En aquel décimo año de reinado, Seti había decidido que Ramsés diera un paso decisivo. Aunque tenía dieciocho años, el regente no podría reinar hasta que no estuviera iniciado en los misterios de Osiris. El faraón habría preferido esperar, ver madurar a su hijo, pero el destino quizá no le concedería tan largo plazo. Así pues, a pesar de los riesgos que comportaba esta acción para el equilibrio del joven, Seti había decidido llevarlo a Abydos.
Él, Seti, el hombre del dios Seth, asesino de su hermano Osiris, había construido para este último un templo inmenso, el más amplio de sus santuarios egipcios. Al asumir en su nombre una terrorífica fuerza de destrucción, el faraón la transformaba en poder de resurrección. En la eternidad, Seth, el asesino, llevaba sobre su espalda el cuerpo de luz de Osiris, vencedor de la muerte.
Caminando detrás de su padre, Ramsés franqueó la puerta monumental del primer pilón. Dos sacerdotes le purificaron las manos y los pies en una fuente de piedra. Después de haber pasado ante un pozo, descubrió la fachada del templo cubierto. Ante cada estatua del rey en Osiris, había ramilletes de flores y cestos llenos de alimentos.
—Ésta es la región de la luz —reveló Seti.
Las puertas de cedro del Líbano, recubiertas de ámbar, parecían infranqueables.
—¿Deseas ir más lejos?
Ramsés asintió.
Las puertas se entreabrieron.
Un sacerdote vestido de blanco, con el cráneo afeitado, obligó a Ramsés a inclinarse. En cuanto caminó por el suelo de plata, se sintió transportado a un mundo diferente en el que dominaba el olor a incienso.
Ante cada una de las siete capillas, Seti levantó una estatuilla de la diosa Maat: por sí sola, simbolizaba la totalidad de las ofrendas. Luego condujo a su hijo por el pasillo de los antepasados. Allí estaban grabados los nombres de los faraones que habían reinado en Egipto, desde Menes, el unificador de las Dos Tierras.
—Están muertos —dijo Seti—, pero su ka permanece. Él nutrirá tu pensamiento y guiará tu acción. Este templo existirá mientras exista el cielo. Aquí comulgarás con los dioses y conocerás sus secretos. Preocúpate de su morada, haz vivir la luz que ellos crean.
El padre y el hijo leyeron los jeroglíficos de las columnas.
Ordenaban al faraón trazar los planos de los templos y cuidar con mano firme la función real, nacida en el origen de los tiempos. Al adornar los altares de los dioses, los haría felices, y su dicha iluminaría la tierra.
—El nombre de tus antepasados está inscrito para siempre en el cielo estrellado —reveló Seti—. Sus anales cubren millones de años. Gobierna según la Regla, colócala en tu corazón, pues ella vuelve coherentes todas las formas de vida.
Una escena sorprendió a Ramsés: ¡en ella se veía a un adolescente capturando un toro salvaje, con la ayuda del faraón!
Los escultores habían inmortalizado el momento en que su existencia había dado un vuelco, el momento que el futuro rey había vivido sin tener conciencia de ser absorbido por un destino inmenso.
Seti y Ramsés salieron del templo y se dirigieron hacia una loma arbolada.
—La tumba de Osiris. Pocos la han contemplado.
Bajaron hacia una entrada subterránea, señalada por un tramo de escalera, y recorrieron un pasillo abovedado de un centenar de metros, con las paredes cubiertas de textos que revelaban los nombres de las puertas del otro mundo. Un recodo en ángulo recto, hacia la izquierda, conducía a un monumento extraordinario: diez pilares macizos levantados sobre una especie de isla rodeada de agua, que sostenían el techo de un santuario.
—Osiris resucita cada año, durante la celebración de sus misterios, en este sarcófago gigante; es idéntico a la primera loma surgida del océano de energía cuando el Uno se hizo Dos y engendró miles de formas sin dejar de ser Uno. De ese océano invisible proceden el Nilo, la inundación, el rocío, la lluvia, las aguas de manantial. La barca del sol navega en él, rodea nuestro mundo, circunda los universos. Que tu espíritu se sumerja en él, que franquee las fronteras de lo visible y extraiga su fuerza de lo que no tiene ni comienzo ni fin.
A la noche siguiente, Ramsés fue iniciado en los misterios de Osiris.
Bebió del agua fresca procedente del océano invisible y comió trigo nacido del cuerpo de Osiris resucitado, luego fue vestido con lino fino antes de entrar en la procesión de los fieles del dios, presidida por un sacerdote que llevaba una máscara de chacal. Los partidarios de Seth les impidieron el paso, decididos a exterminarlos y a aniquilar a Osiris. Se desencadenó una lucha ritual, acompasada por una música angustiante.
Ramsés, llamado a interpretar el papel de Horus, hijo y sucesor de Osiris, permitió a los hijos de la luz triunfar sobre los hijos de las tinieblas. Pero ¡ay!, durante el combate, su padre fue herido de muerte.
Sus fieles lo transportaron a la loma sagrada y empezaron una vigilia fúnebre en la que participaron las sacerdotisas, entre ellas la reina Tuya, que encarnó a Isis, la gran maga. Gracias a la eficacia de sus sortilegios, reunió las partes esparcidas del cuerpo de Osiris y resucitó al dios muerto.
