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En su jardín, bajo el emparrado, Chenar ofreció a Menelao verdaderos banquetes. El griego admiraba las viñas de color verde oscuro, de las que colgaban pesados racimos. Como entremés, se hartaba de gruesos granos de uvas de un azul profundo. Guisados de pichones, buey asado, codornices a la miel, riñones y costillas de cerdo cocinados con finas hierbas embelesaban su paladar. No se cansaba de contemplar a las jóvenes instrumentistas, muy poco vestidas, que regalaban sus oídos tocando la flauta y el arpa portátil.

—Egipto es un hermoso país —admitió—. Lo prefiero a los campos de batalla.

—¿Os satisface vuestra villa?

—¡Es un verdadero palacio! De regreso a mi país, ordenaré a mis arquitectos que me construyan una semejante.

—¿Y los sirvientes?

—Están en todo.

Como deseaba, Menelao había conseguido una tina de granito, que llenaban de agua caliente y en la que tomaba interminables baños. Su intendente egipcio juzgaba el procedimiento, además de poco higiénico, reblandecedor. Como sus compatriotas, prefería las duchas. Pero se plegaba a las instrucciones dadas por Chenar. Cada mañana, una masajista frotaba con aceite el cuerpo cubierto de cicatrices del gran héroe.

—¡Vuestras masajistas no son muy dóciles! En mi país, las esclavas no son tan remilgadas. Después del baño, me dan placer de acuerdo a mis apetencias.

—En Egipto no hay esclavos —precisó Chenar—. Son profesionales que reciben un salario.

—¿No hay esclavos? ¡Ése es un progreso del que carece vuestro gran país!

—Necesitaríamos hombres de vuestro temple.

Menelao apartó la codorniz a la miel servida en un plato de alabastro. Las últimas palabras de Chenar le cortaron el apetito.

—¿Qué insinuáis?

—Egipto es un país rico y poderoso, es cierto, aunque tal vez podríamos gobernarlo con más perspicacia.

—¿No sois el primogénito del faraón?

—¿Esa filiación me condena a la ceguera?

—Seti es un personaje terrible. Ni siquiera Agamenón tenía tanta autoridad como él. Si pensáis conspirar contra él, renunciad. Tenéis el fracaso asegurado. Es un rey animado por una fuerza sobrenatural. No soy ningún cobarde, pero afrontar su mirada me asusta.

—¿Quién habla de conspirar contra Seti? El pueblo entero lo venera. Pero el faraón también es un hombre y se murmura que su salud declina.

—Si he entendido bien vuestras costumbres, el regente subirá al trono después de la muerte del faraón. Así se evita toda guerra de sucesión.

—El reinado de Ramsés arruinará Egipto. Mi hermano es incapaz de gobernar.

—Oponiéndoos a él vais contra la voluntad de vuestro padre.

—Ramsés lo ha engañado. Si os aliáis a mí, el futuro os sonreirá.

—¿El futuro? ¡El futuro es regresar a mi país lo más rápido posible! Aunque Egipto me hospeda y me alimenta mejor de lo que imaginaba, sólo soy un huésped sin poder. Olvidad vuestros insensatos sueños.

Nefertari llevó de visita a Helena al harén de Mer-Ur. La hermosa mujer rubia, de blancos brazos, se maravillaba ante el esplendor de la tierra de los faraones. Afligida, cansada, lograba tener unos momentos de alegría paseando por los jardines o escuchando música. El refinamiento de la existencia que le era ofrecida desde hacía varias semanas por la reina Tuya actuaba como un bálsamo. Pero una noticia reciente había sumido a Helena en la angustia: dos barcos griegos ya estaban reparados. La partida se acercaba.

Sentada al borde de un estanque de lotos azules, no lograba retener las lágrimas.

—Perdonadme, Nefertari.

—En vuestro país, ¿no seréis honrada como una reina?

—Menelao salvará las apariencias. Probará que él, el guerrero, arrasó una ciudad y mató a su población para devolver a su esposa bajo su techo y lavar la afrenta. Pero mi vida allá será un infierno, la muerte sería más dulce.

Nefertari dejó de lado las palabras inútiles. Desveló a Helena los secretos del arte de tejer. Ilusionada, ésta pasó días enteros en los talleres, preguntando a las obreras más experimentadas, y acometió la fabricación de lujosos vestidos. Sus manos eran hábiles y se ganó la estima de las mejores profesionales. Estos trabajos le hicieron olvidar Troya, Menelao y el inevitable camino de regreso. Hasta la noche en que la silla de manos de la reina Tuya franqueó la puerta del harén.

Helena corrió a refugiarse en sus apartamentos y se deshizo en llanto sobre la cama. La presencia de la gran esposa real significaba el final de un período de dicha como no volvería a conocer. Lamentó no tener el valor de quitarse la vida. Con suavidad, Nefertari le rogó que la siguiera.

—La reina desea veros.

—No me moveré de aquí.

—A Tuya no le gusta esperar.

