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Ameni sentía una admiración sin límites por Ramsés, pero no lo creía exento de defectos. Así, el regente olvidaba demasiado pronto los golpes que le daban y no aclaraba ciertos asuntos misteriosos como el de los panes de tinta adulterados. El joven portasandalias tenía buena memoria. Como su nueva posición le procuraba ventajas, se aprovechó de ellas.

Recordó los hechos a sus veinte subordinados, sentados como escribas sobre esteras y muy atentos, y no omitió ningún detalle. Pese a ser un discreto orador, Ameni electrizó a su auditorio.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó uno de los funcionarios.

—Explorar los servicios de archivos que me eran inaccesibles. Existe por fuerza una copia del documento original, con el nombre completo del propietario del taller. El que lo descubra, que me lo traiga en seguida y no hable con nadie. El regente sabrá recompensarlo.

Comenzadas las investigaciones a tan gran escala, no podían dejar de tener éxito. Cuando tuviera la prueba en la mano, Ameni se la mostraría a Ramsés. Una vez ese asunto estuviera zanjado, él lo convencería de ocuparse de nuevo del carretero y del palafrenero. Ningún criminal debía escapar al castigo.

Como regente, Ramsés era objeto de múltiples solicitudes y recibía abundante correspondencia. Ameni apartaba a los inoportunos y redactaba las respuestas en las cuales el hijo de Seti colocaba su sello. El secretario particular leía cada misiva, hacia el seguimiento de cada archivo. Ninguna crítica perjudicaría al regente, incluso si Ameni debía perder la poca salud que le quedaba.

Aunque Acha sólo tuviera dieciocho años, parecía un hombre maduro, cargado de experiencia y de vuelta de todo. De una refinada elegancia, se cambiaba de túnica y de taparrabo a diario, seguía la moda menfita y cuidaba su cuerpo. Perfumado, recién afeitado, a veces ocultaba sus cabellos ondulados bajo una carísima peluca. Los pelos de su fino bigote estaban alineados de manera impecable y su fino rostro reflejaba la nobleza de una larga estirpe de notables a la que se sentía muy ufano de pertenecer.

El joven causaba unanimidad. Los diplomáticos de carrera no ahorraban elogios sobre él y se asombraban de que el faraón aún no le hubiera confiado un puesto importante en una embajada. Acha, con un ánimo siempre parejo, no había expresado ninguna protesta. Conocía al dedillo los secretos de pasillo del Ministerio de Asuntos Exteriores y sabía que su hora llegaría.

Sin embargo, la visita del regente lo sorprendió. De pronto se sintió en falta. Habría tenido que ser él el que se desplazara y se inclinara delante de Ramsés.

—Acepta mis excusas, regente de Egipto.

—¿De qué servirían entre amigos?

—He descuidado mis deberes.

—¿Estás satisfecho con tu trabajo?

—Más o menos. La vida sedentaria no me gusta mucho.

—¿Adónde te gustaría ir?

—A Asia. Allí se jugará el futuro del mundo. Si Egipto está mal informado, corre el riesgo de sufrir graves decepciones.

—¿Te parece que nuestra diplomacia está inadaptada?

—A juzgar por lo que conozco, sí.

—¿Y qué propones?

—Estar más en el terreno para conocer mejor la manera de pensar de nuestros aliados y de nuestros adversarios, hacer el inventario de sus fuerzas y de sus debilidades, dejar de creer que somos invulnerables.

—¿Temes a los hititas?

—Hay muchas informaciones contradictorias sobre ellos…

—¿Quién conoce de verdad sus efectivos militares y la eficacia de su ejército? Hasta ahora se ha evitado un enfrentamiento directo.

—¿Lo lamentas?

—Claro que no, pero constata conmigo que vivimos en la incertidumbre.

—¿No te sientes feliz en Menfis?

—Una familia rica, una villa agradable, una carrera totalmente planificada, dos o tres amantes… ¿Es eso la felicidad?

Hablo varias lenguas, entre ellas el hitita. ¿Por qué no utilizar mis dotes?

—Yo puedo ayudarte.

—¿De qué manera?

—Como regente, propondré al rey tu nombramiento en una de nuestras embajadas en Asia.

—¡Sería prodigioso!

—No te alegres tan pronto. La decisión pertenece a Seti.

—Agradezco tu gesto.

—Esperemos que sea eficaz.

El cumpleaños de Dolente era una buena ocasión para una fiesta a la cual estaban invitados los notables del reino. Desde su coronación, Seti ya no asistía. Dejando a Chenar el cuidado de organizar las festividades, Ramsés deseaba evitar aquella velada mundana aunque, por consejo de Ameni, había aceptado aparecer antes de la cena.

Grueso y jovial, Sary apartó a los aduladores que deseaban cubrir de elogios al regente y, sobre todo, solicitar sus favores.

—Tu presencia nos honra… ¡Qué orgulloso me siento de mi alumno! Orgulloso y desanimado.

—¿Desanimado?

—Ya no educaré más a un futuro regente. A tu lado, los niños del Kap me parecerán insulsos.

—¿Deseas cambiar de función?

