El hombre que había intentado suprimir a Ramsés utilizando los servicios del palafrenero y del carretero no se había equivocado. El hijo menor del rey había nacido para suceder a éste. Muchos rasgos de su carácter se parecían a los de su padre: su energía parecía inagotable, su entusiasmo y su inteligencia, capaces de derribar cualquier obstáculo, el fuego que ardía en él lo predestinaba al poder supremo.
A pesar de las repetidas advertencias, nadie lo había querido escuchar. La elección de Ramsés como regente había abierto por fin los ojos de sus allegados, y habían lamentado el fracaso de su iniciativa. Por suerte, el palafrenero y el carretero habían muerto: como nunca los había visto y el intermediario no hablaría, la investigación se había atascado. No existía ningún medio para llegar hasta él y probar su culpa.
La naturaleza de sus proyectos, cuyo secreto estaba bien guardado, le impedían la menor imprudencia. Golpear fuerte y preciso era la única solución, incluso si la posición de Ramsés hacía la gestión menos fácil. El regente estaba permanentemente rodeado de personas, Ameni apartaba a los inoportunos y el león y el perro eran excelentes guardaespaldas. Actuar en el interior del palacio parecía imposible.
En cambio, durante un desplazamiento o un viaje, organizar un accidente no presentaba grandes dificultades, a condición de que el marco fuera bien elegido. Ahora bien, una idea brillante lo excitaba: si Seti caía en la trampa y aceptaba llevar a su hijo a Asuán, Ramsés no regresaría.
En aquel noveno año del reinado de Seti, Ramsés festejaba sus diecisiete años en compañía de Ameni, de Setaú y de la esposa nubia de éste, Loto. Lamentaba la ausencia de Moisés y de Acha; pero el primero estaba retenido en la obra de Karnak y el segundo acababa de partir hacia el Líbano, encargado de una misión de información para el Ministerio de Asuntos Exteriores. En el futuro, reunir a los antiguos alumnos del Kap presentaría muchas dificultades, a menos que el regente lograra convertir a sus amigos en colaboradores cercanos. Pero la independencia de espíritu de cada uno tendía a disociar sus caminos. Sólo Ameni se negaba a alejarse de Ramsés, pretextando que, sin él, el regente sería incapaz de dirigir la administración y de mantener al día sus informes.
Loto, rechazando los servicios del cocinero de palacio, había preparado cordero a la parrilla acompañado de granos de uva y garbanzos.
—Suculento… —reconoció el regente.
—Comamos pero no nos hartemos —recomendó Ameni—. Tengo trabajo.
—¿Cómo soportas a este escriba quisquilloso y aguafiestas? —preguntó Setaú que alimentaba al perro y al león, cuyo tamaño ya era impresionante.
—No todo el mundo tiene tiempo de correr tras las serpientes —respondió Ameni—. Si yo no me entretuviera en catalogar los medicamentos que recetas, tu búsqueda sería vana.
—¿Dónde se han instalado los recién casados? —preguntó Ramsés.
—A orillas del desierto —respondió Setaú, con los ojos brillantes—. En cuanto cae la noche y salen los reptiles, Loto y yo salimos de caza. Me pregunto si viviremos lo bastante para conocer la totalidad de las especies y sus costumbres.
—Tu casa no es ninguna chabola —precisó Ameni—. Más parece un laboratorio. Y no dejas de agrandarla… No me sorprende, con la pequeña fortuna que acumulas vendiendo tus venenos a los hospitales.
El encantador de serpientes miró al joven escriba con curiosidad.
—¿Quién te ha informado? ¡Tú no sales de tu despacho!
—Aislada o no, tu casa está registrada en el catastro y en el servicio de higiene. En lo que a mí respecta, tengo el deber de proporcionar informaciones fiables al regente.
—¡Pero me espías! Este enano es más peligroso que un escorpión.
