Iset la bella se aferró al cuerpo desnudo de Ramsés y le tarareó al oído una canción de amor que conocían todas las jóvenes egipcias:
—«¿No soy acaso tu sirvienta, atada a tus pasos? Podría vestirte y desvestirte, ser la mano que te peina y te masajea. ¿No soy la que lava tu túnica y te perfuma, no soy las pulseras y las joyas que tocan tu piel y conocen tu olor?»
—Es el amante quien canta esos versos y no la amante.
—Poco importa… Quiero que los escuches, y que los escuches, siempre.
Iset la bella hacía el amor con violencia y ternura al mismo tiempo. Grácil, ardiente, no paraba de inventar juegos sorprendentes para deslumbrar a su amante.
—Que seas regente o campesino, me importa poco. Es a ti a quien quiero, tu fuerza, tu belleza.
La sinceridad y la pasión de Iset conmovían a Ramsés. En sus ojos no había rastro de mentira. Él respondió a su abandono con el ardor de sus dieciséis años y saborearon el placer al unísono.
—Renuncia —le propuso.
—¿A qué?
—Al cargo de regente, al futuro de faraón… Renuncia, Ramsés, y vivamos felices.
—Cuando era más joven, deseaba ser rey. Esta idea me apasionaba y no me dejaba dormir. Luego mi padre me hizo comprender que aquella ambición era insensata. Renuncie, olvidé esa locura. Y ahora Seti me liga al trono… Un torrente de fuego atraviesa mi vida y no conozco su destino.
—No te sumerjas en él, permanece en la orilla.
—¿Soy libre de decidir?
—Confía en mi y te ayudaré.
—Sean como sean tus esfuerzos, estoy solo.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Iset.
—Me niego a esa fatalidad. Si formamos una pareja unida resistiremos mejor las tribulaciones.
—No traicionaré a mi padre.
—Al menos no me abandones.
Iset la bella ya no se atrevía a hablar de matrimonio. Si fuera necesario, ella permanecería en la sombra.
Setaú manipulaba la diadema y el ureus del regente con circunspección, ante la mirada divertida de Ramsés.
—¿Temerías a esa serpiente?
—No tengo ningún medio para curar su mordedura. No existe remedio contra su veneno.
—¿Tú también me quieres disuadir de que asuma la función de regente?
—Sí, también yo… ¿quieres decir que no soy el único que tiene esta opinión?
—Iset la bella desea una existencia más tranquila.
—¿Quién podría reprochárselo?
—Tú, el aventurero, ¿sueñas ahora con una vida mezquina apacible?
—El camino que tomas es peligroso.
—¿No nos comprometimos a descubrir el verdadero poder? Tú arriesgas la vida cada día. ¿Por qué tendría yo que ser timorato?
—Yo sólo me enfrento a reptiles. Tú deberás hacer frente a los hombres, una especie mucho más temible.
—¿Aceptarías trabajar a mi lado?
—El regente forma su clan…
—Confío en Ameni y en ti…
—¿No en Moisés?
—Él tiene su propio camino, aunque estoy convencido de que me lo toparé como maestro de obras. Juntos, construiremos templos espléndidos.
—¿Y Acha?
—Ya hablaré con él.
—Tu ofrecimiento me honra, pero no lo acepto. ¿Te dije que me casaba con Loto? Hay que desconfiar de las mujeres estoy de acuerdo, pero ésta es una ayudante valiosa. Buena suerte, Ramsés.
En menos de un mes, Chenar había perdido la mitad de sus amigos. Por lo tanto, la situación no era desesperada: había creído que se quedaría solo, pero una gran cantidad de notables, pese a la elección de Seti, no creían en el porvenir de Ramsés. A la muerte del faraón, tal vez el regente, agobiado e incompetente, dimitiera en favor de un hombre con experiencia.
¿Chenar había sido víctima de una injusticia? A él, al sucesor designado, lo habían apartado de manera brutal, sin la menor explicación. ¿De qué otra arma se había servido Ramsés para seducir a su padre sino de la calumnia a su hermano mayor?