—Confieso que la administración de los graneros me apasionaría más y me dejaría tiempo para ocuparme de Dolente.

No veas en ello una de las innumerables súplicas que te hacen todos los días. Pero si te acordaras de tu antiguo profesor…

Ramsés movió la cabeza. Su hermana corrió hacia él. Demasiado maquillada, había envejecido una decena de años.

Sary se alejó.

—¿Te ha hablado mi marido?

—Sí.

—Me siento feliz desde que has vencido a Chenar. Es un ser malvado y pérfido, que deseaba nuestra desgracia.

—¿Qué daño te ha hecho?

—No tiene importancia. Tú eres el regente, no él. Favorece a tus verdaderos aliados.

—Sary y tú os equivocáis sobre mis posibilidades.

Dolente pestañeó rápido.

—¿Qué significa…?

—Yo no juego con los cargos administrativos sino que intento captar las ideas de mi padre y comprender cómo gobierna el país, para inspirarme en su modelo algún día, si los dioses así lo quieren.

—¡Basta de bellas ideas! En esa intimidad con el poder supremo, sólo debes pensar en aumentar tu dominio sobre los demás y formar tu propio clan. Mi marido y yo queremos formar parte de él, lo merecemos. Nuestros méritos te serán indispensables.

—Me conoces muy mal, querida hermana, y conoces muy mal a nuestro padre. No es así como se dirige Egipto. Ser regente me permite observar su trabajo desde dentro y sacar lecciones de ello.

—Tus blandengues palabras no me interesan. Aquí, en la tierra, sólo cuenta la ambición. Tú eres igual que los demás, Ramsés, y si no aceptas las leves de la existencia serás aniquilado.

Solo bajo la columnata frente a la fachada de su villa, Chenar sacaba conclusiones del conjunto de informaciones que acababa de recoger. Afortunadamente, su red de amigos no se había desmembrado y la cantidad de enemigos de Ramsés no había disminuido. Éstos observaban sus hechos y sus gestos y se los comunicaban a Chenar, quien con toda seguridad sería el faraón a la muerte de Seti. El comportamiento casi pasivo del regente, su fidelidad incondicional a Seti y su obediencia ciega lo convertirían rápidamente en una sombra sin consistencia.

Chenar no compartía este optimismo a causa de un hecho catastrófico para él: la breve estancia de Ramsés en Heliópolis. En efecto, era allí donde un faraón era definitivamente reconocido como tal por aclamación. Así habían sido coronados los primeros reyes de Egipto.

De esta manera, Seti afirmaba su voluntad de manera manifiesta, sobre todo porque Ramsés había sido confrontado con la balanza de Heliópolis, según la indiscreción de un sacerdote. El faraón reinante reconocía la capacidad de rectitud del regente y sus aptitudes para respetar la regla de Maat.

Claro que este acto supremo había sido llevado a cabo en secreto y no poseía más que un valor mágico. Pero la voluntad de Seti se había expresado y no se modificaría.

Jefe de protocolo… ¿Un espejismo? Seti y Ramsés deseaban que él se adormeciera en aquel cómodo cargo y olvidara sus sueños de grandeza, mientras el regente se apoderaría poco a poco de las riendas del poder.

Ramsés era más astuto de lo que parecía. Su humildad de fachada ocultaba una ambición feroz. Desconfiando de su hermano mayor, había intentado engañarlo. Pero el episodio de Heliópolis revelaba sus verdaderos planes. Chenar debía cambiar de estrategia. Dejar pasar el tiempo sería un error que lo condenaría al fracaso. Tenía, pues, que pasar a la ofensiva y considerar a Ramsés un temible competidor. Atacarlo desde el interior no bastaría. Extrañas ideas atravesaron la mente de Chenar, tan extrañas que lo aterrorizaron.

Su deseo de desquite fue más fuerte. Vivir como un súbdito de Ramsés sería insoportable para él. Cualesquiera que fueran las consecuencias del combate oculto que emprendía, no retrocedería.

El barco con la gran vela blanca surcaba por el Nilo con una elegancia soberana. El capitán conocía las menores dificultades de navegación del río y las sorteaba con habilidad.

Chenar estaba sentado en su camarote, al abrigo de los rayos del sol. No sólo temía las quemaduras, sino que quería conservar la piel blanca para diferenciarse de los campesinos de tez bronceada.

Frente a él, bebiendo un zumo de algarrobo, estaba Acha.

—Espero que nadie os haya visto subir a bordo.

—Tomé precauciones.

—Sois un hombre prudente.

—Sobre todo curioso… ¿Por qué debo imponerme tantas precauciones?

—Durante vuestros estudios en el Kap, erais amigo de Ramsés.

—Condiscípulo, más bien.

—Desde su nombramiento como regente, ¿habéis estado en contacto?

—Ha apoyado una solicitud mía para un puesto en una embajada en Asia.

—Yo contribuí, creedme, a consolidar vuestra reputación pese a que mi desgracia me impidió obtener para vos lo que deseaba.

—Desgracia… ¿no es excesivo el término?

—Ramsés me odia y apenas se preocupa por la felicidad de Egipto. Su único objetivo es el poder absoluto. Si nadie le impide lograrlo, entraremos en una era de desgracias. Yo puedo evitarlo, y mucha gente razonable me ayudará.