El perro amarillo ladró, alegre, sin creer en la cólera de Setaú, quien continuó intercambiando frases agridulces con Ameni, hasta la inesperada irrupción de un mensajero del faraón. Se invitaba a Ramsés a interrumpir cualquier asunto que tuviera entre manos e ir a palacio.
Seti y Ramsés avanzaron con pasos lentos por el sendero que serpenteaba entre enormes bloques de granito rosa. Llegados aquella misma mañana a Asuán, el soberano y su hijo se dirigieron inmediatamente a las canteras. El faraón deseaba comprobar por sí mismo los términos del alarmante informe que le había sido dirigido, e insistía en que su hijo conociera el universo mineral de donde procedían los obeliscos, los colosos, las puertas y los umbrales de los templos, y tantas obras maestras talladas en aquella piedra dura de brillo incomparable.
La misiva hablaba de un grave conflicto entre capataces, obreros y soldados encargados de transportar monolitos de varias toneladas sobre enormes barcazas atadas unas a otras, y construidas para la ocasión. A estos disturbios se añadía otro, aún más grave: los especialistas consideraban agotada la cantera principal. Según ellos, sólo quedaban pequeños filones y vetas demasiado cortas para sacar de ellas obeliscos de buen tamaño o estatuas gigantes.
El mensaje estaba firmado por alguien llamado Aper, jefe de canteros, y no había seguido la vía jerárquica. El técnico temía ser sancionado por sus superiores por haber revelado la verdad, y se había dirigido directamente al rey. Su secretariado, juzgando el tono ponderado y realista, había transmitido el mensaje a Seti.
Ramsés se sintió a gusto en medio de las rocas bañadas por el sol. Percibió la fuerza del material eterno que los escultores transformaban en piedras hablantes. La inmensa cantera de Asuán era uno de los pedestales sobre los cuales se edificaba el país desde la primera dinastía. Encarnaba la estabilidad de la obra que pasaba a través de las generaciones y desgastaba el tiempo.
Una rigurosa organización presidía la explotación del granito. Divididos por equipos, los canteros localizaban los mejores bloques, los probaban y los manipulaban con respeto. De la perfección de su trabajo dependía la supervivencia de Egipto. De sus manos nacían los templos donde residían las fuerzas de la creación y las estatuas donde vivía el alma de los resucitados.
Cada faraón se preocupaba de las canteras y de las condiciones de vida de los que trabajaban en ellas. Los jefes de equipo se alegraron de volver a ver a Seti y de saludar al regente, cuyo parecido con su padre era cada vez más notable. Allí, el nombre de Chenar era desconocido.
Seti hizo llamar al jefe de los canteros.
Rechoncho, de espaldas anchas, con la cabeza cuadrada y los dedos gruesos, Aper se prosternó ante el rey. ¿Merecería reprobación o elogio?
—La cantera me parece tranquila.
—Todo está en orden, majestad.
—Tu carta pretende todo lo contrario.
—¿Mi carta?
—¿Niegas haberme escrito?
—Escribir… Ése no es mi fuerte. Cuando es necesario, utilizo los servicios de un escriba.
—¿No me has alertado a propósito de un conflicto que enfrenta a los obreros y a los soldados?
—¡Oh, no!, majestad… Hay algunos pequeños roces, pero nos las arreglamos.
—¿Y los capataces?
—Se les respeta y nos respetan. No son gentes de ciudad, sino obreros salidos del pueblo. Han trabajado con sus manos y conocen el oficio. Si uno de ellos se toma por lo que no es, nos ocupamos de él.
Aper se frotó las manos, dispuesto a una nueva lucha a manos limpias contra cualquiera que manifestara un abuso de autoridad.
—La cantera principal, ¿amenaza con agotarse?
El jefe de los canteros se quedó con la boca abierta.
—¡Ah!, eso… ¿Quién os ha avisado?
—¿Es verdad?
