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Menelao era el invitado de honor de la mayoría de banquetes y fiestas. Helena aceptaba aparecer a su lado y atraía todas las simpatías. En cuanto a los griegos, se mezclaban con la población, respetaban las leyes del país y no daban mucho que hablar.

Este éxito se lo apuntó Chenar, cuyas dotes para la diplomacia eran apreciadas en la corte. De manera soterrada, se criticaba la actitud del regente, cuya hostilidad por el rey de Lacedemonia se había hecho patente. Ramsés carecía de ductilidad y transgredía las convenciones. ¿No era ésta una prueba de su ineptitud para reinar?

Una semana tras otra, Chenar reconquistaba el terreno perdido. La larga ausencia de su hermano, que se encontraba en Abydos, le dejó el campo libre. Ciertamente no ostentaba el título de regente, pero ¿acaso no tenía talla para ello?

Aunque nadie se atrevía a cuestionar la decisión de Seti, ciertos cortesanos se preguntaban si no se habría equivocado.

Ramsés tenía mucho más porte que Chenar, pero ¿bastaba esta prestancia para figurar a la cabeza del Estado?

Aún no se había formado una verdadera oposición. Pero iba creciendo un sordo cuestionamiento, que en el momento preciso le serviría a Chenar, entre otros motivos, de punto de apoyo. El hijo mayor del rey había aprendido la lección: Ramsés sería un adversario temible. Para vencerlo, necesitaría atacarlo por varios flancos a la vez, sin permitirle retomar el aliento. Así pues, Chenar se dedicó a su oscura tarea con empeño y perseverancia.

Una etapa esencial de su plan había sido superada: dos oficiales griegos acababan de ser admitidos en las fuerzas de seguridad encargadas de proteger el palacio real. Otros mercenarios del cuerpo entablarían amistad con ellos y formarían poco a poco una facción utilizable el día decisivo. Tal vez uno de ellos incluso fuera reclutado en la guardia personal del regente. Con el apoyo de Menelao, Chenar se empeñaría en ello.

Desde la llegada del rey de Lacedemonia, el futuro se presentaba risueño. Quedaba corromper a uno de los médicos del rey para obtener informaciones fiables sobre su estado de salud. Era cierto que no parecía estar bien, pero juzgar por las apariencias podía llevar a un error de apreciación.

Chenar no deseaba una desaparición brutal de su padre, puesto que su plan de batalla aún no estaba a punto. Al contrario de lo que creía el impetuoso Ramsés, el tiempo no jugaba a su favor. Si el destino le permitía a Chenar aprisionarlo en la red que urdía pacientemente, el regente moriría ahogado en ella.

—Es hermoso —reconoció Ameni al volver a leer el primer canto de la Ilíada que había escrito bajo el dictado de Homero, sentado al pie del limonero.

El poeta de abundante cabellera blanca advirtió una ligera reticencia en el tono de su interlocutor.

—¿Qué criticas?

—Vuestras divinidades se parecen demasiado a los humanos.

—¿No es así en Egipto?

—En los relatos de los narradores, a veces, pero sólo son imágenes para distraer. La enseñanza del templo es otra.

—¿Y qué sabes de ello tú, un joven escriba?

—Pocas cosas, es verdad, pero sé que las divinidades son fuerzas de creación y que su energía debe ser manejada con cuidado por especialistas.

—¡Yo cuento una epopeya! Tus divinidades no serían buenos personajes; ¿qué héroe sobrepasaría a un Aquiles o a un Patroclo? Cuando conozcas sus hazañas, ¡ya no leerás nada más!

Ameni guardó para sí sus pensamientos. La exaltación de Homero correspondía a la reputación de los poetas griegos.

Los viejos autores egipcios preferían hablar de sabiduría más que de matanzas, aunque fuesen grandiosas, pero no era él quien debía educar a un huésped de más edad.

—Hace mucho tiempo que el regente no viene a visitarme —se lamentó Homero.

—Está en Abydos.

—¿En el templo de Osiris? Se dice que allí se enseñan grandes misterios.