Ramsés conservaría en el corazón cada una de las palabras pronunciadas durante aquella noche fuera del tiempo. No era su madre quien oficiaba, sino una diosa. La iniciación llevó el espíritu de Ramsés al corazón de los misterios de la resurrección. En varias ocasiones, vaciló, creyó perder todo contacto con el mundo de los hombres y disolverse en el más allá. Pero salió vencedor de ese extraño combate y su cuerpo quedó unido a su alma.
Ramsés permaneció varias semanas en Abydos. Meditó junto al lago sagrado, rodeado de árboles inmensos. Allí navegaba, durante los misterios, la barca de Osiris, que había sido ensamblada por la luz y no por mano de hombre. El regente pasó muchas horas cerca de «la escalera del gran dios», junto a la cual estaban dispuestas las estelas de los muertos cuya alma había sido declarada justa por el tribunal de Osiris. Bajo la forma de un pájaro con cabeza humana, ésta iba en peregrinación a Abydos para aprovechar las ofrendas cotidianas llevadas por los sacerdotes.
Se abrió para él el tesoro del templo, que contenía oro, plata, lino real, estatuas, óleos santos, incienso, vino, miel, mirra, ungüentos y vasijas. Ramsés se interesó por los almacenes que albergaban los alimentos procedentes de las propiedades de Abydos, y celebró el ritual de sacralización antes de que fueran distribuidos a la población. Bueyes, vacas, terneros, cabras y aves recibían también una bendición. Algunos animales eran llevados a los establos del templo, pero la mayoría regresaban a las aldeas de los alrededores.
Por un decreto proclamado en el año cuarto del reino de Seti, cada hombre que trabajaba para el templo debía conocer su deber y no desviarse nunca de él. Por ello, toda persona empleada en el recinto de Abydos sería protegida de los abusos de poder, de los trabajos pesados y de la requisación. El visir, los jueces, los ministros, los alcaldes y los notables habían recibido la orden de respetar este decreto y de hacerlo aplicar.
Ya se tratara de barcos, asnos o terrenos, los bienes de Abydos eran inalienables. Así pues, los campesinos, los agricultores, los viticultores y jardineros vivían en paz bajo la doble protección del faraón y de Osiris. Para que nadie lo ignorara, Seti había hecho grabar el decreto en el corazón de Nubia, en Non, donde la inscripción de 2,80 m por 1,56 m impresionaba las miradas. A cualquiera que se le ocurriera modificar las tierras del templo o desplazar a uno de sus servidores contra su voluntad recibiría doscientos bastonazos y le serían cortados la nariz o las orejas.
Al participar en la vida cotidiana del templo, Ramsés comprobó que lo sagrado y lo económico no estaban reñidos, incluso si estaba claramente diferenciado lo uno de lo otro.
Cuando el faraón comulgaba en el Sanctasantórum con la presencia divina, el mundo material ya no existía, pero había hecho falta el genio de los arquitectos y de los escultores para construir el santuario y hacer que sus piedras hablaran. Y el rey, gracias a la labor de los campesinos, ofrecía al invisible los alimentos más sutiles.
Ninguna verdad absoluta era enseñada en el templo, ningún dogma oprimía el pensamiento en el fanatismo. Lugar de encarnación de la energía espiritual, navío de piedra cuya inmovilidad era sólo aparente, el templo purificaba, transformaba y sacralizaba. Corazón de la sociedad egipcia, vivía del amor que unía la divinidad al faraón, y hacía vivir a los hombres de ese amor.
Ramsés volvió varias veces al pasillo de antepasados y descifró el nombre de los reyes que habían edificado el país según la regla de Maat. Junto al templo se encontraban las sepulturas de los monarcas de las primeras dinastías. Allí reposaban, no sus momias, depositadas en las moradas eternas de Saqqara, sino sus cuerpos invisibles e inmortales, sin los cuales el faraón no tendría ninguna existencia.
De pronto, la tarea le pareció agobiante. Sólo era un joven de dieciocho años, enamorado de la vida, animado por un poderoso fuego, pero ¡incapaz de suceder a aquellos gigantes!
¿Cómo tendría la osadía y la vanidad de subir al trono que ocupaba Seti?
Ramsés se había traspuesto en su sueño. Abydos lo colocaba ante la realidad. Era la razón principal por la que su padre lo había llevado allí. ¿Qué mejor que aquel santuario le habría mostrado su pequeñez?
El regente salió del recinto y caminó en dirección al río.
Había llegado el momento de regresar a Menfis, de casarse con Iset la bella, de festejar con sus amigos y de anunciar a su padre que renunciaba a su función de regente. Ya que su hermano deseaba tanto reinar, ¿para qué impedírselo?
Perdido en sus pensamientos, Ramsés se extravió en el campo y alcanzó las tierras bajas, al borde del Nilo. Molesto por las cañas, las apartó y entonces lo vio.
Las largas orejas colgantes, las patas gruesas como pilares, el pelaje pardo y negro, la barbilla tiesa, los cuernos formando una especie de casco terminado en aceradas puntas, el toro salvaje lo miraba con la misma intensidad que cuatro años antes.
Ramsés no retrocedió.
Era al toro, poseedor del poder supremo de la naturaleza y rey de los animales, a quien correspondería dictarle su destino. Si el cornúpeta se abalanzaba sobre él, lo empitonaba y lo pisoteaba, la corte de Egipto contaría con un príncipe menos, que sería reemplazado fácilmente. Si le salvaba la vida, ésta ya no le pertenecería, y se mostraría digno de aquella ofrenda.