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Con traje de gala, Ramsés recorría el embarcadero principal del puerto de Buen Viaje. A su alrededor estaban el alcalde de Menfis, el supervisor de navegación, el ministro de Asuntos Exteriores y un imponente servicio de orden. En menos de un cuarto de hora, los diez barcos griegos atracarían.

Durante un momento, los guardacostas habían creído en un ataque. Una parte de la flota de guerra egipcia se había movilizado, dispuesta a rechazar al asaltante. Pero los extranjeros habían manifestado intenciones pacíficas y expresaron el deseo de dirigirse a Menfis para reunirse allí con el faraón.

Con una gran escolta, remontaron el Nilo y llegaron a la capital a última hora de una mañana ventosa. Intrigados, centenares de mirones se amontonaban en las orillas. No era la época de entregar tributos, cuando se veía una sucesión de embajadores y sus séquitos. No obstante, las imponentes naves atestiguaban una riqueza evidente. Los que llegaban, ¿venían a ofrecer suntuosos regalos a Seti?

La paciencia no era el fuerte de Ramsés y temía que sus dotes para la diplomacia fueran de una extremada medianía. Recibir a aquellos extranjeros le resultaba una tarea pesada.

Ameni había preparado una especie de discurso oficial, tranquilo y aburrido, del que el regente ya había olvidado las primeras palabras. Lamentaba la ausencia de Acha, que hubiera sido el hombre indicado para la ocasión.

Las naves griegas habían sufrido muchos desperfectos. Necesitarían importantes reparaciones antes de volver a salir a alta mar. Algunas hasta tenían las huellas de un principio de incendio. La travesía del Mediterráneo no debía de haber transcurrido sin algún encuentro con piratas.

El buque de cabeza maniobró con habilidad aunque parte de su velamen estuviera dañado. Colocaron una pasarela y se hizo el silencio.

¿Quién iba a desembarcar y poner el pie en tierra de Egipto?

Apareció un hombre de estatura media, de anchas espaldas, cabellera rubia y rasgos ingratos, de unos cincuenta años.

Llevaba una coraza y espinilleras, pero mantenía el casco de bronce apretado contra el pecho, en claro signo de paz.

Tras él iba una alta y hermosa mujer de blancos brazos, vestida con un manto púrpura y tocada con una diadema que indicaba su alto linaje.

La pareja bajó la pasarela y se detuvo ante Ramsés.

—Soy Ramsés, regente del reino de Egipto. En nombre del faraón, te doy la bienvenida.

—Soy Menelao, hijo de Atreo, rey de Lacedemonia, y ésta es mi esposa Helena. Venimos de la maldita ciudad de Troya, que hemos vencido y destruido después de diez años de duros combates. Muchos de mis amigos han muerto y la victoria tiene un sabor amargo. Como ves, el resto de mis naves está en mal estado, los soldados y los marineros agotados. ¿Nos permitirá Egipto recuperar fuerzas antes de regresar a nuestra casa?

—La respuesta debe darla el faraón.

—¿Es una negativa camuflada?

—Tengo la costumbre de ser franco.

—Tanto mejor. Soy un guerrero y hombre. Seguramente no es tu caso.

—¿Por qué afirmar sin antes saber?

Los pequeños ojos negros de Menelao brillaron de cólera.

—Si fueras uno de mis súbditos, te habría roto el espinazo.

—Por suerte soy egipcio.

Menelao y Ramsés se desafiaron con la mirada. El rey de Lacedemonia fue el primero en ceder.

—Esperaré la respuesta en mi barco.

Durante la reunión del consejo restringido, la actitud del regente fue apreciada de manera diversa. En verdad, Menelao y los restos de su ejército no constituían un peligro inmediato ni siquiera futuro para Egipto, pero aun así poseía el título de rey y merecía respeto. Ramsés escuchó las críticas y las desechó. Se había encontrado frente a un soldadote, uno de esos que había matado a muchos guerreros atridas sedientos de sangre y de combates, y cuya distracción favorita era el pillaje de las ciudades incendiadas.

Conceder hospitalidad a un bandido de esa especie no le parecía oportuno.