—Más o menos… Empieza a ser más duro, es necesario excavar más profundo. Dentro de dos o tres años hará falta explotar un nuevo yacimiento. Pero el que estéis advertido de ello… ¡es clarividencia!
—Muéstrame el lugar preocupante.
Aper condujo a Seti y a Ramsés a la cumbre de una pequeña colina desde donde se descubría la mayor parte de la zona explotada.
—Aquí, a vuestra izquierda —indicó tendiendo la mano—; no sabemos si podremos sacar un obelisco.
—Mantened silencio —exigió Seti.
Ramsés vio transformarse la mirada de su padre. Fijaba la vista en las piedras con una intensidad extraordinaria, como si penetrara en el interior, como si su carne se convirtiera en granito. Junto a Seti, el calor se volvió casi insoportable. Pasmado, el jefe de los canteros se apartó. Ramsés permaneció junto al soberano. También él intentó percibir algo más allá de la apariencia, pero su pensamiento chocó con los bloques compactos, y sintió un dolor a la altura del plexo solar. Obstinado, no renunció a ello. A pesar del sufrimiento, terminó por distinguir claramente los filones entre sí. Parecían salir de las profundidades de la tierra, abrirse al sol y al aire, adoptar una forma específica, luego solidificarse y convertirse en granito rosa, salpicado de estrellas centelleantes.
—Dejad el lugar habitual —ordenó Seti— y excavad una ancha veta hacia la derecha; el granito se mostrara generoso durante decenas de años.
El jefe de los canteros bajó la colina y, con un pico, rompió una escoria negruzca que no dejaba presagiar nada bueno. Sin embargo, el faraón no se había equivocado; apareció un granito de una fascinante belleza.
—Ramsés, tú también lo has visto. Continúa así, sigue penetrando el corazón de la piedra, y conseguirás saber.
En menos de un cuarto de hora, el milagro del faraón fue anunciado en las canteras, en los muelles y en la ciudad. Significaba que la era de los grandes trabajos continuaría y que la prosperidad de Asuán no se detendría.
—No fue Aper quien escribió la carta —concluyo Ramsés—. ¿Quién ha intentado engañaros?
—No me han hecho venir aquí para abrir una nueva cantera —estimó Seti—. El remitente de la misiva no esperaba este resultado.
—¿Qué esperaba?
Perplejos, el rey y su hijo descendieron la colina por un sendero estrecho, trazado en su flanco. Seti caminaba delante con paso seguro.
Un fragor intrigó a Ramsés.
En el momento en que se dio la vuelta, dos guijarros, brincando como gacelas alocadas, le arañaron la pierna; formaban la vanguardia de un agresivo montón de piedras que precedía a un enorme bloque de granito que bajaba la pendiente a gran velocidad.
Cegado por una nube de polvo, Ramsés gritó:
—¡Padre, apartaos!
Al retroceder, el joven cayó.
La poderosa mano de Seti lo levantó y lo apartó de la trayectoria. El bloque de granito siguió su loca carrera, y se oyeron gritos. Canteros y picapedreros acababan de divisar a un hombre que huía.
—¡Es él, allí! ¡Él ha echado a rodar el bloque! —gritó Aper.
Se organizó la persecución.
Aper fue el primero en alcanzar al fugitivo, al que dio un violento puñetazo en la nuca para obligarlo a detenerse. El jefe de los canteros calculó mal su fuerza: fue un cadáver lo que presentó al faraón.
—¿Quién es? —preguntó Seti.
—Lo ignoro —respondió Aper—; no trabaja aquí.
La policía de Asuán llegó a un rápido resultado: el hombre era un barquero, viudo y sin hijos, cuyo trabajo consistía en repartir vasijas.
—Era a ti a quien apuntaban —afirmó Seti—; pero tu muerte no estaba grabada en ese bloque.
—¿Me concederéis el derecho a buscar por mí mismo la verdad?
—Lo exijo.
—Sé a quién confiar la investigación.