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Ameni temblaba y se regocijaba a la vez.

Temblaba después de haber escuchado el relato de Ramsés, que acababa de escapar a una muerte atroz; se regocijaba porque el regente le traía un indicio notable: la carta enviada a Seti para provocar su viaje a Asuán.

—La escritura es hermosa —constató—; una persona de alta sociedad, cultivada que tiene la costumbre de redactar misivas.

—Así pues, el faraón sabía que no procedía de un jefe de canteras y que se le tendía una trampa.

—En mi opinión, ambos estabais en la mira. Los accidentes en la cantera no son raros.

—¿Estás dispuesto a investigar?

—¡Por supuesto! Sin embargo…

—¿Qué?

—Te debo una confesión: he continuado mis investigaciones a propósito del propietario del taller sospechoso. Me hubiera gustado traerte la prueba de que se trataba de Chenar, pero he fracasado. Ahora me ofreces mucho más.

—Esperémoslo.

—¿Se ha sabido algo más del barquero?

—No, el verdadero culpable parece fuera del alcance.

—Una verdadera serpiente… Habría que pedir ayuda a Setaú.

—¿Por qué no?

—Tranquilízate, ya está hecho.

—¿Qué ha respondido?

—Puesto que se trata de tu seguridad, acepta prestarme ayuda.

Chenar no apreciaba mucho el sur. Allí hacía demasiado calor y se sentía menos sensible que en el norte a la evolución del mundo exterior. El inmenso templo de Karnak, no obstante, formaba una entidad económica tan rica y tan influyente que ningún candidato al poder supremo podía dejar de lado el apoyo del gran sacerdote. Así pues, hizo una visita de cortesía al pontífice, durante la cual sólo se intercambiaron trivialidades. Chenar tuvo la satisfacción de no sentir ninguna hostilidad por parte del importante personaje, que observaba de lejos las luchas políticas de Menfis y que, llegado el momento, tomaría el partido del más fuerte. La ausencia de elogios hacia Ramsés era una señal estimulante.

Chenar solicitó la posibilidad de permanecer algún tiempo en el templo y meditar, lejos de la agitación de la vida pública.

La autorización le fue concedida. El hijo mayor de Seti se avino mal a la somera comodidad de la celda monacal donde fue instalado, pero consiguió su objetivo: ver a Moisés.

Durante una pausa, el hebreo examinaba la columna sobre la que unos escultores habían grabado una escena oferente del ojo divino, que contenía la totalidad de las medidas que permitían aprehender el mundo.

—¡Una obra espléndida! Sois un arquitecto notable.

Moisés, cuya robusta constitución se había afianzado, observó a su interlocutor con cierto desdén por sus carnes demasiado blandas y su pronunciada corpulencia.

—Aprendo mi oficio. Es el maestro de obras el responsable de este éxito.

—No seáis tan modesto.

—Detesto a los halagadores.

—Vos no me apreciáis mucho, al parecer.

—Espero que sea recíproco.

—He venido aquí para recogerme y hallar la serenidad. El nombramiento de Ramsés fue un golpe muy duro, lo confieso, pero hay que terminar por aceptar la realidad. La quietud de este templo me ayudará.

—Tanto mejor para vos.

—Vuestra amistad por Ramsés no debería cegaros. Mi hermano no tiene buenas intenciones. Si amáis el orden y la justicia, no cerréis los ojos.

—¿Criticáis la decisión de Seti?

—Mi padre es un hombre excepcional, pero ¿quién no comete errores? Para mí, el camino del poder está definitivamente cerrado, y no lo lamento. Ocuparme del protocolo me basta, pero ¿qué será del futuro de Egipto si cae en manos de un incapaz, preocupado sólo por su ambición?

—¿Cuáles son vuestras intenciones precisas, Chenar?

—Haceros comprender. Estoy persuadido de que tenéis un gran porvenir; apostar por Ramsés sería un error desastroso.

Mañana, cuando suba al trono, ya no tendrá amigos y vos seréis olvidado.

—¿Qué proponéis?

—Dejemos de sufrir y preparemos otro futuro.

—El vuestro, supongo.

—Mi persona importa poco.

—Ésa no es mi impresión.

—Os confundís sobre mi. Servir a mi país es mi única meta.

—Los dioses os oyen, Chenar, ¿no sabéis que detestan la mentira?

—Son los hombres los que hacen la política de Egipto, no los dioses. Me interesa vuestra amistad. Juntos, triunfaríamos.

—Desengañaos y partid.

—Os habéis equivocado.

—No deseo levantar la voz ni cometer violencia en un lugar como éste. Si lo deseáis, continuaremos esta discusión fuera.

—No será necesario, pero no olvidéis mis advertencias. Algún día me lo agradeceréis.

La mirada enfurecida de Moisés disuadió a Chenar de insistir. Como temía, había fracasado. El hebreo no sería tan fácil de conquistar como Acha. Pero él también tenía debilidades, que con el tiempo se desvelarían.

Dolente apartó a Ameni, que no pudo oponerse a la carga de la furiosa mujer. La hermana de Ramsés empujó la puerta del despacho del regente y se introdujo como un golpe de viento.

Ramsés, sentado a la escriba en una estera, copiaba un decreto de Seti relativo a la protección de los árboles.

—¡Vas a actuar por fin!

—¿Cuál es la razón de esta irrupción, querida hermana?

—¡Cómo si no lo supieras!

—Refréscame la memoria.

—Mi marido espera su promoción.

—Dirígete al faraón.

—Se niega a conceder a los miembros de su familia privilegios que considera como… ¡injustificados!

—¿Qué más decir?

