El gran consejo del faraón se reunió inmediatamente después de la celebración de los ritos del alba. El sol quemaba. Por todas partes se buscaba la sombra. Algunos cortesanos, demasiado obesos, traspiraban copiosamente y se hacían abanicar en cuanto se desplazaban.
Por suerte, la sala de audiencias del rey era fresca; la hábil disposición de las altas ventanas aseguraba una circulación de aire que hacía agradable el lugar. Indiferente a los efectos de la moda, el rey sólo vestía un sencillo traje blanco, mientras varios ministros rivalizaban en elegancia. El visir, los grandes sacerdotes de Menfis y de Heliópolis y el superior de la policía del desierto participaban en ese consejo excepcional.
Ramsés, sentado a la derecha de su padre, los observaba.
Temerosos, inquietos, vanidosos, ponderados… Una multitud de tipos de hombres estaban reunidos allí, bajo la autoridad suprema del faraón, el único que mantenía la coherencia. Sin ella, se habrían destrozado entre sí.
—El superior de la policía del desierto es portador de malas noticias —reveló Seti—; que hable.
El alto funcionario, de unos sesenta años de edad, había escalado todos los peldaños de la jerarquía antes de llegar a la cumbre. Tranquilo, competente, conocía hasta la menor pista de los desiertos del oeste y del este, y mantenía la seguridad en esos vastos territorios cruzados por caravanas y expediciones de mineros. No ambicionaba ningún honor y se preparaba para un tranquilo retiro en su propiedad de Asuán. Así pues, sus declaraciones fueron escuchadas con mucha atención, tanto más cuanto que rara vez era invitado a expresarse en un marco tan solemne.
—El equipo de buscadores de oro, que partió hace un mes hacia el desierto del este, ha desaparecido.
Un largo silencio siguió a esta sorprendente declaración. El rayo de Seth no habría causado más efecto. El gran sacerdote de Ptah pidió la palabra al rey, quien se la concedió. Conforme al ritual del gran consejo, sólo se intervenía con el asentimiento del soberano, y los demás escuchaban al que hablaba sin interrumpirlo. Por grave que fuera el tema, ninguna interpelación estaba permitida. La búsqueda de una solución justa empezaba por el respeto al pensamiento del otro.
—¿Estáis seguro de esa información?
—¡Desde luego! Habitualmente, una cadena de mensajeros me tiene informado permanentemente de los progresos de este tipo de expedición, de sus dificultades, incluso de su fracaso. Desde hace varios días estoy sin noticias.
—¿Nunca se había dado el caso?
—Sí, en tiempos de disturbios.
—¿Un ataque de beduinos?
—En ese sector es muy improbable. La policía ejerce un severo control.
—¿Improbable o imposible?
—Ninguna tribu puede asaltar esa expedición hasta el punto de reducirla al silencio. Una escuadra de policías experimentados protegía a los buscadores de oro.
—¿Cuál es vuestra hipótesis?
—No tengo ninguna, pero estoy muy inquieto.
El oro de los desiertos era entregado a los templos: «carne de los dioses», material incorruptible y símbolo de la vida eterna, daba un resplandor sin igual a las obras de los artesanos.
En cuanto al Estado, lo usaba como sistema de pago para ciertas importaciones, o bien como regalo diplomático a soberanos extranjeros con los que se quería mantener la paz. Ninguna perturbación en la extracción del precioso metal podía ser tolerada.
—¿Qué proponéis? —preguntó el faraón al policía.
—No contemporizar y enviar el ejército.
—Asumo la jefatura —anunció Seti—. El regente me acompañará.
El gran consejo aprobó la decisión. Chenar, que se había cuidado de intervenir, alentó a su hermano y le prometió preparar unos informes de los que hablarían a su regreso.
En el noveno año del reinado de Seti, en el vigésimo día del tercer mes del año, un cuerpo expedicionario de cuatrocientos soldados, dirigidos por el faraón en persona y por su regente, avanzaba por un desierto tórrido, al norte de la ciudad de Edfu y a unos cien kilómetros al sur de la pista que llevaba a las canteras de Uadi Hammamat. Se acercaba a Uadi Mia, el último lugar en el que se había enviado un mensaje a Menfis.
El texto, trivial, no contenía ningún elemento alarmista. La moral de los buscadores de oro parecía excelente, igual que el estado sanitario del conjunto de los viajeros. El escriba no señalaba ningún incidente.