—Es verdad.

—¿Cuándo volverá?

—Lo ignoro.

Homero se encogió de hombros y bebió una copa de vino fuerte, perfumado con anís y coriandro.

—Exilio definitivo.

Ameni se sobresaltó.

—¿Qué queréis decir?

—Que el faraón, decepcionado por la ineptitud de su hijo para reinar, lo ha nombrado sacerdote, recluido de por vida en el templo de Abydos. Para un pueblo tan religioso como el vuestro, ¿no es el mejor medio de deshacerse de un inoportuno?

Ameni estaba deprimido.

Si Homero estaba en lo cierto, no volvería a ver a Ramsés.

Le habría gustado consultar con sus amigos, pero Moisés estaba en Karnak, Acha en Asia y Setaú en el desierto. Solo y angustiado, intentó recuperar la calma trabajando.

Sus colaboradores habían amontonado una impresionante cantidad de informes negativos en los estantes de su despacho: a pesar de las laboriosas investigaciones, no había ningún indicio sobre el propietario del taller que fabricaba los panes de tinta fraudulentos. Tampoco lo había sobre el autor de la carta que había atraído al rey y a su hijo a Asuán.

La cólera se apoderó del joven escriba. ¿Por qué todos los esfuerzos terminaban en resultados decepcionantes? El culpable había dejado huellas, y, sin embargo, nadie sacaba provecho de ello. Ameni se sentó a la escriba y cogió el conjunto de los informes, desde los primeros registros en los basureros.

Al retomar el acta que llevaba la letra R, la última del nombre de Chenar, se formó una hipótesis sobre la manera cómo había actuado el hombre de las tinieblas, una hipótesis que se transformó en certeza cuando Ameni identificó la escritura de la carta.

Ahora todo estaba claro. Pero Ramsés, encerrado para siempre, no conocería la verdad y el culpable no sería castigado.

Esta injusticia sublevó al joven escriba. Sus amigos lo ayudarían a arrastrar al vil personaje ante un tribunal.

Iset la bella insistió ante Nefertari en ser recibida por la reina. Tuya tenía una entrevista con la superiora de las sacerdotisas de Hathor para preparar una fiesta religiosa, por lo que la joven se vio obligada a esperar. Exasperada, no paraba de retorcer el extremo de una de las largas mangas de su vestido de lino, que terminó por desgarrar.

Finalmente, Nefertari abrió la puerta de la sala de audiencias. Iset la bella tropezó y se prosternó a los pies de la gran esposa real.

—Majestad, ¡os suplico que intervengáis!

—¿Qué desgracia os ocurre?

—Ramsés no desea ser enclaustrado, ¡estoy segura de ello! ¿Qué falta ha cometido para ser castigado tan duramente?

Tuya levantó a Iset la bella y le rogó que se sentara en una silla de respaldo bajo.

—¿Vivir en el templo cubierto os parece tan horrible?

—¡Ramsés tiene dieciocho años! Sólo un anciano sabría apreciar una suerte semejante. Estar encerrado en Abydos, a su edad…

—¿Quién os ha alertado?

—Su secretario particular, Ameni.

—Mi hijo reside en Abydos, pero no está prisionero. Un futuro faraón debe ser iniciado en los misterios de Osiris y conocer al detalle el funcionamiento de un templo. Estará de regreso cuando su instrucción haya terminado.

Iset la bella se sintió a la vez ridícula y aliviada.

Con un chal sobre los hombros, Nefertari era la primera en levantarse, como cada mañana. Repasaba las diversas tareas de la jornada, las citas de la reina, y no se preocupaba mucho de sí misma. La casa de la gran esposa real exigía un trabajo considerable y una atención permanente. Lejos de la vida ritual de sacerdotisa que había esperado, Nefertari se había adaptado a las exigencias de Tuya porque sentía una profunda admiración por la reina. Tan severa consigo como con los demás, enamorada de la grandeza de Egipto, unida a los valores tradicionales, Tuya encarnaba en la tierra a la diosa Maat y debía recordar sin cesar la necesidad de rectitud. Al darse cuenta del papel agobiante de la gran esposa real, Nefertari comprendió que su propia función no se limitaba a unas cuantas actividades profanas. La casa que ella administraba tenía un carácter ejemplar. Un paso en falso no le sería perdonado.

