El príncipe se sacó el casco, la cota de cuero, el taparrabos ceremonial y las sandalias. Para aventurarse en la sabana nubia debía teñirse el cuerpo con carbón vegetal y llevar sólo un puñal. Antes de partir, entró en la tienda de Setaú.
El encantador de serpientes estaba hirviendo un líquido amarillento y Loto preparaba una tisana de hibisco que proporcionaba un brebaje de color rojo.
—Una serpiente roja y negra se deslizó bajo mi estera —explicó Setaú radiante—. ¡Qué suerte! Otra especie desconocida y una buena cantidad de veneno. Los dioses están con nosotros, Ramsés. Nubia es un paraíso. ¿Cuántas especies habrá?
Alzando los ojos, miró largamente al príncipe.
—¿Adónde piensas ir en ese estado?
—A localizar los campamentos rebeldes.
—¿Cómo lo harás?
—Iré derecho hacia el sur. Terminaré por descubrirlos.
—Lo importante es volver.
—Creo en mi suerte.
Setaú movió la cabeza.
—Bebe el karkadé con nosotros. Al menos conocerás un sabor sublime antes de caer en manos de los negros.
El licor rojo era afrutado y refrescante. Loto le sirvió tres veces a Ramsés.
—En mi opinión —decretó Setaú—, cometes una estupidez.
—Cumplo con mi deber.
—No digas frases huecas. Te lanzas de cabeza sin ninguna posibilidad de éxito.
—Al contrario, yo…
Ramsés se levantó, tambaleándose…
—¿Te sientes mal?
—No, pero…
—Siéntate.
—Debo partir.
—¿En ese estado?
—Estoy bien, estoy…
Desmayado, Ramsés cayó en brazos de Setaú. Éste lo tendió en una estera, junto al fuego, y salió de la tienda. Pese a saber que vería al faraón, la estatura de Seti lo impresionó.
—Gracias, Setaú.
—Según Loto, es una droga muy suave. Ramsés se despertará al alba, fresco y descansado. En lo que respecta a su misión, no temáis. Loto y yo tomaremos su lugar. Ella me guiará.
—¿Qué deseáis para vosotros?
—Proteger a vuestro hijo de sus excesos.
Seti se alejó. Setaú se sentía orgulloso: ¿cuántos podían jactarse de haber recibido el agradecimiento del faraón?
Un rayo de sol que se deslizó dentro de la tienda despertó a Ramsés. Durante unos instantes, su mente permaneció brumosa. No sabía dónde se encontraba. Luego la verdad estalló: Setaú y la nubia lo habían drogado.
Furioso, se precipitó fuera y se topó con Setaú, sentado como un escriba, que comía pescado seco.
—¡Calma! Un poco más y me lo haces tragar atravesado.
—¡Y a mí qué me hiciste tragar!
—Una lección de cordura.
—Tenía que cumplir una misión y tú me lo has impedido.
—Besa a Loto y agradecérselo. Gracias a ella conocemos el emplazamiento del principal campo enemigo.
—Pero… ¡si Loto es uno de ellos!
—Su familia fue asesinada durante la destrucción de la aldea.
—¿Crees que es sincera?
—Tú, el entusiasta, ¿te has vuelto escéptico? Sí, es sincera. Por eso decidió ayudarnos. Los rebeldes no pertenecen a su tribu y siembran la desgracia en la región más próspera de Nubia. En lugar de gemir, levántate, come y vístete como un príncipe. Tu padre te espera.
Siguiendo las indicaciones de Loto, el ejército egipcio se puso en marcha, con Ramsés a la cabeza, montado en el elefante. Durante las dos primeras horas, el animal se mostró tranquilo, casi indolente. En el camino, se alimentaba de ramajes.
Luego su actitud cambió. Con la mirada fija, avanzó más lentamente, sin hacer el menor ruido. Livianas, sus patas se posaban en el suelo con una increíble delicadeza. De repente su trompa se levantó hacia lo alto de una palmera y se apoderó de un negro armado con una honda. El animal lo lanzó contra el tronco y le quebró el espinazo.