Seti mantenía la tropa en estado de alerta día y noche. A pesar de las certezas del jefe de la policía del desierto, presente con sus mejores elementos, temía un ataque sorpresa de beduinos procedentes de la península del Sinaí. El pillaje y el asesinato eran su ley. Sus jefes, presa de súbita locura, se mostraban capaces de los actos más bárbaros.
—¿Qué sientes, Ramsés?
—El desierto es magnífico, pero estoy inquieto.
—¿Qué ves más allá de esas dunas?
El regente se concentró. Seti estaba animado por la extraña mirada, casi sobrenatural, que había desplegado en Asuán para descubrir la nueva cantera.
—Mi visión se bloquea… Más allá de esas alturas, es el vacío.
—Sí, el vacío. El vacío de una muerte espantosa.
Ramsés se estremeció.
—¿Los beduinos?
—No, un agresor más insidioso y más despiadado.
—¿Tenemos que prepararnos para el combate?
—Es inútil.
Ramsés dominó su miedo, aunque se le oprimió la garganta. ¿De qué adversario habrían sido víctimas los buscadores de oro? Si se trataba de los monstruos del desierto, como creía la mayoría de los soldados, ningún ejército humano lograría vencer. Esas fieras aladas, provistas de gigantescas garras, hacían trizas a sus presas sin darles tiempo de defenderse.
Antes de subir la duna, caballos, asnos y hombres bebieron. La canícula obligaba a frecuentes paradas y las reservas de agua pronto se agotarían. A menos de tres kilómetros, uno de los grandes pozos de la región permitiría rellenar los odres.
Tres horas antes del ocaso se pusieron de nuevo en marcha y franquearon la duna sin demasiadas dificultades. Pronto vieron el pozo. La construcción, de piedra de sillería, estaba adosada al flanco de una montaña en cuyo interior estaba el oro.
Los buscadores de oro y los soldados encargados de protegerlos no habían desaparecido. Se encontraban todos allí, alrededor del pozo, tendidos en la arena ardiente, boca abajo o con el rostro expuesto al sol. De su boca entreabierta salía una lengua negra, sanguinolenta.
Ni uno había sobrevivido.
Sin la presencia del faraón, la mayoría de los soldados, consternados, habrían huido. Seti dio orden de levantar las tiendas y de montar guardia, como si el campamento estuviera bajo la amenaza de un asalto inminente. Luego hizo excavar tumbas en las que los desdichados serían enterrados, Sus esteras de viaje les servirían de mortaja. El rey en persona pronunciaría las fórmulas de paso y de resurrección.
La celebración funeraria, en medio de la paz del sol que se ponía en el desierto, calmó a los soldados. El médico de la expedición se acercó a Seti.
—¿Cuál ha sido la causa de las muertes? —preguntó el rey.
—La sed, majestad.
El rey se dirigió en seguida al pozo que vigilaban hombres de su guardia personal. En el campamento se esperaba probar un agua fresca y vivificante.
El gran pozo estaba lleno de piedras hasta el brocal.
—Vaciémoslo —propuso Ramsés.
Seti asintió.
La guardia personal del faraón emprendió la tarea con ardor. Era preferible no perturbar al grueso de la tropa. La cadena humana se mostró de una notable eficacia; Ramsés marcó el ritmo y mantuvo el entusiasmo que a veces flaqueaba.
Cuando la luna llena iluminó el fondo del pozo, los soldados, agotados, vieron cómo el regente bajaba una pesada jarra con la ayuda de una cuerda. A pesar de la impaciencia, maniobró con lentitud, para evitar romperla.
La jarra llena de agua ascendió. El regente la presentó al rey. La olió, pero no bebió de ella.
—Que un hombre baje al fondo del pozo.
Ramsés se pasó la cuerda por debajo de las axilas, hizo un nudo resistente y pidió a cuatro soldados que sujetaran con firmeza el extremo; luego pasó por encima del brocal y, apoyándose en los salientes de las piedras, empezó el descenso. La aventura no presentó grandes dificultades. A dos metros por encima del nivel del agua, la luz lunar le permitió ver varios cadáveres de asnos flotando. Desesperado, subió.
—El agua del pozo está contaminada —murmuró.
Seti vació la jarra en la arena.
—Nuestros compatriotas resultaron envenenados por beber agua de este pozo. Luego, el pequeño grupo de asesinos, sin duda beduinos, lo llenaron con piedras.
El rey, el regente y todos los miembros de la expedición estaban condenados. Incluso si salían en seguida hacia del Valle, morirían de sed antes de alcanzar los cultivos.
Esta vez, la trampa se cerraba.
—Vamos a dormir —exigió Seti—. Rogaré a nuestra madre, el cielo estrellado.