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Primero, Vigilante retrocedió. Luego se acercó.

El perro amarillo, temeroso, se atrevió a oler al cachorro de león, cuyos ojos asombrados descubrían un animal extraño. La fierecilla, aún débil, tenía ganas de jugar. Saltó sobre Vigilante y lo asfixió bajo su peso. El perro lanzó un ladrido, logró liberarse, pero no pudo evitar un zarpazo que le arañó el cuarto trasero.

Ramsés cogió al león por el cuello y lo sermoneó largamente. Con las orejas paradas, este último escuchó. El príncipe curó a su perro, cuya herida era superficial, y organizó una nueva confrontación entre sus dos compañeros. Vigilante, vengativo, administró una especie de bofetón al leoncillo, que Setaú había bautizado como Matador. ¿Acaso no había vencido al veneno de una serpiente y al espectro de una muerte cierta? Aquel nombre le daría suerte y era acorde con su formidable fuerza. Setaú había pensado en voz alta: un elefante gigante, un león monstruoso… ¿es que Ramsés sólo se entregaba a lo grandioso y a lo excepcional, incapaz de interesarse por lo pequeño y miserable?

Rápidamente, el cachorro de león y el perro tomaron conciencia de sus respectivas fuerzas. Matador aprendió a dominarse; Vigilante a ser menos majadero. Una amistad indestructible nació entre ellos. Juegos y locas carreras los unieron con la misma alegría de vivir. Después de las comidas, el perro se dormía apoyado en el flanco del león.

En la corte, las hazañas de Ramsés causaron mucho alboroto. Un hombre capaz de domar a un elefante y a un león estaba dotado de un poder mágico que nadie podía desdeñar.

Iset la bella sintió verdadero orgullo y Chenar una profunda amargura. ¿Cómo unos notables podían conducirse con tal ingenuidad? Ramsés había tenido suerte, eso era todo. Nadie se comunica con las fieras salvajes. Cualquier día el león volvería a ser salvaje y lo haría papilla.

Sin embargo, el hijo mayor del rey decidió mantener excelentes relaciones oficiales con su hermano. Tras haber expresado alabanzas a Seti, como todo Egipto, Chenar puso de relieve el papel que había jugado Ramsés en la lucha contra los nubios rebeldes. Ensalzó sus cualidades militares y deseó que se las reconocieran de manera más oficial.

Con ocasión de una entrega de recompensas a veteranos de Asia, en la cual Chenar actuaba en delegación del rey, manifestó la intención de ver a su hermano en privado. Ramsés esperó el final de la ceremonia y los dos hombres se retiraron al despacho de Chenar, cuya decoración acababa de ser cambiada. El pintor, con verdadero arte, había representado parterres de flores sobre los que volaban mariposas multicolores.

—¿No es una maravilla? Me gusta trabajar en medio del lujo. Mis tareas me parecen más llevaderas. ¿Deseas beber vino nuevo?

—No, gracias. Esas frivolidades me aburren.

—A mí también, pero son indispensables. A nuestros valientes les gusta que se les honre. ¿No arriesgan sus vidas, como haces tú, para preservar nuestra seguridad? Tu conducta fue ejemplar en Nubia. Sin embargo, el asunto estaba mal encarado.

Chenar había engordado. Aficionado a la buena carne, sin hacer ejercicio, parecía un voluminoso notable de provincia.

—Nuestro padre ha llevado esta campaña con mano maestra. Su sola presencia ha aterrorizado al adversario.

—Es verdad, es verdad… Pero tu aparición a lomos del elefante no ha sido ajena a nuestro éxito. Se dice que Nubia te ha impresionado mucho.

—Es verdad, me gusta esa región.

—¿Qué te pareció la conducta del virrey de Nubia?

—Indigna y condenable.

—Sin embargo, el faraón lo ha confirmado en su puesto.

—Seti sabe gobernar.

—Esta situación no puede durar. El virrey no tardará en cometer una nueva falta grave.