¿Habría tenido tiempo el centinela de avisar a los suyos?
Ramsés se volvió, esperando órdenes. La señal del faraón fue inequívoca: desplegamiento y ataque.
El elefante se embaló.
Apenas habían franqueado la pequeña barrera de un palmeral, Ramsés los vio: centenares de guerreros nubios, de piel negrísima, con la parte anterior de la cabeza afeitada, la nariz chata, los labios gruesos, aros de oro en las orejas, plumas en los cabellos cortos y ensortijados, y las mejillas llenas de incisiones. Los soldados llevaban taparrabos de piel manchada; los jefes, túnicas blancas cerradas con cinturones rojos.
Era inútil conminarlos a rendirse. En cuanto divisaron el elefante y la vanguardia del ejército egipcio, echaron mano de los arcos y comenzaron a tirar flechas. Aquella precipitación les fue fatal, puesto que reaccionaron sin orden ni concierto, mientras las oleadas de asalto egipcias se sucedían con calma y determinación.
Los arqueros de Seti pusieron fuera de combate a los tiradores nubios que, aterrorizados se estorbaban entre sí. Luego los lanceros tomaron el campamento por la parte trasera y mataron a los negros que cargaban las hondas. Gracias a sus escudos, la infantería contuvo una carga a la desesperada con hachas y atravesaron a sus adversarios con sus espadas cortas.
Los nubios que sobrevivieron, presa del pánico, soltaron las armas, se arrodillaron y suplicaron a los egipcios que no los mataran.
Seti levantó el brazo derecho, y el combate, que sólo había durado unos minutos, se detuvo. Después, los vencedores ataron las manos a la espalda a los vencidos.
El elefante no había terminado su labor. Arrancó la techumbre de la choza más grande y despedazó los muros. Aparecieron dos nubios. Uno, alto y digno, con una ancha banda de tela roja en bandolera; el otro, pequeño y nervioso, ocultándose detrás de una canasta.
El segundo era el que había herido al gigante clavándole una lanza. Con la trompa, el elefante cogió al nubio como una fruta madura y, rodeándolo por la cintura, lo mantuvo en el aire largo rato. El negrito aullaba y gesticulaba, intentando inútilmente librarse de la tenaza. Cuando el gigante lo colocó en tierra, se creyó salvado; pero apenas esbozó un movimiento de fuga, una enorme pata le aplastó la cabeza. Sin brusquedad, el elefante acabó con el que lo había hecho sufrir tanto.
Ramsés se dirigió al otro nubio, que no se había movido.
Con los brazos cruzados en el pecho, se había contentado con contemplar la escena.
—¿Eres tú el jefe?
—En efecto, lo soy. Eres muy joven para habernos vencido así.
—El mérito es del faraón.
—Así que ha venido en persona… Ésa es la razón por la que los brujos vaticinaron que no podríamos ganar. Debí haberlos escuchado.
—¿Dónde se ocultan las otras tribus rebeldes?
—Te lo diré e iré a su encuentro para pedirles que se rindan. ¿El faraón les perdonará la vida?
—Es él quien decide.
Seti no concedió ningún respiro a sus enemigos. El mismo día atacó otros dos campamentos. En ninguno de los dos habían escuchado los consejos de moderación del jefe vencido.
Los combates duraron poco, pues los nubios luchaban sin coordinación. Recordando las predicciones de los brujos y pidiendo aparecer a Seti, cuya mirada quemaba como el fuego, muchos no lucharon con el ardor habitual. En sus cabezas, la guerra estaba perdida de antemano.
Al amanecer del día siguiente, las demás tribus depusieron las armas. Se hablaba con terror del hijo del rey, dueño de un elefante macho que había matado a decenas de negros. Nadie podría oponerse al ejército del faraón.
Seti hizo seiscientos prisioneros. Los acompañarían cincuenta y cuatro muchachos, setenta muchachas y cuarenta y ocho niños, que serían educados en Egipto para volver luego a Nubia, portadores de una cultura complementaria de la suya y orientada hacia la paz con su poderoso vecino.