La cocina estaba vacía. Las sirvientas holgazaneaban en sus habitaciones. Nefertari llamó a todas las puertas pero no obtuvo ninguna respuesta. Intrigada, abrió.

Nadie.

¿Qué mosca les habría picado a aquellas mujeres, habitualmente disciplinadas y concienzudas? No era día de fiesta, ni de permiso. Incluso en esas circunstancias excepcionales, unas sustitutas aseguraban el servicio. En el lugar, de costumbre, no había pan fresco, ni pasteles, ni leche. ¡Y antes de un cuarto de hora, la reina debía tomar el desayuno!

Nefertari se sintió desamparada. Un cataclismo se había abatido sobre el palacio.

Corrió al molino. Tal vez las fugitivas habían abandonado allí algunos alimentos. Pero sólo había grano. Molerlo, preparar pan y cocerlo al horno tomaría demasiado tiempo. Con toda justicia, Tuya acusaría a su gobernanta de incuria y de imprevisión. Su despido sería inmediato.

A la humillación se uniría la tristeza de separarse de la reina. Aquel contratiempo hizo sentir a Nefertari la profundidad del afecto que experimentaba por la gran esposa real. Dejar de servirla sería muy doloroso.

—El día será magnífico —profetizó una voz grave.

Nefertari se volvió lentamente.

—Vos, el regente del reino, aquí…

Ramsés estaba apoyado en una pared, con los brazos cruzados.

—¿Mi presencia os incomoda?

—No, yo…

—En cuanto al desayuno de mi madre, estad tranquila. Sus sirvientas se lo llevarán a la hora habitual.

—Pero… ¡si no he visto a nadie!

—¿Vuestra máxima preferida no es: «Una palabra perfecta está más oculta que la piedra verde. Sin embargo, se la encuentra junto a las sirvientas que trabajan en la molienda»?

—¿Debo pensar que habéis apartado al personal de la casa para atraerme aquí?

—Había supuesto vuestra reacción.

—¿Deseáis que muela trigo para satisfaceros?

—No, Nefertari, es la palabra perfecta la que deseo.

—Lamento decepcionaros: no la poseo.

—Estoy persuadido de lo contrario.

Era hermosa, radiante; su mirada tenía la profundidad de las aguas celestes.

—Quizá deploréis mi sinceridad, pero estimo vuestra broma del peor gusto.

El regente pareció menos seguro de sí.

—La palabra, Nefertari…

—Todos creen que estáis en Abydos.

—Regresé ayer.

—¡Y vuestra primera ocupación consiste en pagar a las sirvientas de la reina para perturbar mi trabajo!

—Junto al Nilo encontré un toro salvaje. Estábamos frente a frente, tenía mi vida en la punta de sus cuernos. Mientras me miraba, tomé graves decisiones. Puesto que no me mató, soy de nuevo dueño de mi destino.

—Me alegro de que hayáis sobrevivido y deseo que os convirtáis en rey.

—¿Es la opinión de mi madre o la vuestra?

—No tengo la costumbre de mentir; ¿puedo retirarme?

—Esa palabra más preciosa que la piedra verde, ¡en verdad la poseéis, Nefertari! ¿Me concederéis la dicha de pronunciaría?

La joven se inclinó.

—Soy vuestra humilde servidora, regente de Egipto.

—¡Nefertari!

La muchacha se incorporó, con la mirada orgullosa. Su nobleza era deslumbradora.

—La reina me espera para nuestra entrevista matinal. Retrasarme sería una falta grave.

Ramsés la tomó en sus brazos.

—¿Qué tengo que hacer para que aceptes casarte conmigo?

—Que me lo pidas… —respondió ella con voz suave.