Con una satisfacción inequívoca, Chenar comenzaba a pasar por la víctima. De él dependía el utilizar con paciencia esta inesperada ventaja, el propagar rumores cada vez más insistentes, y aparecer como una alternativa a los excesos de Ramsés. La maniobra necesitaría tiempo, mucho tiempo. Su logro requería de un conocimiento de los planes de su adversario. Así que Chenar pidió audiencia al nuevo regente, instalado en el cuerpo principal del palacio real de Menfis, cerca del faraón.
Primero tuvo que franquear el obstáculo de Ameni, la condenada alma de Ramsés. ¿Cómo corromperlo? No le gustaban ni las mujeres ni los placeres de la mesa, trabajaba sin descanso encerrado en su despacho, y no parecía tener más ambición que servir a Ramsés. Sin embargo, toda coraza tiene una grieta. Chenar terminaría sin duda por descubrirla.
Se dirigió al portasandalias del regente con deferencia y lo felicitó por el aspecto impecable de los nuevos locales, en los que unos veinte escribas trabajaban a sus órdenes. Insensible al halago, Ameni no dirigió ningún cumplido a Chenar y se contentó con introducirlo en la sala de audiencias del regente.
Sentado en los escalones que llevaban a un estrado provisto de un trono, Ramsés jugaba con su perro y su pequeño león. Éste se fortalecía a ojos vistas. Los dos animales se entendían a las mil maravillas. El león dominaba su fuerza y el perro su majadería. Vigilante le había enseñado a robar carne de las cocinas sin que lo cogieran, y Matador protegía al perro amarillo oro, al que nadie podía acercarse sin su consentimiento.
Chenar se sintió aterrado.
¿Aquello era un regente, el segundo personaje del Estado después del faraón?
Un chiquillo en el cuerpo de un atleta, dedicado a jugar. Seti había cometido una locura de la que se arrepentiría. Aunque hervía de indignación, Chenar logró contenerse.
—¿El regente me haría el honor de escucharme?
—Nada de ceremonias entre nosotros. Ven y siéntate.
El perro amarillo se había puesto contra el lomo, con las patas al aire, para manifestar su sumisión ante Matador. A Ramsés le gustó la astucia. El cachorro de león, satisfecho, no advertía que el perro lo llevaba de las narices y organizaba los juegos a su antojo. El observarlos enseñaba mucho al regente.
Simbolizaban la alianza de la inteligencia y de la fuerza.
Titubeando, Chenar se sentó en un escalón, a poca distancia de su hermano. El león lanzó un gruñido.
—No tengas miedo. No ataca sin una orden mía.
—Esta fiera se volverá peligrosa. ¿Y si hiriera a algún visitante notable?
—No hay peligro…
Vigilante y Matador dejaron de jugar y observaron a Chenar. Su presencia los irritaba.
—He venido a ponerme a tu servicio.
—Te lo agradezco.
—¿Qué tarea deseas confiarme?
—No tengo ninguna experiencia en la vida pública y en el funcionamiento del Estado. ¿Cómo podría asignarte una función sin cometer un error?
—¡Tú eres el regente!
—Seti es el único amo de Egipto. Es él quien toma las decisiones importantes. Y nadie más. No necesita de mi opinión.
—Pero…
—Yo soy el primero que reconozco mi incompetencia y no tengo la menor intención de jugar a gobernante. Mi actitud no cambiará: servir al rey y obedecerle.
—¡Tendrás que tomar iniciativas!
—Sería traicionar al faraón. Me contentaré con realizar las tareas que él me asigne y llevarlas a cabo lo mejor que pueda.
Si fracaso, me destituirá y nombrará a otro regente.
Chenar estaba desarmado. Él esperaba el comportamiento arrogante de un depredador y frente a él tenía a un corderito servil e inofensivo. ¿Acaso Ramsés había aprendido ardides como el interpretar un personaje para inducir a error a su adversario? Existía una sencilla manera de saberlo.
—Supongo que conoces la jerarquía.
—Necesitaré meses, incluso años, para conocer sus sutilezas. ¿Es indispensable? Gracias a la labor de Ameni, me libraré de una gran cantidad de tormentos administrativos y tendré tiempo para ocuparme de mi perro y de mi león.
No había ironía en el tono de Ramsés. Parecía incapaz de sopesar la importancia de su poder. Ameni, por hábil y trabajador que fuera, sólo era un joven escriba de diecisiete años.
