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Toda la corte se había desplazado a Tebas, a mediados de aquel septiembre, para participar en la grandiosa fiesta de Opet, durante la cual el faraón se comunicaría con Amón, el dios oculto, que regeneraría el ka de su hijo, encargado de representarlo sobre la tierra. Ningún noble podía estar ausente de la gran ciudad del sur durante esos quince días de alegría. Si las ceremonias religiosas estaban reservadas a algunos iniciados, el pueblo se entretenía y los ricos se visitaban entre sí en sus suntuosas villas.

Para Ameni, el viaje había sido un calvario, obligado a llevar muchos papiros y el material de escriba. Detestaba aquel tipo de desplazamientos, que perturbaba sus hábitos de trabajo. A pesar de un mal humor evidente, había preparado aquella migración con el mayor cuidado, de manera que Ramsés estuviera satisfecho.

Después de su regreso, el príncipe había cambiado. Su carácter, más sombrío, a menudo lo hacía retirarse para meditar. Ameni no lo importunaba. Se contentaba con hacerle un informe diario sobre sus actividades. Como escriba real y oficial superior, el príncipe debía despachar muchos pequeños problemas administrativos, que él descargaba en su secretario particular.

Al menos, en el barco que navegaba hacia Tebas, Ameni se había desembarazado de Iset la bella. Cada día, durante la ausencia de Ramsés, ella había intentado arrancarle informaciones que él no poseía. Como el encanto de la joven no hacía mella en él, sus intercambios de opiniones eran más bien intensos. Cuando Iset le había pedido a Ramsés la cabeza de su secretario, el príncipe la había despachado sin miramientos y la pelea había durado varios días. La joven debía convencerse: él jamás traicionaría a sus amigos.

En su exiguo camarote, Ameni redactaba cartas en las que Ramsés ponía su sello. El príncipe se sentó en una estera, al lado del escriba.

—¿Cómo puedes soportar un sol tan ardiente? —se asombró Ameni—. En tu lugar, yo estaría fulminado en menos de una hora.

Él y yo nos comprendemos; lo venero, me alimenta. ¿No quieres dejar de trabajar para contemplar el paisaje?

—La ociosidad me pone enfermo. Tu último viaje no parece haber ido muy bien.

—¿Es una crítica?

—Te has vuelto muy solitario.

—Tu actitud me influye.

—No te burles de mi y guarda tu secreto.

—Un secreto… Sí, tienes razón.

—Así pues, ya no tienes confianza en mí.

—Al contrario. Eres el único que puede comprender lo inexplicable.

—¿Tu padre te ha iniciado en los misterios de Osiris? —preguntó Ameni con ojos golosos.

—No, pero me ha hecho conocer a sus antepasados… A todos sus antepasados.

Ramsés pronunció estas últimas palabras con tal gravedad que el joven escriba se inquietó. Lo que el príncipe acababa de vivir era sin duda alguna una de las etapas esenciales de su existencia. Ameni hizo la pregunta que le quemaba los labios.

—¿El faraón ha modificado tu destino?

—Me ha abierto los ojos a otra realidad. He conocido al dios Seth.

Ameni se estremeció.

—¡Y estás vivo!

—Puedes tocarme.

—Si cualquier otro pretendiera haberse enfrentado a Seth no le creería. Tú eres diferente.

No sin aprensión, la mano de Ameni estrechó la de Ramsés. El joven escriba lanzó un suspiro de alivio.

—No te has transformado en un genio maligno…

—Nunca se sabe.

—Yo lo sabría. ¡No te pareces a Iset la bella!

—No seas tan severo con ella.

—¿Acaso no intentó romper mi carrera?

—Le demostraré su error.

—No cuentes conmigo para ser amable.

—A propósito… ¿No eres demasiado solitario y algo hosco?

—Las mujeres son peligrosas. Prefiero mi trabajo. Y tú deberías interesarte en el papel que tendrás en la fiesta de Opet. Tu lugar estará en el primer tercio del cortejo y llevarás un nuevo traje de lino, con mangas plisadas. Llamo tu atención sobre su fragilidad. Deberás mantenerte derecho y no hacer movimientos bruscos.

—Me impones pruebas difíciles.

—Cuando se está animado por la energía de Seth, eso es una diversión.

Con Canaán y Siria-Palestina pacificadas, Galilea y Líbano sometidos, los beduinos y los nubios vencidos, y los hititas mantenidos a raya más allá de Oriente, Egipto y Tebas podían realizar la fiesta sin ninguna inquietud. Tanto en el norte como en el sur, el país más poderoso de la tierra había dominado los demonios que sólo pensaban en apoderarse de sus riquezas. En ocho años de reinado, Seti se había impuesto como un gran faraón que venerarían las generaciones futuras.