Helena se resignó. Una vez más, no era dueña de su destino.

La habilidad de los carpinteros egipcios sorprendió a Menelao. El rumor según el cual los navíos del faraón eran capaces de bogar durante meses parecía fundado, ya que el astillero de Menfis había reparado y consolidado los barcos griegos con extraordinaria rapidez. El rey de Lacedemonia había visto enormes barcazas capaces de soportar obeliscos enteros, veleros rápidos y buques de guerra a los que no le habría gustado enfrentarse. La fuerza de disuasión egipcia no era una ilusión.

Apartó estos lúgubres pensamientos y se entregó a la alegría de organizar por fin el viaje de vuelta. La escala en Egipto le había permitido recuperar la energía habitual. Los soldados heridos habían sido curados y todos habían recibido una buena alimentación; las tripulaciones estaban dispuestas a partir.

Con paso marcial, Menelao se dirigió hacia el palacio de la gran esposa real en el que Helena residía desde su regreso del harén de Mer-Ur. Fue recibido por Nefertari, que lo condujo hasta su esposa.

Helena, vestida a la egipcia con un vestido de lino con tirantes, le pareció casi indecente. ¡Afortunadamente no habría otro Paris que pensara en secuestraría! La moral de los faraones prohibía este tipo de práctica, tanto más cuanto las mujeres se mostraban mucho más independientes que en Grecia.

Ellas no estaban encerradas en gineceos, sino que circulaban libremente, con el rostro descubierto, se enfrentaban a los hombres y ocupaban altas funciones: inconvenientes deplorables que Menelao se cuidaría mucho de importar.

Al acercarse su marido, Helena omitió levantarse y permaneció concentrada en su tarea de tejer.

—Soy yo, Helena.

—Lo sé.

—¿No deberías saludarme?

—¿Por qué?

—Pero… ¡soy tu marido y tu dueño!

—El único dueño aquí es el faraón.

—Partimos hacia Lacedemonia.

—Aún no he terminado mi obra.

—Levántate y ven.

—Partirás solo, Menelao.

El rey se abalanzó sobre su mujer e intentó cogerla por la muñeca. El puñal que ella blandía lo obligó a retroceder.

—No me hagas daño o pido auxilio. En Egipto, la violación está castigada con la muerte.

—¡Eres mi mujer, me perteneces!

—La reina Tuya me ha confiado la dirección de un taller de tejidos. Es un honor del que espero mostrarme digna. Confeccionaré vestidos para las damas de la corte, y cuando esta tarea me aburra, partiremos. Si estás demasiado impaciente, vete, no te retengo.

Menelao quebró dos espadas y tres lanzas en la muela que utilizaba el panadero de la villa. Su furor había aterrorizado a los criados. Sin la intervención de Chenar, la policía habría detenido al demente. El hijo mayor del faraón permaneció a buena distancia, hasta que el furor del héroe griego se hubo calmado. Cuando el brazo de Menelao se cansó por fin, Chenar le ofreció una copa de cerveza fuerte.

El rey de Lacedemonia bebió ávidamente y se sentó en la muela.

—La muy zorra… ¿Qué otra mala pasada me quiere jugar?

—Comprendo vuestra cólera, pero es inútil; Helena es libre de elegir.

—¡Libre, libre! ¡Una civilización que concede tantas libertades a las mujeres merece desaparecer!

—¿Os quedaréis en Menfis?

—¿Tengo otra elección? Si regresara a Lacedemonia sin Helena haría el ridículo. Mi pueblo se burlaría de mi, y uno de mis fieles lugartenientes me degollaría mientras duermo. ¡Necesito a esa mujer!

—La tarea que Tuya le ha confiado no es ficticia. La reina aprecia mucho a vuestra esposa.

Menelao golpeó la muela con el puño.

—¡Maldita sea para siempre!

—Lamentarse no es una solución. Ahora, nuestros intereses son comunes.

El griego prestó atención.

—Si llego a ser faraón, pondré de nuevo a Helena en vuestras manos.

—¿Qué debo hacer?

—Preparar conmigo la eliminación de Ramsés.

—¡Seti puede vivir cien años!

—Nueve años de reinado han agotado a mi padre. Desgastándose sin límites por Egipto, derrocha sus fuerzas. Y os repito que necesitamos tiempo. Cuando se proclame la vacante del poder, durante el período de luto, debemos golpear rápido y fuerte. Una estrategia así no se improvisa.

Abatido, Menelao se encogió.

—Cuánto tiempo habrá que esperar…

—La suerte cambiará, creedme. Pero nos quedan muchas tareas delicadas que realizar.

Apoyándose en el brazo de Ramsés, Homero examinó su nueva mansión, una villa de doscientos metros cuadrados habitables, en el centro de un jardín, a trescientos metros del ala del palacio reservada al regente. Un cocinero, una doncella y un jardinero formarían el personal del poeta, que exigía, ante todo, una abundante reserva de jarras con aceite de oliva, anís y coriandro para perfumar el vino, que a él le gustaba fuerte.