No conocía al dedillo los secretos de la corte. Al rehusar rodearse de hombres experimentados, Ramsés se debilitaría y aparecería como un chiflado.
En lugar de librar una batalla a fondo, Chenar se aventuró por un terreno conquistado.
—Yo suponía que el faraón te había dado alguna directiva sobre mí.
—Tienes razón.
Chenar se irguió.
¡Finalmente sabría la verdad! Hasta entonces su hermano sólo había disimulado y se aprestaba a asestarle el golpe decisivo que lo excluiría a él de la vida pública.
—¿Qué desea el faraón?
—Que su hijo mayor asuma sus deberes de siempre y que sea jefe de protocolo.
Jefe de protocolo… El cargo era importante. Chenar se ocuparía de organizar las ceremonias oficiales, velaría por la aplicación de los decretos y estaría permanentemente mezclado con la política del rey. Lejos de haber sido apartado, ocuparía una posición central, pese a no tener el relieve de la de regente. Maniobrando con habilidad, tejería una tela sólida y duradera.
—¿Debo darte cuenta de mis actividades?
—Al faraón, no a mí. ¿Cómo podría juzgar lo que ignoro?
¡Así que Ramsés era un regente de pacotilla! Seti conservaba todos los poderes y seguía teniendo confianza en su hijo mayor.
En el centro de la ciudad santa de Heliópolis se levantaba el inmenso templo de Ra, el dios de la luz divina, que había creado la vida. En aquel mes de noviembre, cuando las noches se tornaban frescas, los sacerdotes preparaban las Fiestas de Osiris, rostro oculto de Ra.
—Tú conoces Menfis y Tebas —le dijo Seti a Ramsés—. Debes descubrir Heliópolis. Aquí se formó el pensamiento de nuestros antepasados. No olvides honrar este lugar santo. A veces, Tebas cobra demasiada importancia. Ramsés, el fundador de nuestra dinastía, preconizaba el equilibrio y la justa repartición de poderes entre los grandes sacerdotes de Heliópolis, de Menfis y de Tebas. Yo he respetado esa postura, respétala tú también. No te sometas a ningún dignatario, sé el lazo que los une y los domina.
—Pienso a menudo en Avaris, la ciudad de Seth —confesó Ramsés.
—Si el destino hace de ti un faraón, volverás allí y te comunicarás con el poder secreto cuando yo haya muerto.
—¡Vos no moriréis jamás!
La exclamación había salido del pecho del joven regente.
Los labios de Seti esbozaron una sonrisa.
—Si mi sucesor cuida mi ka, tal vez tendré esa suerte.
Seti hizo entrar a Ramsés en el santuario del gran templo de Ra, donde, en el centro de un patio a cielo abierto, dominaba un enorme obelisco cuya punta recubierta de oro hendía el cielo para disipar las influencias nocivas.
—Así ha sido simbolizada la piedra primordial, surgida del océano de los orígenes en el alba de los tiempos. Mediante su presencia en la tierra se preserva la creación.
Aún bajo los efectos de la conmoción, Ramsés fue conducido junto a una acacia gigante que veneraban dos sacerdotisas y que representaban los papeles de Isis y Nefti.
—En este árbol —explicó Seti— el invisible hace nacer al faraón, lo alimenta con la leche de las estrellas y le da su nombre.
Para el regente no habían acabado las sorpresas. En una vasta capilla había una balanza de oro y plata fijada a un pie de madera estucada, de una envergadura de dos metros y una altura de dos metros treinta. En lo alto tenía un babuino de oro, encarnación del dios Thot, el patrón de los jeroglíficos y de la mesura.
—La balanza de Heliópolis pesa el alma y el corazón de todos los seres y de todas las cosas. Que Maat, de quien es uno de sus símbolos, no deje de inspirar tu pensamiento y tus actos.
Al final del día pasado en la ciudad de la luz, Seti llevó a Ramsés hasta una obra que ya habían abandonado los obreros.
—Aquí se erigirá una nueva capilla, pues la obra no se interrumpe jamás. Construir el templo es el primer deber del faraón. Con él, el faraón construye a su pueblo. Arrodíllate, Ramsés, y lleva a cabo tu primera obra.
Seti tendió a Ramsés un mazo y un cincel. Bajo la protección del obelisco único y la mirada de su padre, el regente talló la primera piedra del futuro edificio.