Ameni verificaba las exigencias del protocolo. Durante la procesión de Karnak, en Luxor, Ramsés estaría situado entre dos ancianos dignatarios y no debería acelerar demasiado el paso.
Conservar un ritmo lento y solemne le exigiría un verdadero esfuerzo.
Ramsés entró en su despacho, pero olvidó cerrar la puerta.
A causa de la corriente de aire, Ameni estornudó.
—Cierra la puerta —exigió, gruñón—, tú nunca estás enfermo, tú…
—Perdóname… Aunque ¿así hablas al regente del reino de Egipto?
El joven escriba levantó unos ojos asombrados hacia su amigo.
—¿Qué regente?
—Si no lo he soñado, mi padre me ha asociado al trono ante la corte en pleno.
—¡Es una broma que no tiene gracia!
—Tu falta de entusiasmo me derrite el corazón.
—Regente, regente… Imagínate el trabajo…
—La lista de las responsabilidades se alarga, Ameni. Mi primera decisión consistirá en nombrarte portasandalias. Así no te separarás de mí y me aconsejarás.
Sorprendido, el joven escriba se echó contra el respaldo de su silla, dejando colgar la cabeza.
—Portasandalias y secretario particular… ¿Cuál es la divinidad lo bastante cruel para encarnizarse así con un pobre escriba?
—Vuelve a examinar el protocolo, ya no estoy en medio del cortejo.
—Quiero verle de inmediato —exigió Iset la bella, irritada.
—Es del todo imposible —respondió Ameni, que sacaba brillo a un soberbio par de sandalias de cuero blanco que Ramsés llevaría en las grandes ceremonias.
—¿Sabes por una vez dónde se encuentra?
—Claro.
—¡Entonces habla!
—Es inútil.
—Déjame decidirlo yo.
—Perdéis vuestro tiempo.
—Eso no puede decidirlo un pequeño escriba.
Ameni colocó las sandalias sobre una estera.
—¿Un pequeño escriba el secretario particular y portasandalias del regente del reino? Deberéis cambiar de lenguaje, bella damita. El desdén es una actitud que a Ramsés no le gusta.
Iset la bella estuvo a punto de abofetear a Ameni, pero contuvo su gesto. Aquel muchacho tenía razón. El cariño que le tenía el regente lo convertía en un personaje oficial al que no podría seguir tratando con desprecio. A regañadientes, cambió de tono.
—¿Puedo saber dónde encontrar al regente?
—Como ya os he dicho, es imposible. El rey lo llevó a Karnak. Allí pasarán la noche haciendo meditación antes de ponerse a la cabeza de la procesión hacia Luxor, mañana por la mañana.
Iset la bella se retiró mortificada. Cuando acababa de producirse un milagro, ¿se le escapaba Ramsés? No, ella lo amaba y él la amaba. Su instinto la había mantenido en el buen camino, lejos de Chenar y junto al nuevo regente. Mañana sería la gran esposa real y la reina de Egipto.
De repente esta perspectiva la aterró. Al pensar en Tuya, tomó conciencia del peso de aquella función y de las cargas que implicaba. No era la ambición la que la guiaba, sino la pasión. Estaba loca por Ramsés, el hombre y no el regente.
Ramsés promovido al poder supremo… ¿Acaso ese milagro no se parecía a la desdicha?
En la alegre batalla que siguió al nombramiento de Ramsés, Chenar había visto a su hermana Dolente y a su marido Sary darse codazos para ser los primeros en felicitar al nuevo regente. Aún bajo el efecto de la sorpresa, los partidarios de Chenar no habían homenajeado a Ramsés de manera ostensible, pero el hijo mayor del rey no dudaba de que su traición estaría próxima.
Con toda seguridad, él estaba vencido, era dejado de lado, y debía ponerse al servicio del regente. ¿Qué esperar de Ramsés, sino un puesto honorífico privado de poder real?
Chenar se sometería para engañarlo, pero no renunciaría.
