La pequeña ciudad de Buhen vivía alborozada, ajena de una guerra en la que nadie creía. Las trece fortalezas egipcias habrían desalentado a cualquier agresor; en cuanto al país de Irem, representaba una amplia zona cultivada, garantía de una dicha tranquila que nadie pensaba en destruir. Como sus predecesores, Seti se había contentado con mostrar su capacidad militar a fin de impresionar las mentes y consolidar la paz.
Ramsés, recorriendo el campamento, se dio cuenta de que ningún soldado pensaba en el combate. Dormían, comían bien, hacían el amor con encantadoras nubias, jugaban a los dados, hablaban del regreso a Egipto… pero no limpiaban las armas.
Mientras, el virrey de Nubia todavía no había vuelto de la provincia de Irem.
Ramsés notó la propensión de los humanos a rechazar lo esencial para alimentarse de ilusiones. La realidad les parecía tan poco comestible que se hartaban de espejismos, con la certeza de librarse así de sus preocupaciones. El individuo era a la vez huidizo y criminal. El príncipe se juró no retroceder ante los hechos, incluso si no se correspondían con sus esperanzas. Como el Nilo, se enfrentaría a las rocas y las vencería.
En el extremo oeste del campamento, por el lado del desierto, un hombre en cuclillas excavaba la arena, como si enterrara un tesoro.
Intrigado, Ramsés se acercó, espada en mano.
—¿Qué haces?
—¡Cállate, no hagas ruido! —exigió una voz apenas audible.
—Responde.
El hombre se levantó.
—¡Qué estúpido! La has hecho huir.
—¡Setaú! ¿Te has enrolado?
—Por supuesto que no… Estaba convencido de que había una cobra negra en ese agujero.
Vestido con un extraño abrigo con bolsillos, mal afeitado, con la piel reseca y los negros cabellos brillando a la luz lunar, Setaú no se parecía mucho a un soldado.
—Según los buenos brujos, el veneno de las serpientes nubias es de una calidad excepcional. ¡Una expedición como ésta era una suerte inesperada!
—¿Y… el peligro? ¡Se trata de una guerra!
—No percibo el olor de la sangre. Los imbéciles de los soldados se atracan de comida y se emborrachan. En el fondo, es su actividad menos peligrosa.
—Esta calma no durará.
—¿Estás seguro o es una profecía?
—¿Piensas que el faraón habría desplazado tantos hombres para un simple desfile?
—Me importa poco con tal de que me dejen cazar serpientes. ¡Son de un tamaño y unos colores espléndidos! En lugar de arriesgar tontamente la vida, deberías venir conmigo al desierto. Haríamos hermosas capturas.
—Estoy a las órdenes de mi padre.
—Yo soy libre.
Setaú se tendió en el suelo y se durmió. Era el único egipcio que no temía las incursiones nocturnas de los reptiles.
Ramsés contemplaba la catarata y compartía los incesantes esfuerzos del Nilo. La noche acababa de desgarrarse cuando sintió una presencia tras él.
—¿Has olvidado dormir, hijo mío?
—He velado a Setaú y he visto varias serpientes acercarse a él, inmovilizarse y luego alejarse. Ejerce su poder incluso durante el sueño. ¿No sucede así con un monarca?
—El virrey ha vuelto —anunció Seti.
Ramsés miró a su padre.
—¿Ha pacificado Irem?
—Cinco muertos, diez heridos graves y una retirada precipitada. Esto es lo esencial de su acción. Las previsiones de tu amigo Acha se muestran exactas; ese muchacho es un notable observador que ha sabido sacar buenas conclusiones de las informaciones recogidas.
—A veces me incomoda, pero su inteligencia es extraordinaria.
—Desgraciadamente ha tenido razón, en contra de muchos consejeros.
—¿Habrá guerra?
—Sí, Ramsés. Nada me disgusta más, pero el faraón no puede tolerar ni a los rebeldes ni a los alborotadores. De lo contrario sería el fin del reinado de Maat y el advenimiento del desorden. Este último engendra la desdicha para todos, grandes y pequeños. Al norte, Egipto se protege de la invasión controlando Canaán y Siria. Al sur, Nubia. El rey que flaquee, como Akhenatón, pondría el país en peligro.
—¿Lucharemos?
—Esperemos que los nubios sean razonables. Tu hermano ha insistido mucho en que confirme tu nombramiento. Parece creer en tus cualidades de soldado. Pero nuestros adversarios son temibles. Si se embriagan, lucharán hasta la muerte, insensibles a las heridas.
—¿Me juzgáis incapaz de combatir?
—No estás obligado a correr riesgos innecesarios.
—Me habéis confiado una responsabilidad y la asumiré.
—¿Tu vida no es más preciosa?
—En absoluto. Quien traicione su palabra no merece vivir.
—Entonces, si los sublevados no se someten, lucha. Lucha como un toro, un león y un halcón, sé demoledor como la tormenta. Si no, serás vencido.
El ejército abandonó Buhen con pesar, para franquear la segunda catarata, la barrera segura de las fortalezas, e introducirse en el país de Kush, ciertamente pacificado pero poblado por robustos nubios de legendario valor. Hasta la isla de Sai, en la cual se levantaba la plaza fuerte de Shaat, residencia secundaria del virrey, el viaje fue de corta duración. A unos kilómetros río abajo, Ramsés había observado otra isla, Amara, cuya belleza salvaje lo había conquistado. Si el destino le sonreía, pediría a su padre que mandara construir allí una capilla en homenaje al esplendor de Nubia.