Según ciertas indiscreciones, la morada eterna de Seti, en el Valle de los Reyes, sería la más amplia y más bella jamás construida. En Karnak, donde trabajaban varios arquitectos, el faraón dirigía personalmente una gran obra, y no se agotaban los elogios sobre el templo de la orilla oeste, en Gurnah, destinado a celebrar el culto del ka de Seti, su poder espiritual, para la eternidad.

Los más reacios admitían que el soberano tuvo razón en no lanzarse a una guerra azarosa contra los hititas y canalizar las energías del país hacia la construcción de santuarios de piedra, refugios de la presencia divina. No obstante, como Chenar hacía notar a los notables interesados, esta tregua no se había aprovechado para desarrollar los intercambios comerciales, únicos capaces de borrar las rivalidades.

Una gran cantidad de notables esperaban con impaciencia el advenimiento del hijo primogénito del faraón, puesto que se les parecía. La austeridad de Seti y su gusto por lo secreto le granjeaban sólidas enemistades, ya que algunos estimaban que eran poco consultados. Con Chenar, la discusión era más fácil. Encantador, agradable, sabía conciliar las disponibilidades de unos sin contrariar a los otros, prometiendo a cada uno lo que deseaba oír. Para él, la fiesta de Opet sería una nueva ocasión de extender su influencia ganándose la amistad del gran sacerdote de Amón y de su jerarquía.

Ciertamente, la presencia de Ramsés lo importunaba. Pero lo que había temido, después del rechazo incomprensible de Seti de nombrarlo virrey de Nubia, no se había producido. El faraón no había concedido ningún privilegio a su hijo menor, que se contentaba, como tantos otros hijos reales, con una existencia lujosa e indolente.

De hecho, Chenar se había equivocado al temer a Ramsés y considerarlo como un rival. Su vitalidad y su físico estaban bien pero carecía de otras aptitudes. Ni siquiera había que nombrarlo virrey de Nubia, un puesto demasiado difícil para él. Chenar pensaba en un cargo honorífico, como teniente de carros. Ramsés dispondría de las mejores monturas y reinaría sobre un pequeño equipo de brutos, mientras Iset la bella admiraría la musculatura de su rico marido.

El peligro estaba en otra parte: ¿cómo convencer a Seti de permanecer más tiempo en los templos y de mezclarse menos en los asuntos del país? El rey podría mostrarse celoso de sus prerrogativas y fastidiar las empresas de su regente. De Chenar dependía saberle mentir con habilidad y orientarlo sin brusquedad hacia la meditación sobre el más allá. Multiplicando los contactos con los comerciantes egipcios y extranjeros, cuyo discurso tenía poco interés a ojos del monarca, ocuparía un espacio creciente y se haría rápidamente indispensable. Sobre todo no había que atacarlo de frente, sino ahogarlo progresivamente en una red de influencias que al principio no podría advertir.

Chenar también debía neutralizar a su hermana Dolente.

Charlatana, sin carácter y curiosa, no le sería de ninguna utilidad en el marco de su política futura. Al contrario, decepcionada por no ocupar una posición de primera fila, se colocaría contra él con varios nobles adinerados, y por consiguiente indispensables. Chenar había pensado ofrecer a Dolente una inmensa villa, rebaños y un ejército de criados, pero ella nunca tendría bastante. Como él, sentía gusto por las intrigas y las conspiraciones. Ahora bien, dos cocodrilos no podían cohabitar en la misma charca. Aunque su hermana no tenía talla para resistírsele.

Iset la bella se probó un quinto vestido. No le gustó más que los cuatro anteriores. Demasiado largo, demasiado amplio, no suficientemente plisado… Irritada, ordenó a su doncella elegir otro taller de tejedoras. Durante el gran banquete que clausuraría la fiesta, ella debía ser la más hermosa, provocar a Chenar y seducir a Ramsés.

Acudió su peluquera, sofocada.

—De prisa, de prisa… sentaos, os peino y os pongo una peluca de aparato.

—¿A qué viene esta precipitación?

—Una ceremonia en el templo de Gurnah, en la orilla Oeste.

—¡No estaba prevista! Los ritos se inician mañana.

—No obstante es así; toda la ciudad está alborotada. Debemos darnos prisa.

Contrariada, Iset la bella se contentó con un vestido clásico y una peluca sobria que no ponían de relieve su juventud y su gracia. Pero era necesario no faltar a aquella cita inesperada.

El templo de Gurnah, una vez terminado, sería consagrado al culto del espíritu inmortal de Seti, cuando volviera al océano de energía tras haberse encarnado, a lo largo de una existencia, en el cuerpo de un hombre. La parte secreta del edificio, en el que el rey estaba representado cumpliendo los ritos tradicionales, aún estaba en manos de los escultores. Nobles y altos dignatarios se agrupaban ante la fachada del santuario, en un gran patio a cielo abierto que pronto cerraría un pilón.

