Al alba se propagó la noticia de la catástrofe. Ningún soldado estaba autorizado a llenar su odre, desesperadamente vacío.
Vociferante intentó amotinar a sus compañeros. Ramsés lo detuvo. Perturbado, el soldado blandió el puño contra el regente, que lo sujetó por la muñeca y le obligó a poner una rodilla en tierra.
—Perder la sangre fría apresurará tu muerte.
—Ya no hay agua…
—El faraón está entre nosotros, conserva la esperanza.
No se produjo ningún otro amago de revuelta; Ramsés se dirigió a la tropa:
—Poseemos un mapa de la región, un mapa de secretos militares. Indica pistas secundarias que llevan a antiguos pozos, alguno de los cuales aún están explotables. Mientras el faraón permanezca entre vosotros, exploraré esas pistas y os traeré suficiente agua para cruzar la mitad del desierto. Nuestra resistencia y nuestro valor harán el resto. Mientras esperáis, guardaos del sol y no realicéis ningún esfuerzo inútil.
Ramsés partió con diez hombres y seis asnos, que llevaban en sus flancos los odres vacíos. Un veterano, prudente, no había agotado su ración de agua; después de haberse humedecido los labios con el rocío de la mañana, el pequeño grupo aprovecharía los últimos sorbos de aquel odre.
Muy pronto, cada paso se convirtió en un sufrimiento. El calor y el polvo les quemaban los pulmones. Pero Ramsés iba a buen ritmo, por miedo a ver desplomarse a sus compañeros.
Sólo había que pensar en un pozo de agua fresca.
La primera pista ya no existía, los vientos de arena la habían borrado. Continuar en esa dirección, al azar, habría sido un suicidio. La segunda terminaba en un callejón sin salida, en el fondo de un uadi seco. El cartógrafo había hecho mal su trabajo. Al final de la tercera pista había un círculo construido con piedras secas. Los hombres corrieron y se dejaron caer en el brocal del pozo, lleno de arena desde hacía mucho tiempo.
El famoso mapa calificado de «secreto militar» era sólo una añagaza. Quizá estaba igual diez años antes. Algún escriba perezoso se había contentado con copiarlo sin pedir una verificación. Y su sucesor lo había imitado.
Frente a Seti, Ramsés no se extendió en explicaciones. Su deshecho semblante hablaba por sí solo.
Desde hacía seis horas, los soldados no habían bebido. El rey se dirigió a los oficiales.
—El sol está en el cenit —hizo constar—. Parto con Ramsés en busca de agua. Cuando las sombras empiecen a alargarse, estaré de regreso.
Seti subió la colina. A pesar de su juventud, Ramsés tuvo problemas para seguirlo; luego acomodó su paso al de su padre. Como un carnero salvaje, símbolo de la nobleza en lengua jeroglífica, el rey no realizaba ningún gesto inútil y no despilfarraba ni una onza de energía. Sólo había llevado con él un único objeto, formado por dos ramas de acacia descortezadas, pulidas y unidas en uno de sus extremos por un hilo de lino muy apretado.
Los guijarros rodaban bajo sus pies, levantando un polvo caliente. Ramsés, al límite de la asfixia, alcanzó al rey en la cumbre del promontorio. La vista sobre el desierto era espléndida. El regente disfrutó unos instantes del espectáculo; luego la sed, insistente, le recordó que aquella inmensidad podía ser una tumba.
Seti blandió ante él las dos ramas de acacia, separándolas.
Se doblaron con flexibilidad. Las paseó por encima del paisaje, muy lentamente. De pronto, la varita de zahorí se le escapó de las manos y, con un chasquido, saltó a varios metros de él.
Ramsés la recogió, febril, y se la devolvió a su padre. Juntos, bajaron la pendiente. Seti se detuvo ante un amontonamiento de piedras planas entre las cuales crecían unos espinos. La varita se agitó.
—Ve a buscar a los canteros y que excaven aquí.
El cansancio desapareció; Ramsés corrió hasta perder el aliento, saltando por encima de las piedras, y trajo a unos cuarenta hombres que se pusieron en seguida a la labor.
El suelo era mullido. A una profundidad de tres metros, brotó agua fresca.
Uno de los obreros se arrodilló.
—Es Dios quien ha guiado el espíritu del rey… ¡El agua es tan abundante como la crecida!
—Mi plegaria ha sido atendida —dijo Seti—. Este pozo se llamará «Que sea estable la verdad de la luz divina.» Cuando todos hayan saciado su sed, edificaremos una ciudad para los buscadores de oro y un templo donde residirán las divinidades. Ellos estarán presentes en este pozo y abrirán el camino a aquellos que buscan el metal luminoso para magnificar lo sagrado.