El futuro no estaría desprovisto de sorpresas. Ramsés aún no era faraón. En la historia de Egipto había habido regentes que habían muerto antes que el rey que los había elegido. La robustez de Seti le permitiría vivir largos años, durante los cuales sólo delegaría una ínfima parte de sus poderes, poniendo así al regente en una situación delicada. De Chenar dependía empujarlo al vacío, llevarlo a cometer faltas irreparables.
En verdad, nada estaba perdido.
—¡Moisés! —exclamó Ramsés divisando a su amigo en el gran tajo que Seti había abierto en Karnak. El hebreo abandonó el equipo de canteros colocado bajo su dirección y se inclinó ante el regente.
—Os saludo…
—Levántate, Moisés.
Se felicitaron, contentísimos de verse.
—¿Es tu primer puesto?
—El segundo. Aprendí a fabricar ladrillos y a tallar piedras en la orilla oeste. Luego fui destinado aquí. Seti desea construir una inmensa sala de columnas, con capiteles en forma de flores de papiro, alternando con brotes de loto. Los muros serán semejantes al flanco de las montañas, las riquezas de la tierra estarán grabadas en las paredes y la belleza de la obra alcanzará la altura del cielo.
—El proyecto te gusta.
—¿Acaso el templo no es un recipiente de oro que contiene en su seno todas las maravillas de la creación? Sí, el oficio de arquitecto me apasiona. Creo que he encontrado mi camino.
Seti se unió a los dos jóvenes y precisó sus planes. La avenida cubierta, construida por Amenhotep III, con columnas de veinte metros de alto, ya no estaba al nivel de la grandeza de Karnak. De esta manera él había concebido otra, una verdadera selva de pilares, con muy poco espacio entre ellos, y una hábil distribución de los juegos de luz a partir de ventanas a claustra. Cuando la sala estuviera acabada, los ritos se celebrarían perpetuamente, gracias a la presencia de los dioses y del faraón en el fuste de las columnas. Las piedras mantendrían la luz original que alimentaba Egipto. Moisés planteé problemas de orientación y de resistencia de materiales. El rey lo tranquilizó colocándolo bajo la autoridad de un maestro de obras de la cofradía de «la plaza de verdad», la aldea de Deir el Medineh, situada en la orilla occidental, donde los artesanos iniciados se transmitían los secretos del oficio.
La noche caía en Karnak. Los obreros habían ordenado sus herramientas y la obra estaba vacía. En menos de una hora, astrónomos y astrólogos subirían al tejado del templo para estudiar el mensaje de las estrellas.
—¿Qué es un faraón? —le preguntó Seti a Ramsés.
—El que hace feliz a su pueblo.
—Para alcanzarlo no trates de hacer felices a los humanos en contra de su voluntad; por el contrario, realiza actos gratos a los dioses y al Principio que crea constantemente. Construye templos semejantes al cielo y ofrécelos a sus maestros divinos.
Busca lo esencial, y lo secundario será armonioso.
—¿Lo esencial no es Maat?
—Maat muestra la buena dirección, es el timón de la barca comunitaria, el zócalo del trono, la mesura perfecta y la rectitud del ser. Sin él, nada justo puede llevarse a cabo.
—Padre…
—¿Qué inquietud te atormenta?
—¿Estaré a la altura de mi cargo?
—Si no eres capaz de elevarte, serás aplastado. El mundo no podría tener un equilibrio sin la acción del faraón, sin su verbo, sin los ritos que celebra. Si la institución faraónica desapareciera un día, a causa de la estupidez y la codicia de los humanos, el reino de Maat se acabaría y las tinieblas volverían a cubrir la tierra. El hombre lo destruirá todo a su alrededor, incluidos sus semejantes, el fuerte aniquilará al débil, la injusticia triunfará, la violencia y la fealdad se impondrán por doquier. El sol no se alzará, incluso si su disco permanece en el cielo. Fundamentalmente, el hombre aspira al mal. El papel del faraón es el de enderezar el tallo torcido, de poner sin cesar orden en el caos. Toda otra forma de gobierno está destinada al fracaso.
