertari como gran esposa real. Pero si tú lo deseas, y si ella acepta, vivirás en palacio.

Ella se estrechó contra él.

—¿Me amas, Ramsés?

—Abydos y el toro salvaje me han revelado mi verdadera naturaleza. Sin duda no soy un hombre como los demás, Iset.

Mi padre ha puesto sobre mis hombros una carga que quizá me aplaste, pero deseo intentar la aventura. Tú eres la pasión y el deseo, la locura de la juventud. Nefertari es una reina.

—Envejeceré y me olvidarás.

—Soy un jefe de clan, y un jefe de clan no olvida nunca a los suyos. ¿Deseas formar parte de él?

Ella le ofreció sus labios.

El matrimonio era un asunto privado que no daba lugar a ninguna ceremonia religiosa. Nefertari había deseado una simple fiesta en el campo, en un palmeral, entre los campos de trigo y de habas en flor, cerca de un canal con orillas limosas donde iban a beber los rebaños.

Ataviada con un corto vestido de lino, adornada con pulseras de lapislázuli y un collar de cornalina, la joven había adoptado el mismo atuendo que la reina Tuya. El más elegante era Acha, que había llegado aquella misma mañana de Asia y que se sentía sorprendido de encontrarse en un marco tan rústico en compañía de la gran esposa real, de Moisés, de Ameni, de Setaú, de un poeta griego de renombre, de un león de patas monstruosas y de un perro juguetón. El diplomático habría preferido los fastos de la corte, pero se cuidó mucho de expresar alguna crítica y compartió la comida campestre bajo la mirada divertida de Setau.

—No pareces muy a gusto —observó el encantador de serpientes.

—Este lugar es encantador.

—¡Pero la hierba mancha tu hermoso traje! La existencia es a veces dura… Sobre todo cuando no hay ningún reptil en las proximidades.

A pesar de su mala visión, Homero estaba fascinado con Nefertari. En contra de su voluntad, debía admitir que su belleza superaba la de Helena.

—Gracias a ti —dijo Moisés dirigiéndose a Ramsés—, disfruto de un verdadero día de descanso.

—¿Tan duro es Karnak?

—La obra emprendida es tan colosal que el menor error llevaría al fracaso; verifico cada detalle para que la empresa progrese sin estorbos.

Seti no se presentó. Aunque aprobaba el matrimonio, el rey no se había podido autorizar un día de ocio. Egipto no se lo concedía.

Fue un día sencillo y feliz; de regreso en la capital, Ramsés tomó en brazos a Nefertari y la hizo cruzar el umbral de su mansión. A los ojos de la ley, eran marido y mujer.