Bajo la dirección de Seti, el buen pastor, el padre y la madre de todos los hombres, el confidente de los dioses, los alegres soldados se transformaron en constructores.
Tuya, la gran esposa real, presidía la ceremonia de adopción de las muchachas autorizadas a participar en el culto de Hathor, en el gran templo de Menfis. Las jóvenes, procedentes de todas las provincias del país, habían sufrido un severo examen, ya fueran cantantes, bailarinas o instrumentistas.
Con grandes ojos severos y atentos, las mejillas realzadas, la nariz fina y recta, el mentón pequeño y casi cuadrado, tocada con una peluca en forma de plumaje de buitre, símbolo de la función maternal, Tuya había impresionado tanto a las candidatas que muchas de ellas habían perdido facultades. La reina, que había pasado la misma prueba en su juventud, no encomiaba la indulgencia. Si deseaban servir a la divinidad, el autodominio era la primera de las cualidades.
La técnica de las instrumentistas le pareció bastante floja.
Decidió reprender a los profesores de los harenes, que en los últimos meses tenían tendencia a relajarse. La única joven que se destacaba de esa promoción poseía un rostro grave y recogido, de una sorprendente belleza. Cuando tocaba el laúd, se concentraba de manera tan intensa que el mundo exterior desaparecía.
En los jardines del templo se ofreció una colación a las candidatas, felices o desdichadas. Unas lloriqueaban, otras reían nerviosamente. Muy jóvenes, aún parecían próximas a la infancia. Sólo Nefertari, a quien el colegio de las antiguas sacerdotisas había decidido confiar la dirección de la orquesta femenina del santuario, estaba serena, como si el acontecimiento no le concerniera.
La reina se acercó a ella.
—Has estado brillante.
La joven intérprete de laúd se inclinó.
—¿Cuál es tu nombre?
—Nefertari.
—¿De dónde eres?
—Nací en Tebas y he hecho mis estudios en el harén de Mer-Ur.
—Este éxito no parece alegrarte mucho.
—No deseaba residir en Menfis, sino regresar a Tebas y formar parte del personal del templo de Amón.
—¿Y vivir en clausura?
—La iniciación en los misterios es mi mayor deseo, pero aún soy demasiado joven.
—A tu edad no es una preocupación habitual. ¿Estás decepcionada de la vida, Nefertari?
—No, majestad, pero me atraen los rituales.
—¿No deseas casarte y tener hijos?
—No he pensado en ello.
—En el templó, la existencia es austera.
—Me gustan las piedras eternas, sus secretos y el recogimiento al que invitan.
—¿Aceptarías, no obstante, alejarte de eso durante algún tiempo?
Nefertari se atrevió a mirar a la gran esposa real. Tuya apreció su mirada clara y directa.
—La dirección de la orquesta femenina de este templo es un puesto notable, pero he pensado en otro proyecto para ti.
—¿Aceptarías ser la gobernanta de mi casa?
—¡Gobernanta de la casa de la gran esposa real! ¿Cuántas damas nobles debían de soñar con esta función, cuya titular era una confidente de la reina?
—La vieja amiga que asumía esa tarea murió el mes pasado —manifestó Tuya—. Las postulantes son numerosas en la corte y se calumnian entre ellas a fin de eliminar la competencia.
—Pero yo carezco de experiencia, yo…
—Tú no perteneces a la nobleza, imbuida de sus privilegios; tu familia no se refiere permanentemente a un ilustre pasado que justificaría una actual pereza.
—¿No es demasiado pesado este inconveniente?
—Sólo me interesa el valor de los seres. No existe inconveniente que un ser de valía no pueda superar. ¿Qué decides?
—¿Puedo reflexionar?
La reina lo encontró divertido. Ninguna noble dama de la corte se habría atrevido a hacer semejante pregunta.
—Me temo que no. Si respiras demasiado los perfumes del templo, me olvidarás.
Con las manos juntas en el pecho, Nefertari se inclinó.
—Estoy al servicio de vuestra majestad.
A la reina Tuya, levantada antes del alba, le gustaban los amaneceres. El instante en que un rayo de luz penetraba las tinieblas era para ella la creación cotidiana del misterio de la vida. Para su gran satisfacción, Nefertari compartía su gusto por el trabajo matinal. Así pues, le daba las instrucciones del día durante el desayuno, que las dos mujeres compartían.
Tres días después de haber tomado la decisión, Tuya supo que no se había equivocado. A la belleza de Nefertari se unía una inteligencia penetrante, que se apoyaba en una sorprendente capacidad para distinguir lo esencial de lo secundario.