La cólera de Dolente se redobló.

—¡Es la decisión la injustificada! ¡Sary merece una promoción, y tú, el regente, deberías nombrarle supervisor de graneros!

—¿Puede un regente ir contra la voluntad del faraón?

—¡No te comportes como un cobarde!

—No cometeré un crimen de esa magnitud.

—¿Te burlas de mí?

—Cálmate, te lo ruego.

—Dame lo que merezco.

—Imposible.

—¡No juegues a ser incorruptible! Eres como los demás… ¡Alíate con los tuyos!

—Habitualmente eres más tranquila.

—No he escapado a la tiranía de Chenar para sufrir la tuya.

—¿Insistes en negarte?

—Conténtate con tu fortuna, Dolente. La avidez es un defecto mortal.

—Guarda para ti tu anticuada moral.

Y desapareció, vociferante.

En el jardín de la villa de Iset la bella crecían sicómoros majestuosos de sombra benéfica. La joven tomaba allí el fresco, mientras Ramsés trasplantaba jóvenes retoños a una tierra esponjosa y bien preparada. Por encima del regente, el follaje se estremecía por efecto de una suave brisa del norte. El árbol en el que gustaba encarnarse la diosa Hathor tendía sus ramas verdes hacia el más allá para dar de beber y comer a los justos, abrir su nariz y su boca, envolverlos con el perfume divino que encantaba al amo de la eternidad.

Iset la bella recogió lotos y se adornó los cabellos.

—¿Deseas un racimo de uvas?

—Dentro de veinte años, un magnífico sicómoro hará aún más agradable este jardín.

—Dentro de veinte años seré una anciana.

Ramsés la miró con atención.

—Si continúas manejando los afeites y los ungüentos con tanta habilidad, serás aún más encantadora.

—¿Estaré casada por fin con el hombre que amo?

—No soy adivino.

Con una flor de loto, le golpeó el pecho.

—Se habla de un accidente evitado por los pelos en las canteras de Asuán.

—Bajo la protección de Seti, soy invulnerable.

—Así pues, los ataques contra tu persona no han terminado.

—Tranquilízate, el culpable será identificado pronto.

Ella se quitó la peluca, desenrolló sus largos cabellos y los extendió sobre el torso de Ramsés. Con sus cálidos labios, lo cubrió de besos.

—¿Es tan complicada la felicidad?

—Si la has encontrado, cógela.

—Estar contigo me basta, ¿cuándo lo comprenderás?

—Al instante.

Abrazados, rodaron sobre un costado. Iset la bella acogió el deseo de su amante con la embriaguez de una mujer dichosa.

La fabricación de papiros era una de las mayores actividades de los artesanos egipcios. El precio variaba en función de la calidad y de la longitud de los rollos. Algunos, que llevaban pasajes del Libro de salida a la luz, estaban destinados a las tumbas, otros a las escuelas y a las universidades, la mayoría a la administración. Sin papiro era imposible administrar correctamente el país.

Seti había confiado al regente el cuidado de examinar, a intervalos regulares, la producción de papiro y de velar por su justo reparto. Cada sector se lamentaba de no recibir una cantidad suficiente y criticaba la rapacidad de los otros.

Ramsés acababa de advertir un abuso cometido por los escribas que trabajaban para Chenar. Así pues, había convocado a su hermano mayor con la intención de poner fin al asunto.

Chenar parecía estar de excelente humor.

—Si me necesitas, Ramsés, estoy a tu disposición.

—¿Controlas lo que hacen tus escribas?

—No al detalle.

—Las compras de papiro, por ejemplo.

—¿Hay alguna irregularidad?

—En efecto, tus escribas requisan de manera arbitraria gran cantidad de papiro de primera calidad.

—Me gusta escribir sobre un buen material, pero admito que es una práctica inadmisible. Los culpables serán castigados con severidad.

La reacción de Chenar sorprendió al regente. No sólo no protestaba, sino que reconocía su error.

—Aprecio tu manera de proceder —declaró Chenar—. Hay que reformar y sanear. Ninguna corrupción, por mínima que sea, debe ser tolerada. En este terreno puedo ayudarte de manera eficaz. Ocuparme del protocolo me permite conocer bien las costumbres de la corte y descubrir prácticas anormales. Denunciarlas no basta; es indispensable rectificar.

Ramsés se preguntó si realmente tenía a su hermano mayor frente a él. ¿Qué dios benéfico había transformado al retorcido cortesano en justiciero?

—Acepto encantado tu propuesta.

—¡Nada me haría más feliz que esta franca colaboración!

Voy a empezar por limpiar mis cuadras, luego seguiremos con las del reino.

—¿Tan manchadas están?

—Seti es un gran monarca, su nombre permanecerá en la historia, pero no puede ocuparse de todo y de todo el mundo.

Cuando se es un notable, hijo y nieto de notables, se adquieren malas costumbres y se arrogan derechos, con desprecio por los demás. Como regente, te es posible poner fin a esta relajación. Yo mismo saqué beneficio de ello en el pasado, pero ese período ha terminado. Somos hermanos, el faraón nos ha atribuido nuestros justos puestos: ésta es la verdad con la que debemos vivir.

—¿Es una tregua o es la paz?

—La paz, definitiva y sin vuelta —afirmó Chenar—. Nos hemos enfrentado, cada uno con nuestra parte de responsabilidad. Esta lucha fratricida ya no tiene sentido. Tú eres regente, yo soy jefe de protocolo: prestémonos ayuda para el bienestar del país.

Cuando Chenar se fue, Ramsés se turbó. ¿Le tendía una trampa, cambiaba de estrategia o era sincero?