—Quizá ha sacado alguna lección de sus errores.

—Los hombres no cambian tan fácilmente, querido hermano. Tienen tendencia a recaer en sus errores. El virrey no será una excepción a la regla, créeme.

—A cada cual su destino.

—Su caída podría arrastrarte a ti.

—¿De qué manera?

—No te hagas el ignorante. Si te has enamorado de Nubia, el único cargo que deseas es el de virrey. Yo puedo ayudarte a conseguirlo.

Ramsés no esperaba esta proposición. Chenar observó su turbación.

—Estimo tu pretensión totalmente legítima —añadió—. Si ocupas ese puesto, no se produciría ninguna tentativa de revuelta. Servirías a tu país y serías feliz.

Un sueño… Un sueño que Ramsés había expulsado de su mente. Vivir allá, con su león y su perro, recorrer cada día extensiones inmensas y desiertas, comunicarse con el Nilo, con las rocas y la arena dorada… No, era demasiado sublime.

—Te burlas de mí, Chenar.

—Probaré al rey que estás hecho para ese puesto. Seti te ha visto actuar. Numerosas voces se unirán a la mía y ganarás la partida.

—Como quieras.

Chenar felicitó a su hermano.

En Nubia, Ramsés dejaría de molestarlo.

Acha se aburría.

En pocas semanas había agotado los gozos del trabajo administrativo que la jerarquía le había confiado. La burocracia y los archivos carecían de atractivo. Sólo le gustaba la aventura sobre el terreno. Tomar contacto, hacer hablar a la gente de toda condición, denunciar la mentira, descubrir los pequeños y grandes secretos, desvelar lo que intentaban ocultarle, eso era lo que le divertía.

Debía hacer del tiempo su aliado. Humillándose, en espera del puesto que le permitiría viajar por Asia y comprender los mecanismos del pensamiento de los enemigos de Egipto, desplegó la única estrategia que podía utilizar un diplomático: merodear por los pasillos.

De esta manera conoció a hombres de experiencia, cortos de palabras y celosos de sus secretos, y supo ablandarlos. Sin exigir nada, educado, cultivado, se ganó su confianza y entabló conversaciones sin jamás importunar a sus interlocutores.

Poco a poco, conoció el contenido de archivos confidenciales sin tener necesidad de consultarlos. Halagos, cumplidos muy bien pensados, preguntas pertinentes y un lenguaje selecto le atrajeron la estima de los altos funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Chenar sólo escuchó palabras favorables a propósito del joven Acha. Haberlo convertido en uno de sus aliados era uno de sus mejores éxitos. Durante sus conversaciones, frecuentes y discretas, Acha lo mantenía informado de lo que se tramaba entre bastidores del poder. Chenar verificaba y completaba sus propias informaciones. Día tras día, se preparaba de manera metódica para su oficio de rey.

Desde su regreso a Nubia, Seti parecía cansado. Varios consejeros eran partidarios del nombramiento de Chenar como regente, a fin de aliviar al soberano del peso de ciertas responsabilidades. Puesto que la decisión estaba tomada y no encontraría ninguna oposición, ¿para qué esperar más tiempo?

Hábil, Chenar frenaba el juego. Su juventud y su inexperiencia, afirmaba, tenían aún ciertos inconvenientes. Había que confiar en la sabiduría del faraón.

Ameni volvió al ataque. Curado de una congestión que lo había tenido postrado en cama, estaba decidido a probarle a Ramsés que sus investigaciones no habían sido en vano. El trabajo excesivo había minado la salud del joven escriba, aunque reanudaba su labor con la misma seriedad, triste por haberla retrasado. A pesar de que Ramsés no formulaba ningún reproche, Ameni se sentía culpable. Un día de descanso le parecía una falta imperdonable.

—He registrado todos los basureros y he obtenido una prueba —le dijo a Ramsés.

—¿«Prueba» no es un término excesivo?