Entre la reina y la gobernanta de su casa se había establecido desde la primera sesión de trabajo una profunda complicidad.
Se comunicaban con medias palabras, incluso a veces con el pensamiento. Una vez terminadas sus entrevistas matinales, Tuya pasaba al tocador.
La peluquera terminaba de perfumar la peluca de la reina, cuando Chenar se presentó ante su madre.
—Despedid a vuestra sirvienta —exigió—. Ningún oído indiscreto debe escucharnos.
—¿Tan grave es?
—Eso me temo.
La peluquera desapareció. Chenar parecía presa de verdadera angustia.
—Habla, hijo mío.
—He dudado mucho tiempo.
—Ya que tu decisión está tomada, ¿por qué hacerme esperar?
—Es que… temo causaros una pena horrenda.
Esta vez, Tuya se inquietó.
—¿Ha sucedido alguna desgracia?
—Seti, Ramsés y el ejército de apoyo han desaparecido.
—¿Tienes noticias exactas?
—Hace mucho tiempo que se aventuraron en el desierto, tras los buscadores de oro. Circulan muchos rumores pesimistas.
—No los escuches. Si Seti estuviera muerto, yo lo sabría.
—Cómo…
—Entre tu padre y yo existen vínculos invisibles. Incluso cuando estamos alejados el uno del otro, permanecemos unidos. Mantente, pues, tranquilo.
—Hay que rendirse a la evidencia: el rey y la expedición debían estar de regreso hace mucho tiempo. No podemos dejar el país a la deriva.
—El visir y yo misma cuidamos de los asuntos corrientes.
—¿Deseáis mi ayuda?
—Realiza tu función y conténtate con ello. No es la mayor dicha de esta tierra, pero si tienes tanta inquietud, ¿por qué no te pones al frente de una expedición y vas tras las huellas de tu padre y de tu hermano?
—Hay fenómenos que no comprendemos. Los demonios del desierto devoran a aquellos que intentan arrancarle su oro. ¿No es mi deber permanecer aquí?
—Escucha la voz de tu conciencia.
Ninguno de los dos mensajeros de Seti, que partieron con cuatro días de intervalo, llegaron a Egipto. En la pista que llevaba al Valle, unos merodeadores de las arenas los esperaban.
Los mataron, robaron sus ropas y rompieron las tabletas de madera que había redactado Ramsés, en las que indicaba a la reina que la expedición extraía oro y ponía los cimientos del templo y de la ciudad de los mineros.
El emisario de los merodeadores de las arenas informó a Chenar que el faraón y el regente estaban vivos y que el rey, gracias a una intervención divina, había encontrado una fuente abundante en el corazón del desierto. Los beduinos, encargados de envenenar el pozo principal, habían fracasado.
En la corte, muchos pensaban que Seti y Ramsés habían sido víctimas de un maleficio. Pero ¿cómo aprovechar la ausencia del soberano? Tuya mantenía firmes las riendas del poder.
Sólo una verdadera desaparición de su marido y de su hijo menor la habría obligado a nombrar regente a Chenar.
En pocas semanas la expedición regresaría y Chenar habría desperdiciado una buena ocasión de acercarse al poder supremo. Sin embargo, existía una mínima posibilidad: que el calor insoportable, las serpientes o los escorpiones se encargaran de la misión que los beduinos habían sido incapaces de realizar.
Ameni no dormía.
El rumor aumentaba. La expedición dirigida por Seti y Ramsés también había desaparecido. Primero, el joven escriba no creyó aquellos rumores. Más tarde se informó en la oficina central de los mensajeros reales y se enteró de la angustiosa verdad.
No había noticias del faraón y del regente, ¡y no se tomaba la menor medida!
Sólo una persona podía desbloquear la situación y enviar un ejército de socorro al desierto del oeste. De manera que Ameni se dirigió al palacio de la gran esposa real donde fue recibido por una joven de sorprendente belleza. Aunque desconfiaba del sexo opuesto y de sus maleficios, el joven escriba apreció el rostro perfecto de Nefertari, el encanto de su mirada profunda y la dulzura de su voz.
—Desearía ver a su majestad.
—En ausencia del faraón, está muy ocupada. ¿Podría conocer el motivo de vuestra diligencia?
—Perdonadme, pero…
—Mi nombre es Nefertari; la reina me ha nombrado gobernanta de su casa. Os prometo que transmitiré fielmente vuestras palabras.
Aunque fuera una mujer, parecía sincera. Descontento de su propia debilidad, Ameni se dejó seducir.
—Como secretario particular y portasandalias del regente, creo indispensable enviar en seguida un cuerpo de élite en su búsqueda.
