Iset la bella forzó la puerta de Chenar, que almorzaba con unos notables, encantados de degustar unas costillas de buey a la parrilla adobadas en una salsa de especias.
—¡Cómo podéis hartaros de comida cuando Egipto está en peligro!
Los notables se sintieron ultrajados. El hijo primogénito del rey se levantó, se disculpó y arrastró a la joven fuera del comedor.
—¿Qué significa esta intromisión?
—¡Soltadme el brazo!
—Vais a destruir vuestra reputación. ¿Ignoráis que mis invitados son personas de calidad?
—¡Me importa un comino!
—¿A qué viene esta excitación?
—¿Y vos, ignoráis que Seti y Ramsés han desaparecido en el desierto del este?
—No es ésa la opinión de la reina…
Iset la bella se sintió desarmada.
—La opinión de la reina…
—Mi madre está persuadida de que el faraón no está en peligro.
—¡Pero si nadie tiene la menor noticia!
—No me decís nada nuevo.
—Debéis reclutar una expedición y partir en su busca.
—Ir contra la opinión de mi madre sería una falta imperdonable.
—¿Qué informaciones tiene ella?
—Su intuición.
La joven abrió unos ojos asombrados.
—¿Es una broma?
—La verdad, querida, sólo la verdad.
—¿Qué significa esta actitud?
—En ausencia del faraón, la reina gobierna y nosotros obedecemos.
Chenar no estaba descontento: Iset la bella, exaltada e inquieta, no dejaría de propagar los peores rumores sobre Tuya. El gran consejo se vería obligado a pedirle explicaciones, su reputación se empañaría y lo llamaría a él para dirigir los asuntos de Estado.
Ramsés iba al frente de la expedición que regresaba del desierto del este, después de haber edificado una capilla y unas casas en las que los buscadores de oro tendrían condiciones de vida aceptables. La veta de agua descubierta por el rey alimentaría el pozo durante muchos años. Y los asnos venían cargados de sacos de oro de primera calidad.
Ni un hombre había muerto. El faraón y el regente se sentían orgullosos de traer de vuelta el contingente al completo.
Algunos enfermos se arrastraban, esperando las semanas de descanso que seguirían a su regreso. Un cantero, picado por un escorpión negro, era llevado en unas parihuelas. La alta fiebre y dolores en el pecho inquietaban al médico militar.
Ramsés franqueó una loma y, a lo lejos, divisó una minúscula mancha verde.
¡Los primeros cultivos, los más cercanos al desierto! El regente se volvió y anunció la buena nueva. Gritos de alegría ascendieron hacia el cielo.
Un policía de mirada aguda señaló con el índice algo parecido a un montón de rocas.
—Una pequeña caravana viene hacia nosotros.
Ramsés se concentró. Primero sólo vio bloques inertes.
Luego distinguió unos asnos y dos jinetes.
—No es habitual —estimó el policía—. Parecen ladrones que huyen por el desierto. Debemos interceptarlos.
Parte de la tropa se desplegó.
Poco después trajo a los dos prisioneros ante el regente. Setaú enojado, Ameni al borde del colapso.
—Sabía que te encontraría —murmuró el segundo al oído de Ramsés, mientras Setaú se ocupaba del cantero picado por el escorpión.
Chenar fue el primero en felicitar a su padre y a su hermano. Ambos habían realizado una auténtica hazaña que sería incluida en los anales. El primogénito se propuso como redactor, pero Seti confió esa tarea a Ramsés, que se ocuparía de ella con la ayuda de Ameni, puntilloso en la elección de los términos y en la elegancia del estilo. Los miembros de la expedición contaron una y otra vez el milagro del faraón, que los había salvado de una muerte horrorosa.
Sólo Ameni no compartía la alegría general. Ramsés supuso que la deficiente salud era la causa de su pesadumbre, pero quiso asegurarse.
—¿Qué mal te corroe?
El joven escriba se había preparado para la prueba, sólo la verdad lo purificaría.
—He dudado de tu madre: creí que quería apoderarse del poder supremo.
Ramsés estalló en carcajadas.
—El exceso de trabajo te perjudica, amigo mío. Voy a obligarte a pasear y a hacer un poco de ejercicio.
—Como se negaba a enviar una expedición de socorro…
—¿No sabes que hay vínculos invisibles que unen al faraón y a la gran esposa real?
—Me acordaré de ello, créeme.
—Algo insólito me sorprende: ¿por qué la tierna Iset tarda tanto en prodigarme su afecto?
Ameni agachó la cabeza.
—Ella es… tan culpable como yo.
—¿Qué mal ha cometido?
—También creyó que tu madre conspiraba y se despachó en criticas acerbas y en pérfidas acusaciones.
—Mándala buscar.
—Las apariencias nos han perdido, nosotros…
—Mándala buscar.
Iset la bella, que había olvidado maquillarse, se echó a los pies de Ramsés.
—¡Perdóname, te lo suplico!
Con los cabellos sueltos, estrechaba en sus brazos nerviosos los tobillos del regente.
—Estaba tan inquieta, tan atormentada…
—¿Eso era razón para sospechar de mi madre con semejantes vilezas y, peor aún, para manchar su nombre?
—Perdóname…
Iset lloraba.