Debido a su mala vista, Homero se inclinaba sobre cada árbol y sobre cada flor. Su profusión no parecía satisfacerle.

Ramsés temió que considerara aquella hermosa mansión, construida hacía poco, como indigna de él. De pronto, el poeta se inflamó.

—¡Por fin un limonero! Lejos de él es imposible componer bellos versos. Es la obra maestra de la creación. Una silla, de prisa.

Ramsés trajo un taburete de tres patas. A Homero pareció gustarle.

—Hacedme traer hojas de salvia secas.

—¿Para curaros?

—Ya veréis. ¿Qué sabéis de la guerra de Troya?

—Que fue larga y mortífera.

—¡Ése es un resumen poco poético! Compondré un largo episodio que hablará de las hazañas de Aquiles y de Héctor, y lo llamaré la Ilíada. Mis cantos atravesarán los siglos y no desaparecerán de la memoria de los hombres.

El regente juzgó a Homero un poco pretencioso, pero apreció su vehemencia.

Un gato negro y blanco salió de la casa y se inmovilizó a dos pasos del poeta. Después de un breve titubeo, saltó sobre sus rodillas y ronroneó.

—¡Un gato, un limonero y vino perfumado! No me he equivocado de destino. La Ilíada será una obra maestra.

Chenar estaba orgulloso de Menelao. El héroe griego, haciendo de tripas corazón, había aceptado participar en el juego. A fin de granjearse el favor del rey y de la casta de los sacerdotes, había ofrecido al templo de Gurnah, consagrado al ka del faraón, unas ánforas griegas decoradas con bandas pintadas de amarillo y frisos con capullos de loto en su parte inferior. Estos espléndidos objetos fueron depositados en el tesoro del templo.

Los marinos y los soldados griegos, sabiendo que su estancia podía ser larga, si no definitiva, se instalaron en las afueras de Menfis y empezaron a comerciar, trocando ungüentos, perfumes y piezas de orfebrería por alimentos. La administración les autorizó a abrir pequeños talleres y tiendas en las que ofrecerían los frutos de sus habilidades.

Los oficiales y los soldados de élite fueron integrados en el ejército egipcio. Serían empleados en trabajos de utilidad pública, tales como el mantenimiento de canales o la reparación de diques. La mayoría se casaron, tuvieron hijos y construyeron su casa. Así pues, se integraron en la sociedad egipcia. Ni Seti ni Ramsés se inquietaron por su presencia: un nuevo «caballo de Troya», mucho más sutil que el primero, acababa de ser instalado.

Menelao había vuelto a ver a Helena, en presencia de la reina Tuya, y se había comportado con el respeto que un marido debe a su esposa. En adelante le dejaría la iniciativa de sus encuentros y no la importunaría. Aunque Helena no creyera en su sinceridad, comprobó que Menelao, como una fiera atrapada en las redes, dejaba de debatirse.

El rey de Lacedemonia realizó otra gestión, aún más delicada: reducir la animosidad de Ramsés. La entrevista tuvo carácter oficial, limitada a una estricta cortesía por parte de ambos. Huésped de honor, Menelao se plegaría a las exigencias de la corte y se esforzaría por mantener las mejores relaciones con el regente. A pesar de la frialdad de Ramsés, así se evitaba el riesgo de un conflicto abierto. Chenar y su amigo griego tejerían su tela con toda tranquilidad.

Con el rostro pulcro, el pequeño bigote cortado a la perfección, las manos cuidadas y los ojos brillando de inteligencia, Acha apreciaba la calidad de la cerveza que le era servida en la cabina del barco de Chenar. Según habían acordado, estos encuentros debían permanecer secretos.

El hijo mayor del rey se refirió a la llegada de Menelao y Helena pero, desconfiando del joven diplomático, no desveló sus planes.

—¿Cómo evoluciona la situación en Asia?

—Cada vez más complicada; los pequeños principados se desgarran, cada reyezuelo sueña con la federación, a condición de dominarla. Esta división nos es favorable, pero no durará. Al contrario que mis colegas, estoy persuadido de que los hititas lograrán manipular a los ambiciosos y a los descontentos, para reunirlos bajo su bandera. Ese día, Egipto estará en un gran peligro.

—¿Será largo ese proceso?

—Algunos años. Supone discusiones y negociaciones.

—¿El faraón será informado?

—No de manera cabal. Nuestros embajadores son hombres del pasado, incapaces de intuir el porvenir.

—¿Estáis bien situado para obtener informaciones esenciales?

—Todavía no, pero he trabado sólidas amistades con ciertas eminencias grises. Nos vemos fuera de los contactos oficiales y me beneficio de ciertas confidencias.

—El ministro de Asuntos Exteriores, Meba, se ha acercado a mí. Somos casi amigos. Si nuestra colaboración continúa, intervendré en vuestro favor para acelerar vuestra promoción.

—Vuestra fama en Asia está intacta. La persona de Ramsés es desconocida.

—En cuanto se produzca algún hecho importante, avisadme.