Acha permaneció impasible.

—Yo conocí mucho a Ramsés —objetó— y no se parecía en nada al futuro tirano que describís.

—Practica un juego muy sutil, presentándose como un buen hijo y un discípulo obediente de Seti. Nada le gustaría más a la corte y al pueblo. Yo mismo estuve engañado un tiempo. En realidad sólo piensa en convertirse en el amo de las Dos Tierras. ¿Sabéis que ha ido a Heliópolis para recibir la aprobación del gran sacerdote?

El argumento turbó a Acha.

—Es un paso que me parece prematuro, en efecto.

—Ramsés ejerce una influencia negativa sobre Seti. En mi opinión, intenta convencer al rey de que debe retirarse lo antes posible y ofrecerle el poder.

—¿Seti es maleable hasta ese punto?

—Si no lo fuera, ¿por qué habría escogido a Ramsés como regente? Conmigo, su hijo mayor, habría tenido junto a él a un fiel servidor del Estado.

—Parecéis dispuesto a cambiar muchas costumbres.

—Porque son obsoletas. ¿Acaso el gran Horemheb no actuó con prudencia al redactar un nuevo código de leyes? Las antiguas se habían vuelto injustas.

—¿No estáis decidido a abrir Egipto al mundo exterior?

—Ésa era mi intención, en efecto, pues sólo el comercio internacional garantiza la prosperidad.

—¿Y habéis cambiado de opinión?

Chenar se ensombreció.

—El futuro reinado de Ramsés me obliga a modificar mis planes. Ésta es la razón por la que insistí en que nuestra conversación fuera secreta. Lo que quiero deciros es de una gravedad excepcional. Porque quiero salvar a mi país, debo emprender una guerra subterránea con Ramsés. Si aceptáis ser mi aliado, vuestro papel será determinante. Cuando llegue la victoria, cosecharéis los frutos.

Acha, hermético, pensó largo rato.

Si se negaba a colaborar, Chenar se vería obligado a suprimirlo. Había dicho demasiado. Pero no existía otro método para reclutar a los hombres que necesitaba. Si Acha aceptaba, sería uno de los más activos.

—Sois demasiado elíptico —afirmó.

—Las relaciones comerciales con Asia no bastarán para derribar a Ramsés. Debido a las circunstancias, hay que ir más lejos.

—¿Pensáis… en otra forma de trato con el extranjero?

—Cuando los hicsos invadieron y gobernaron el país, hace muchos siglos, se beneficiaron de la complicidad de varios jefes de provincia del Delta, que prefirieron colaborar antes que morir. Tomemos la delantera a la historia, Acha. Utilicemos a los hititas para expulsar a Ramsés, formemos un grupo de responsables que mantendrá nuestro país en el buen camino.

—El peligro es considerable.

—Si no lo intentamos, Ramsés nos aplastará bajo sus sandalias.

—¿Qué proponéis exactamente?

—Vuestro nombramiento en Asia será el primer paso. Conozco vuestras excepcionales dotes para relacionaros. Tendréis que ganaros la amistad del enemigo y convencerlo para que nos ayude.

—Nadie está informado de las verdaderas intenciones de los hititas.

—Gracias a vos, lo estaremos. También adaptaremos nuestra estrategia y manipularemos a Ramsés a fin de que cometa errores fatales que nosotros aprovecharemos.

Muy tranquilo Acha entrecruzó los dedos.

—Sorprendente proyecto, en verdad, pero muy arriesgado.

—Los timoratos están destinados al fracaso.

—Suponed que los hititas sólo quieran una cosa: hacer la guerra.

—En ese caso nos las arreglaremos para que Ramsés la pierda y nosotros aparezcamos como salvadores.

—Necesitaríamos muchos años de preparación.

—Tenéis razón. La lucha comienza hoy. Ante todo hay que hacer cualquier cosa para impedir que Ramsés acceda al trono. Si fracasamos, habrá que derribarlo gracias a un asalto procedente del interior y del exterior a la vez. Lo considero un adversario de envergadura, cuyo poder irá afirmándose. Razón por la cual hay que desechar la improvisación.

—¿Qué me ofrecéis a cambio de mi ayuda? —preguntó Acha.

—El puesto de ministro de Asuntos Exteriores. ¿Os conviene?

La sonrisita del diplomático probó a Chenar que había hecho diana.

—Mientras esté encerrado en un despacho de Menfis, mi acción será muy limitada.

—Vuestra reputación es excelente, y Ramsés nos ayudará sin saberlo. Estoy convencido de que vuestro nombramiento es sólo una cuestión de tiempo. Mientras estéis en Egipto, no nos veremos más. Después, nuestros encuentros serán secretos.

El barco atracó lejos del puerto de Menfis. En la orilla, un carro conducido por un aliado de Chenar llevó a Acha de vuelta a la ciudad.

El hijo mayor de Seti miró alejarse al diplomático. Varios hombres estarían encargados de espiarlo. Si intentaba informar a Ramsés no sobreviviría mucho tiempo a la traición.