Ramsés la levantó. Estrechándose contra él, Iset continuó desahogándose sobre su hombro.
—¿Con quién has hablado? —preguntó él, severo.
—A unos y a otros, ya no lo sé… Estaba loca de angustia, quería que fueran en tu busca.
—Unas acusaciones infundadas podrían llevarte ante el tribunal del visir. Si se comprueba el crimen, tu castigo será la cárcel o el exilio.
Iset la bella estalló en sollozos y se aferró a Ramsés con la fuerza de la desesperación.
—Abogaré por tu causa, porque tu pena es sincera.
Desde su regreso, el faraón había retomado el timón que Tuya manejara tan bien en su ausencia. La alta administración tenía confianza en la reina, que prefería el trabajo diario a los juegos políticos en los que demasiados cortesanos se extraviaban. Cuando Seti se veía obligado a abandonar la sede del gobierno, partía con el alma en paz, sabiendo que su esposa no lo traicionaría y que el país estaría dirigido con sabiduría y lucidez.
Ciertamente habría podido confiar una regencia efectiva a Ramsés. Pero el rey prefería proceder por ósmosis, transmitir su experiencia de manera mágica, más que abandonar a su hijo en el campo cerrado del poder en el que tantas trampas le acechaban.
Ramsés era un ser fuerte, una personalidad de gran envergadura. Poseía la capacidad de reinar y de afrontar la adversidad bajo todas las formas, pero ¿sería apto para soportar la aplastante soledad de un faraón? Con el fin de prepararlo para ello, Seti lo hacía viajar tanto en cuerpo como en espíritu. Aunque quedaban muchas etapas que recorrer.
Tuya presentó a Nefertari al soberano. Paralizada, la joven fue incapaz de pronunciar palabra. Se contentó con inclinarse. Seti la observó unos instantes y le recomendó el mayor rigor en el ejercicio de sus funciones. Dirigir la casa de la gran esposa real exigía firmeza y discreción. Nefertari se retiró sin haberse atrevido a mirar al rey.
—Te has mostrado demasiado severo —observó Tuya.
—Es muy joven.
—¿Crees que he contratado a una incapaz?
—Está dotada de notables cualidades.
—Su deseo era entrar en el templo y no salir de él.
—¡Cómo la comprendo! Así pues, la sometes a una dura prueba.
—Es cierto.
—¿Con qué intención?
—Ni yo misma lo sé. En cuanto vi a Nefertari, intuí en ella una personalidad excepcional. Habría sido feliz en el templo cubierto pero mi instinto me dice que tiene otra misión que cumplir. Si me he equivocado, seguirá su camino.
Ramsés presentó a su madre a Vigilante, el perro amarillo, y a Matador, el león nubio, cuyo tamaño empezaba a ser inquietante. Los dos compañeros del regente, sensibles al honor que les estaba concedido, se comportaron de manera correcta.
Tras ser alimentados por el cocinero de la reina, disfrutaron, tendidos de espalda, del inefable placer de la siesta a la sombra de una palmera.
—Esta entrevista ha sido muy agradable —concedió Tuya—, pero ¿cuál es el verdadero motivo?
—Iset la bella.
—¿Se ha roto vuestro noviazgo?
—Ella ha cometido una grave falta.
—¿Hasta qué punto?
—Ha calumniado a la reina de Egipto.
—¿De qué manera?
—Acusándote de haber tramado la desaparición del rey a fin de ocupar su lugar.
Ante el estupor de Ramsés, su madre pareció divertida.
—La casi totalidad de los cortesanos y de las damas nobles era de su opinión. Me han reprochado no haber enviado un ejército de socorro, cuando yo os sabía indemnes, a Seti y a ti.
A pesar de nuestros templos y nuestros ritos, pocos saben que es posible comunicarse con la mente, más allá del tiempo y del espacio.
—¿Será… acusada?
—Ha reaccionado de manera… normal.
—Con tanta ingratitud e injusticia, ¿no sufres?
—Así es la ley de los hombres. Lo esencial es que no gobierna el país.
Una joven dejó unas cartas sobre una mesa baja, a la izquierda de la reina, y desapareció, silenciosa y furtiva. Su breve presencia había sido semejante al resplandor de un rayo de sol entre las hojas de un árbol.
—¿Quién es? —preguntó Ramsés.
—Nefertari, mi nueva gobernanta.
—La había visto antes. ¿Cómo ha obtenido un puesto tan importante?
—Simple conjunción de circunstancias. Había sido llamada a Menfis para convertirse en sacerdotisa del templo de Hathor, y me fijé en ella.
—Pero… ¡le ofreces lo contrario de su vocación!
—Los harenes forman a nuestras jóvenes en las tareas más diversas.
—¡Es mucha responsabilidad para una persona tan joven!
—Tú sólo tienes diecisiete años. A los ojos del rey, como a los míos, lo único que importa es la calidad del corazón y de la acción.
Ramsés se turbó; la belleza de Nefertari parecía proceder de otro mundo. Su breve aparición se había grabado en él, semejante a un momento milagroso.
—Tranquiliza a Iset la bella —recomendó Tuya—, no presentaré cargos contra ella. Pero que aprenda a discernir la verdad del error. Si no es capaz de hacerlo, que al menos sujete la lengua.