El ministro de Asuntos Exteriores, Meba, abandonó su habitual reserva.

—La postura del regente me parece peligrosa. Menelao no debe ser tratado con desprecio. Nuestra política extranjera auspicia un buen entendimiento con múltiples países, ya sean grandes o pequeños, a fin de evitar alianzas contra nosotros.

—Ese griego es un bribón —declaró Ramsés—. Su mirada es falsa.

Meba, sexagenario de buen porte, con el rostro ancho y tranquilizador y la voz suave, tuvo una sonrisa indulgente.

—No se hace diplomacia con los sentimientos. Estamos obligados a negociar con personajes que a veces nos disgustan.

—Menelao nos traicionará —continuó Ramsés—. Para él, la palabra dada no tiene ningún valor.

—Prejuzgáis mis intenciones —se lamentó Meba—. La juventud del regente lo incita a hacer juicios precipitados. Menelao es un griego, y los griegos son astutos. Quizá no ha dicho toda la verdad. A nosotros nos toca actuar con prudencia y descubrir las razones de esta visita.

—Invitemos a Menelao a su esposa a cenar —declaró Seti—. Su comportamiento dictará nuestra decisión.

Menelao ofreció al faraón unas vasijas de metal de bella factura y unos arcos fabricados con diferentes maderas. Estas armas habían probado su eficacia durante los combates contra los troyanos. Los oficiales del rey de Lacedemonia llevaban faldones de colores, adornados con motivos geométricos, y zapatos de puntera hacia arriba. Los ondulados mechones del peinado les llegaban al ombligo.

Efluvios de néctar salían del vestido de color verde de Helena, que ocultaba su rostro bajo un velo blanco. Se sentó a la izquierda de Tuya, mientras Menelao tomaba asiento a la derecha de Seti. El griego se sintió impresionado por el rostro severo del faraón. Meba llevó la conversación. El vino de los oasis alegró al rey de Lacedemonia. Se extendió en lamentaciones, se quejó de los largos años pasados ante la muralla de Troya, relató sus hazañas, recordó a su amigo Ulises, deploró la crueldad de los dioses y alabó los encantos de su país, al que tardaría en regresar. El ministro de Asuntos Exteriores, que hablaba un griego perfecto, pareció conquistado por el tono quejumbroso de su invitado.

—¿Por qué ocultáis vuestro rostro? —preguntó Tuya a Helena, en su lengua.

—Porque soy una perra perversa de la que todos sienten horror. Por mi causa, numerosos héroes han muerto. Cuando Paris, el troyano, me secuestró, no imaginaba que su acto insensato se traduciría en diez años de matanzas. Cien veces he deseado ser llevada por el viento o ahogada por una ola furiosa. Demasiadas desdichas… He provocado demasiadas desdichas.

—¿No sois libre?

Bajo el velo blanco, apareció una triste sonrisa.

—Menelao no me ha perdonado.

—El tiempo borrará vuestros sufrimientos, ya que estáis reunidos.

—Es más grave que eso…

Tuya respetó el silencio doloroso de Helena. Hablaría si era su deseo.

—Odio a mi marido —confesó la hermosa mujer de blancos brazos.

—Será un resentimiento pasajero.

—No, jamás le he amado. Incluso he deseado la victoria de Troya. Majestad…

—¿Sí, Helena?

—Permitid que me quede aquí el mayor tiempo posible.

Regresar a Lacedemonia me asusta.

Por prudencia, Chenar, jefe de protocolo, había alejado a Ramsés de Menelao. El regente cenaba junto a un hombre sin edad, con el rostro curtido y arrugado, que lucía una larga barba blanca. Comía lentamente y rociaba con aceite de oliva todos los alimentos.

—¡Es la clave de la salud, príncipe!

—Mi nombre es Ramsés.

—El mío es Homero.

—¿Sois un general?

—No, soy poeta. Mi vista es mala, pero mi memoria es excelente.

—Un poeta, ¿con el tosco Menelao?

—Los vientos me trajeron la noticia de que sus navíos bogaban hacia Egipto, la tierra de la sabiduría y de los escritores. Después de mucho viajar, deseo instalarme aquí a fin de trabajar en paz.