—Dos fragmentos de caliza que encajan de manera indiscutible. En uno aparece la mención del taller sospechoso; en el otro, el nombre del propietario, fragmento desgraciadamente roto, pero que termina por la letra R. Este indicio ¿no acusa a Chenar?

Ramsés casi había olvidado la serie de dramas que habían precedido su viaje a Nubia. El palafrenero, el carretero, los panes de tinta adulterados… Todo eso le parecía muy lejos y poco digno de interés.

—Mereces que se te felicite, Ameni, pero ningún juez aceptará instruir un proceso con tan poco.

El joven escriba bajó la mirada.

—Me temía esa respuesta… ¿No deberíamos intentarlo por lo menos?

—Sería un fracaso asegurado.

—Encontraré algo más.

—¿Es posible?

—No te dejes engañar por Chenar. Si te hace nombrar virrey de Nubia es para librarse de ti. Sus crímenes serán olvidados y tendrá el terreno libre en Egipto.

—Soy consciente de ello, Ameni, pero me gusta Nubia. Tú vendrás conmigo y podrás descubrir un país sublime, lejos de las intrigas y de las mezquindades de la corte.

El secretario particular del príncipe no respondió, seguro de que la benevolencia de Chenar ocultaba una nueva trampa.

Mientras estuvieran en Menfis no renunciaría a buscar la verdad.

Dolente, la hermana mayor de Ramsés, se sentía lánguida al borde del estanque en el que se bañaba, en las horas de calor, antes de que la ungieran y masajearan. Desde el nombramiento de su marido, holgazaneaba el día entero y se sentía cada vez más fatigada. La peluquera, la manicura, la pedicura, el intendente, el cocinero…, todos la agotaban.

Pese a las pomadas prescritas por el médico, su piel seguía grasienta. En realidad debería haberse cuidado de forma más concienzuda, pero sus obligaciones sociales devoraban la mayor parte de su tiempo. Estar informada de los mil y un secretitos de la corte imponía la presencia en todas las recepciones y ceremonias que llenaban la existencia de la alta sociedad egipcia.

Desde hacía unas semanas, Dolente estaba inquieta. Los allegados a Chenar le hacían menos confidencias, como si desconfiaran de ella. Por eso había juzgado indispensable hablar de ello con Ramsés.

—Puesto que habéis hecho las paces —se atrevió a decir—, tus intervenciones ya no son desatendidas.

—¿Qué esperas de mi?

—Cuando Chenar sea regente, dispondrá de poderes considerables. Temo que me deje de lado. Ya comienzan a apartarme. Pronto contaré menos que una burguesa de provincia.

—¿Qué puedo hacer yo?

—Recuérdale a Chenar mi existencia y la importancia de mi red de relaciones. En el futuro le será útil.

—Se reirá en mi cara. Para mi hermano mayor, yo ya soy virrey de Nubia y estoy lejos de Egipto.

—Vuestra reconciliación, pues, es aparente.

—Chenar ha repartido las responsabilidades.

—¿Y tú te acomodas a un exilio con los negros?

—Me gusta Nubia.

Dolente se animó, saliendo de su sopor.

—¡Rebélate, hazme caso! Tu actitud es inadmisible. Aliémonos, tú y yo, para contrarrestar a Chenar. Ese monstruo recordará que tiene una familia que no debe arrojar a las tinieblas.

—Lo siento, querida hermana, pero no me gustan las conspiraciones.

Ella se levantó furiosa.

—No me abandones.

—Sé que eres capaz de defenderte sola.

En el silencio del templo de Hathor, tras haber celebrado los ritos de la tarde y oído los cantos de las sacerdotisas, la reina Tuya meditaba. Servir a la divinidad permitía alejarse de las bajezas humanas y entrever el porvenir del país con más lucidez.

La reina, en las largas conversaciones con su marido, había tenido dudas sobre la capacidad de Chenar para gobernar.