Temiendo la violencia del sol, a pesar de la hora matinal, la mayoría se refugiaban debajo de unos parasoles portátiles rectangulares. Ramsés, divertido, observaba a esos grandes personajes vestidos con un refinamiento extremo. Largos trajes, túnicas con mangas ahuecadas y pelucas negras les daban un aspecto afectado. Imbuidos de su importancia, se mostrarían obsequiosos en cuanto Seti apareciera y besarían el suelo para no desagradarle.

Los cortesanos mejor informados afirmaban que el rey, después de haber celebrado los ritos de la mañana en Karnak, haría una ofrenda especial al dios Amón en la sala de la barca del templo de Gurnah a fin de que su ka fuera exaltado y su poder vital no disminuyera. Era la razón de ese atraso que imponía una penosa prueba física a los notables de edad. A menudo, Seti carecía de humanidad. Chenar se prometió evitar este defecto y explotar lo mejor posible las debilidades de unos y otros.

Un sacerdote, con el cráneo afeitado, vestido con un traje blanco sencillo y ceñido, salió del templo cubierto. Con un largo bastón en la mano, se abrió camino. Asombrados, los invitados a ese ceremonial desconocido se apartaron a su paso.

El sacerdote se detuvo ante Ramsés.

—Seguidme, príncipe.

Numerosas mujeres murmuraron al descubrir la belleza y la prestancia de Ramsés. Iset la bella se extasió de admiración.

Chenar sonrió. Así pues, a pesar de todo lo había logrado. Su hermano sería proclamado virrey de Nubia antes de la fiesta de Opet y enviado inmediatamente después a esa lejana región que tanto le gustaba.

Perplejo, Ramsés franqueó el umbral del templo siguiendo al introductor, que se dirigía hacia la parte izquierda del edificio.

La puerta de cedro se cerró tras ellos. El introductor colocó al príncipe entre dos columnas frente a tres capillas sumidas en la oscuridad. Desde la del centro salió una voz grave: la de Seti.

—¿Quién eres?

—Mi nombre es Ramsés, hijo del faraón Seti.

—En este lugar secreto, inaccesible al profano, celebramos la presencia eterna de Ramsés, nuestro antepasado y fundador de nuestra dinastía. Su figura, grabada en los muros, vivirá para siempre. ¿Te comprometes a rendirle culto y a venerarlo?

—Me comprometo.

—En este instante, yo soy Amón, el dios oculto. Ven hacia mi, hijo mío.

La capilla se iluminó.

Sentados en dos tronos estaban el faraón Seti y la reina Tuya. Él llevaba la corona de Amón, identificable por sus dos altas plumas. Ella, la corona blanca de la diosa Mut. La pareja real y la pareja divina se confundían. Ramsés estaba identificado con el dios hijo, y completaba así la trinidad sagrada.

Turbado, el joven no imaginaba que el mito, cuyo significado sólo era revelado en el secreto de los templos, se encarnara de ese modo. Se arrodilló ante aquellos dos seres, y descubrió que eran mucho más que su padre y su madre.

—Mi amado hijo —declaró Seti—, recibe de mí la luz.

El faraón impuso las manos sobre la cabeza de Ramsés; la gran esposa real hizo lo mismo.

De pronto, el príncipe sintió los beneficios de un calor muy suave. El nerviosismo y la tensión desaparecieron, dando paso a una energía desconocida que penetró en cada fibra de su ser.

En adelante viviría gracias al espíritu de la pareja real.

Se estableció el silencio cuando Seti apareció en el umbral del templo, con Ramsés a su derecha. El faraón llevaba la doble corona, que simbolizaba la unión del Alto y el Bajo Egipto.

Una diadema ceñía la frente de Ramsés.

Chenar se sobresaltó.

El virrey de Nubia no tenía derecho a aquel emblema… Era un error, ¡una locura!

—Asocio a mi hijo Ramsés al trono —declaró Seti con su voz grave y poderosa—, a fin de que yo pueda ver en vida sus realizaciones. Le nombro regente del reino y, en adelante participará de todas las decisiones que yo tome. Aprenderá a gobernar este país, a velar por su unidad y su bienestar, estará a la cabeza de este pueblo cuya dicha contará en lo sucesivo más que la suya propia. Luchará contra los enemigos exteriores e interiores, y hará respetar la ley de Maat, protegiendo al débil del fuerte. Y así será, pues grande es el amor que siento por Ramsés, el hijo de la luz.

Chenar se mordió los labios. La pesadilla iba a disiparse, Seti se retractaría. Ramsés se hundiría, renunciando a una función demasiado abrumadora para sus dieciséis años… Pero el ritualista, por orden del faraón, unió a la diadema un ureus de oro, representación de la cobra, cuyo aliento inflamado destruiría a los adversarios visibles e invisibles del regente, futuro faraón de Egipto.

La breve ceremonia terminó y se elevaron aclamaciones en el cielo luminoso de Tebas.