Insaciable, Ramsés le hizo mil preguntas a su padre. El rey no eludió ninguna. La suave noche de verano estaba muy entrada cuando el regente, con el corazón rebosante, se tendió en la banqueta de piedra, con la mirada perdida en los miles de estrellas.
Por orden de Seti, el rito de la fiesta de Opet comenzó. Los sacerdotes sacaron de sus capillas las barcas de la trinidad tebana, Amón, el dios oculto, Mut, la madre cósmica, y su hijo Khonsu, el que cruza el cielo y los espacios, cuya encarnación era Ramsés. Antes de franquear la puerta del templo, Seti y su hijo ofrecieron ramos de flores a las barcas divinas y vertieron una libación en su honor. Luego los cubrieron con un velo para que los profanos vieran sin ver.
En ese decimonoveno día del segundo mes de la temporada de la inundación, una considerable muchedumbre se había concentrado en torno al templo de Karnak. Cuando se abrió la gran puerta de madera dorada, dando paso a la procesión que encabezaban el rey y su hijo, hubo una explosión de alegría.
Puesto que los dioses estaban presentes en la tierra, el año sería bueno.
Se organizaron dos procesiones. Una iría por tierra, tomando la avenida de esfinges que iba de Karnak a Luxor. La otra surcaría el Nilo, desde el muelle del primer templo al muelle del segundo. En el río, la barca real atraía todas las miradas. Recubierta con el oro del desierto y con piedras preciosas, brillaba al sol. Seti dirigía personalmente la flotilla, mientras Ramsés tomaba el camino bordeado de esfinges protectoras.
Trompetas, flautas, tamborines, sistros y laúdes acompañaban a acróbatas y bailarinas. En las orillas del Nilo, los mercaderes vendían apetitosas viandas y cerveza fresca. Ésta serviría para acompañar los pedazos de ave asada, los pasteles y la fruta.
Ramsés intentó abstraerse del ruido y concentrarse en su papel ritual: llevar los dioses hasta Luxor, el templo de la regeneración del ka real. La procesión se detuvo delante de unas cuantas capillas con el fin de depositar ofrendas y, a una prudente velocidad, llegó ante las puertas de Luxor al mismo tiempo que Seti.
Las barcas de las divinidades penetraron al interior del edificio, donde la multitud no era admitida. Mientras la fiesta continuaba fuera, allí se preparaba el renacimiento de las fuerzas ocultas de las que dependían todas las formas de fecundidad. Durante once días, en el secreto de la Sanctasanctórum, las tres barcas se recargaban de un nuevo poder.
El clero femenino de Amón bailó, cantó e interpretó música. Las bailarinas, de cabelleras abundantes y senos firmes, ungidas de ládano y perfumadas con loto, con la cabeza ceñida por juncias olorosas, ejecutaron lentas figuras de encanto sobrecogedor.
Entre las que tocaban el laúd estaba Nefertari. Manteniéndose más atrás que sus compañeras, se concentraba en su instrumento y parecía desinteresarse del mundo exterior. ¿Cómo una niña tan joven podía ser tan seria? Tratando de pasar inadvertida, se singularizaba. Ramsés buscó su mirada, pero los ojos verdiazules permanecieron fijos en las cuerdas del laúd. Fuera como fuese su actitud, Nefertari no lograba disimular su belleza. Ésta eclipsaba a la de las demás sacerdotisas de Amón, muy atractivas por otra parte.
Llegó el momento del silencio. Las jóvenes se retiraron, unas satisfechas de su contribución, otras con prisa por intercambiar impresiones. Nefertari permaneció recogida, como si deseara conservar en lo más profundo de sí misma el eco de la ceremonia.
El regente la siguió con la vista, hasta que la frágil silueta vestida de blanco inmaculado se difuminó en la luz cegadora del verano.