Como siempre, Seti la había escuchado muy atento. Él no ignoraba que habían atentado contra la vida de Ramsés y que el verdadero culpable, si no se trataba del carretero muerto en las minas de turquesas, seguía anónimo e impune. Pese a que la animosidad de Chenar hacia su hermano se había apaciguado, ¿podía considerársele inocente? A falta de pruebas, tales sospechas parecían monstruosas. Aunque el gusto por el poder transforma a los humanos en animales feroces.

Seti no descuidaba ningún detalle. Las opiniones de su esposa contaban más que las de los cortesanos, demasiado apegados a la causa de Chenar o acostumbrados a halagar al soberano. Juntos, Seti y Tuya examinaron el comportamiento de sus dos hijos e hicieron un balance.

Claro, la razón seleccionaba y analizaba, pero era incapaz de decidir. Era suya, la intuición fulgurante, el conocimiento directo transmitido de corazón en corazón de los faraones, la que trazaría el camino.

Al abrir la puerta que daba al jardín privado del príncipe Ramsés, Ameni se topó con un objeto extraño: una magnífica cama en madera de acacia. La mayoría de los egipcios dormían sobre esteras. Un mueble como aquél valía una pequeña fortuna.

Escandalizado, el joven escriba corrió a despertar a Ramsés.

—¿Una cama? Imposible.

—Ven a verla tú mismo. ¡Una obra maestra!

El príncipe coincidió con su secretario particular. El ebanista era un artesano excepcional.

—¿La entramos en la casa? —preguntó Ameni.

—Ni se te ocurra. Vigílala.

Saltando al lomo de su caballo, Ramsés galopó hasta la villa de los padres de Iset la bella. Tuvo que esperar a que la joven terminara de ataviarse, de forma que resultara atractiva, maquillada y perfumada.

Su belleza perturbó a Ramsés.

—Estoy lista —dijo sonriente.

—Iset… ¿Tú enviaste la cama?

Radiante, ella lo abrazó.

—¿Quién más se habría atrevido?

Llevando a cabo «la donación de la cama», Iset la bella obligaba al príncipe a regalarle otra, aún más suntuosa, que no sería más que la de los futuros esposos, unidos de por vida.

—¿Has aceptado mi regalo?

—No, ha quedado a la intemperie.

—Es una grave injuria —murmuró ella zalamera—. ¿Para qué retrasar lo que es ineluctable?

—Necesito seguir libre.

—No te creo.

—¿Te gustaría vivir en Nubia?

—¿En Nubia…,? ¡Qué horror!

—Pues ése es mi destino.

—¡Recházalo!

—Imposible.

Iset se separó de Ramsés y huyó corriendo.

Ramsés había sido invitado, junto con otros muchos notables, a escuchar la lectura de los nuevos nombramientos decretados por el faraón. La sala de audiencia estaba llena. Los veteranos mostraban una calma a veces engañosa, los más jóvenes ocultaban mal su nerviosismo. Muchos temían el juicio de Seti, que no admitía ningún retraso en la ejecución de las tareas que confiaba y se mostraba muy poco receptivo a las justificaciones de los incompetentes.

Durante las semanas que habían precedido a la ceremonia, la agitación había llegado al máximo. Cada notable se presentaba como un servidor celoso e incondicional de la política de Seti, a fin de preservar sus intereses y los de sus protegidos.

Cuando el escriba delegado comenzó la lectura del decreto en nombre del rey, se hizo un silencio total. Ramsés, que había cenado la víspera con su hermano mayor, no sentía la menor angustia. Su caso estaba zanjado; así pues, se interesó en los de los demás. Algunos rostros se iluminaron, otros se ensombrecieron, otros más esbozaron una mueca de desaprobación. Pero era la decisión del faraón y todos la respetarían.

Finalmente le tocó el turno a Nubia, que suscitaba un escaso interés. Tras los recientes hechos y las repetidas intervenciones de Chenar, el príncipe Ramsés sería designado para ser virrey.

La sorpresa fue grande: el titular del cargo había sido confirmado en sus funciones.