—No soy partidario de una larga estancia de Menelao.

—¿En razón de qué?

—De que soy el regente.

—Sois muy joven… Y detestáis a los griegos.

—He hablado de Menelao, no de vos. ¿Dónde pensáis residir?

—¡En un lugar más agradable que un barco! Me siento estrecho, mis cosas están amontonadas en una bodega y detesto la compañía de los marineros. La marejada, las olas y las tempestades no son favorables a la inspiración.

—¿Aceptaríais mi ayuda?

—Habláis un griego correcto…

—Un diplomático amigo mío es políglota. A su lado, aprender fue un juego.

—¿Os gusta la poesía?

—Apreciaréis a nuestros grandes autores.

—Si tenemos gustos comunes, quizá podamos entendernos.

Por boca del ministro de Asuntos Exteriores, Chenar se enteró de la decisión del faraón: Menelao quedaba autorizado a residir en Egipto. Sus barcos serían reparados, él sería alojado en una amplia villa del centro de Menfis, y sus soldados serían puestos bajo mando egipcio y deberían observar una estricta disciplina.

El hijo mayor del faraón fue encargado de mostrar la capital a Menelao. Durante largas jornadas, a veces agotadoras, Chenar intentó enseñarle al griego los rudimentos de la cultura egipcia, pero se topó con una indiferencia que rozaba la descortesía.

Los monumentos, en cambio, impresionaron a Menelao.

Ante los templos, no contuvo su asombro.

—¡Extraordinarias fortalezas! Tomarlas al asalto no debe ser fácil.

—Son las moradas de las divinidades —explicó Chenar.

—¿Dioses guerreros?

—No, Ptah es el patrón de los artesanos, el que crea el mundo con el verbo, y Hathor la diosa de la alegría y de la música.

—¿Por qué necesitan fortalezas con murallas tan gruesas?

—La energía divina está confiada a especialistas que la ponen al abrigo de los profanos. Para penetrar en el templo cubierto, hay que estar iniciado en ciertos misterios.

—Dicho de otra manera, yo, el rey de Lacedemonia, hijo de Zeus y vencedor de Troya, ¡no tengo derecho a franquear esas puertas doradas!

—Así es… Durante algunas fiestas, con la conformidad del faraón, quizá seáis admitido en el gran patio a cielo abierto.

—¿Y qué misterio contemplaré?

—La gran ofrenda a la divinidad que reside en el templo y propaga su energía por la tierra.

—¡Bah!

Chenar mostró una paciencia infinita. Aunque las maneras y las palabras de Menelao eran poco refinadas, sintió afinidades con aquel extranjero de ojos astutos. Su instinto lo llevó a concederle una acentuada consideración a fin de derribar sus defensas.

Menelao volvía sin cesar sobre los diez años de guerra que habían terminado con la derrota de Troya. Deploraba la suerte cruel de sus aliados caídos bajo los golpes del enemigo, criticaba la actitud de Helena y deseaba que Homero, al relatar las proezas de los vencedores, le otorgara un buen papel.

Chenar intentó saber de qué manera había sucumbido Troya. Menelao recordó furiosas peleas, la valentía de Aquiles y de los demás héroes, su inflexible voluntad de recuperar a Helena.

—En una guerra tan larga —insinuó Chenar—, ¿la astucia no jugó ningún papel?

Reticente al principio, Menelao aceptó responder.

—Ulises tuvo la idea de hacer construir un gran cabrillo de madera en el interior del cual se ocultaron los soldados. Los troyanos cometieron la imprudencia de hacerlo entrar en su ciudad. Así pues, los sorprendimos desde el interior.

—Seguramente vos no fuisteis ajeno a esta idea sugirió Chenar, admirado.

—Hablé de ello con Ulises, pero…

—No hizo más que interpretar vuestro pensamiento, estoy seguro.

Menelao se dio importancia.

—Es muy posible, después de todo.

Chenar consagraba la mayor parte de su tiempo a asegurarse la amistad del griego. Ahora disponía de una nueva estrategia para eliminar a Ramsés y volver a ser el único pretendiente al trono de Egipto.