El rey se aseguró de que el país de Irem había sido liberado en su totalidad y que los habitantes de aquella rica comarca agrícola tenían nuevamente acceso a los pozos de los que se habían apoderado los rebeldes. En adelante el virrey de Kush inspeccionaría cada mes la región a fin de evitar que estallaran nuevos disturbios. Si los campesinos tenían que formular quejas, los escucharía e intentaría darles satisfacción. En caso de litigio grave, el faraón decidiría.
Ramsés sentía nostalgia. Dejar Nubia lo afligía. No se había atrevido a pedirle a su padre el puesto de virrey, para el que se sentía capacitado. Cuando lo había abordado con aquella idea en la cabeza, la mirada de Seti lo había disuadido de formularla. El monarca le expuso su plan. Mantener en su lugar al actual virrey, exigiéndole una conducta intachable. A la menor falta, terminaría su carrera como intendente de una fortaleza.
La trompa del elefante rozó la mejilla de Ramsés. Indiferente a los requerimientos de numerosos soldados que deseaban ver al gigante desfilando en Menfis, el príncipe había decidido dejarlo libre y feliz en los paisajes que lo habían visto nacer. Ramsés le acarició la trompa, cuya herida ya cicatrizaba. El elefante le indicó la dirección de la sabana como si lo invitara a seguirlo. Pero los caminos del gigante y del príncipe se separaban allí.
Durante un largo rato, Ramsés se quedó inmóvil. La ausencia de su sorprendente aliado le atenazaba el corazón. Cuánto le habría gustado partir con él, descubrir caminos desconocidos, recibir sus enseñanzas. Pero el sueño se disipaba, había que volver a embarcar y regresar al norte. El príncipe juró volver a Nubia.
Los egipcios levantaban el campamento cantando. Los soldados no dejaban de dirigir elogios a Seti y a Ramsés, que habían transformado en triunfo una expedición peligrosa. No apagaron las brasas, que recogerían los indígenas.
Al pasar junto a un bosquecillo, el príncipe oyó un quejido.
¿Cómo habían podido abandonar a un herido?
Apartó las ramas y se encontró con un pequeño león aterrado, que respiraba con dificultad. El animal le tendió la pata derecha, hinchada. Con ojos afiebrados, gemía. Ramsés lo cogió en brazos y constató que el corazón le latía de manera irregular. Si no lo curaban, el cachorro moriría.
Felizmente, Setaú no había embarcado aún. Ramsés le presentó al enfermo. El examen de la herida no dejó lugar a duda.
—Una mordedura de serpiente —dictaminó Setaú.
—¿Y el diagnóstico?
—Muy pesimista… Mira atentamente: se ven tres agujeros que corresponden a los dos colmillos venenosos principales y al tercero de reemplazo, y la huella de veintisiete dientes. Por lo tanto, ha sido una cobra. Si este león no fuera excepcional ya habría muerto.
—¿Excepcional?
—Mira sus patas. Para un animal tan joven son enormes.
Si esta fiera sobreviviera alcanzaría un tamaño monstruoso.
—Intenta salvarlo.
—Su única oportunidad deriva de la estación. En invierno el veneno de la cobra es menos activo.
Setaú trituró en vino una raíz de árbol de serpiente, procedente del desierto oriental, y se la dio a beber al pequeño león.
Luego trituró muy finamente las hojas del arbusto en aceite y untó el cuerpo del animal a fin de estimular el corazón y aumentar la capacidad respiratoria.
Durante el viaje, Ramsés no abandonó al león, envuelto en un apósito compuesto de arena del desierto, mantenida húmeda, y hojas de ricino. El animal se movía cada vez menos. Alimentado con leche, se debilitaba. Sin embargo, le gustaban las caricias del príncipe y le dirigía miradas de gratitud.
—Vivirás —le prometió Ramsés— y seremos amigos.