Nefertari sonrió.
—Disipad vuestros temores. La reina ya está informada.
—Informada… ¡Pero eso no es suficiente!
—El faraón no está en peligro.
—En ese caso habrían llegado mensajes a la corte.
—No puedo daros más explicaciones, pero tened confianza.
—Insistid ante la reina, os lo suplico.
—Ella se preocupa tanto como vos por la suerte de su marido y de su hijo, estad seguro de ello. Si corrieran algún peligro, ella intervendría.
El viaje, realizado a lomos de un asno vigoroso y rápido, fue un suplicio, pero Ameni, aunque detestaba desplazarse, debía ir a casa de Setaú. El encantador de serpientes vivía a orillas del desierto, lejos del centro de Menfis. El camino de tierra, a lo largo de un canal de riego, no se terminaba nunca; por suerte, algunos ribereños habían oído hablar de Setaú y de su esposa nubia, y conocían el emplazamiento de su morada.
Cuando llegó a buen puerto, Ameni tenía los riñones deshechos. Sacudido por una crisis de estornudos, debido al polvo, se frotó los ojos, rojos y doloridos.
Loto, que preparaba en el exterior una mixtura cuyo abominable olor agredió el olfato del joven escriba, le rogó que entrara. Cuando se disponía a franquear el umbral de la vasta casa blanca, retrocedió.
Una cobra real lo amenazaba.
—Es un viejo animal inofensivo —indicó Loto.
Ella acarició la cabeza del reptil, que se balanceó, como si apreciara aquel signo de afecto. Ameni aprovechó el momento para colarse al interior.
El recibidor rebosaba de redomas de diversos tamaños y de objetos con extrañas formas que servían para tratar el veneno.
En cuclillas, Setaú trasvasaba un líquido espeso y rojizo.
—¿Te has perdido, Ameni? Verte fuera de tu despacho resulta un milagro.
—Más bien un cataclismo.
—¿Qué brujo te ha hecho salir de tu antro?
—Ramsés es víctima de una conspiración.
—Tu imaginación te juega malas pasadas.
—Se ha perdido en el desierto del este, en la pista de las minas de oro, en compañía de Seti.
—¿Ramsés perdido?
—No ha habido ningún mensaje desde hace diez días.
—Atrasos administrativos…
—No, lo he verificado yo mismo… Y eso no es todo.
—¿Qué más?
—La instigadora de la conspiración es la reina Tuya.
Setaú estuvo a punto de volcar la copela. Se giró hacia el joven escriba.
—¿Has perdido el juicio?
—He solicitado una entrevista y me ha sido denegada.
—No es nada extraordinario.
—Me he enterado de que la reina juzga normal la situación, que no experimenta ningún temor y que no tiene intención de enviar una expedición de socorro.
—Rumores…
—He obtenido esta información de Nefertari, la nueva gobernanta de su casa.
Setaú puso aire compungido.
—Así pues, crees que Tuya ha intentado deshacerse de su marido para tomar el poder… ¡Inverosímil!
—Los hechos son los hechos.
—Seti y Tuya forman una pareja muy unida.
—¿Por qué se niega a socorrerlos? Acepta la evidencia: ella lo ha enviado a una muerte segura a fin de acceder al trono.
—Incluso si tuvieras razón, ¿qué puedes hacer?
—Partir a la búsqueda de Ramsés.
—¿Con qué ejército?
—Tú y yo bastaremos.
Setaú se levantó.
—¿Tú, caminar durante horas por el desierto? ¡En verdad has perdido el juicio, mi pobre Ameni!
—¿Aceptas?
—¡Por supuesto que no!
—¿Abandonarás a Ramsés?
—Si tu hipótesis es la buena, ya estará muerto, ¿para qué arriesgar nuestras vidas?
—Tengo un asno y agua. Dame un remedio contra las serpientes.
—No sabrás servirte de él.
—Gracias por todo.
—Quédate… ¡Tu idea es una locura!
—Estoy al servicio de Ramsés. No se retira la palabra dada.
Ameni subió al asno y tomó la dirección del desierto del este. Muy pronto se vio obligado a detenerse. Se tendió sobre la espalda, con las piernas dobladas, para aliviar el dolor de los riñones. El cuadrúpedo, a la sombra de una persea, masticaba un matojo de hierbas secas.
En su semisueño, el joven escriba pensó en proveerse de un bastón. Quizá tuviera que luchar…
—¿Te has arrepentido?
Ameni abrió los ojos y se incorporó.
Setaú estaba a la cabeza de cinco asnos, cargados de odres y de material necesario para afrontar el desierto.