En Shaat, los cantos despreocupados se apagaron. La ciudadela, de mucha menor importancia que Buhen, estaba llena de refugiados que habían huido de la rica llanura de Irem, caída en manos de los rebeldes. Embriagados por la victoria y por la ausencia de reacción del virrey, que se había contentado con oponerles algunos veteranos, rápidamente dispersados, dos tribus habían franqueado la tercera catarata y avanzaban hacia el norte. El viejo sueño renacía: reconquistar el país de Kush, expulsando a los egipcios, y lanzar un asalto decisivo contra las fortalezas.
Shaat era la primera en peligrar.
Seti ordenó que se diera la alerta. En cada tronera, un arquero. En lo alto de las torres, honderos. Al abrigo de los fosos y desplegada a los pies de los altos muros de ladrillo, la infantería.
Luego el faraón y su hijo, acompañados por el virrey de Nubia, silencioso y abatido, interrogaron al comandante de la fortaleza.
—Las noticias son desastrosas —confesó—. Desde hace una semana, la sedición ha adquirido proporciones increíbles.
Habitualmente, las tribus disputan entre ellas y rechazan toda alianza. ¡Esta vez se entienden entre sí! He enviado mensajes a Buhen, pero…
La presencia del virrey impidió al comandante emitir una crítica demasiado viva.
—Continuad —exigió Seti.
—Habríamos podido sofocar esta revuelta en embrión si hubiéramos intervenido a tiempo. Ahora me pregunto si no sería más prudente replegarnos.
Ramsés estaba consternado. ¿Cómo era posible que los responsables de la seguridad de Egipto fueran tan cobardes e imprevisores?
—¿Son tan terribles esas tribus? —preguntó él.
—Como fieras —respondió el comandante—. Ni la muerte ni el sufrimiento les asusta. Sienten placer en luchar y en matar. No le reprocharé a nadie que huya cuando se lancen al ataque aullando.
—¿Huir? ¡Pero eso es una traición!
—Cuando los veáis, lo comprenderéis. Sólo un ejército muy superior en número puede atajarlos. Y hoy no sabemos si nuestros enemigos son centenares o son miles.
—Partid para Buhen con los refugiados y llevaos al virrey —ordenó Seti.
—¿Debo enviaros refuerzos?
—Ya veremos, mis mensajeros os tendrán al corriente. Haced bloquear el Nilo y que todas las fortalezas se preparen para rechazar un asalto.
El virrey desapareció. Había temido otras sanciones. El comandante preparó la evacuación; dos horas más tarde, una larga columna inició el camino hacia el norte. En Shaat sólo quedaban el faraón, Ramsés y mil soldados, cuya moral se había ensombrecido bruscamente. Se murmuraba que diez mil negros, ávidos de sangre, se dejarían caer sobre la ciudadela y matarían hasta el último egipcio.
Seti dejó a Ramsés la tarea de informar de la verdad a la tropa. El joven no se contentó con exponer los hechos tal como eran y disipar los falsos rumores, sino que hizo un llamado al valor de cada uno y al deber de proteger su país, aunque fuera al precio de su vida. Sus palabras fueron sencillas, directas, y su entusiasmo comunicativo. Al enterarse de que el hijo del rey lucharía entre ellos, sin privilegios, los soldados recuperaron la esperanza. El ardor de Ramsés, añadido a las cualidades de estratega de Seti, los salvaría del desastre.
El rey había decidido avanzar hacia el sur y no esperar un eventual ataque. Le parecía preferible llevar la guerra a las filas adversarias. Siempre se podían batir en retirada si eran demasiado numerosos. Al menos sabría a qué atenerse.
Durante una larga velada, Seti estudió el mapa del país de Kush en compañía de Ramsés y enseñó a éste a leer las indicaciones de los geógrafos. Tanta confianza por parte del faraón dejó al joven exultante. Aprendió muy de prisa y prometió guardar cada detalle en la memoria. Sucediera lo que sucediese, el día siguiente sería un día glorioso.
Seti se retiró a la cámara de la fortaleza reservada al soberano. Ramsés se tendió en un rudimentario lecho. Sus sueños de victoria fueron turbados por risas y suspiros que provenían de la habitación contigua. Intrigado, se levantó y empujó la puerta.
Estirado boca abajo, Setaú gozaba de manera ruidosa del masaje de una joven nubia desnuda, de rostro muy fino y cuerpo magnifico. Su piel de ébano resplandecía, sus rasgos no tenían nada de negroide y hacían pensar en los de una noble tebana.
Era ella la que reía, divertida al ver a Setaú tan satisfecho.
—Tiene quince años y se llama Loto —reveló el encantador de serpientes—. Sus dedos distienden la espalda con una perfección sin igual. ¿Deseas aprovecharte de sus dotes?
—Me odiaría si te robara una conquista tan hermosa.
—Además, tiene tratos con los reptiles más peligrosos sin el menor temor. Juntos hemos recogido ya una gran cantidad de veneno. ¡Qué suerte, por todos los dioses! Esta expedición me gusta… Hice bien en no perdérmela.
—Mañana os cuidaréis de la fortaleza.
—¿Vas a atacar?
—Avanzaremos.
—De acuerdo, Loto y yo serviremos de guardianes. Trataremos de capturar una docena de cobras.
En invierno, el amanecer era muy frío. Por esta razón los soldados de infantería vestían una túnica larga, que se quitarían en cuanto los rayos del sol nubio calentara su sangre.
Ramsés, conduciendo un carro liviano, iba a la cabeza de las tropas, justo detrás de los rastreadores. Seti se encontraba en medio de su ejército, protegido por su guardia especial.
Un bramido turbó el silencio de la estepa. Ramsés dio la orden de parar, saltó a tierra y siguió a los rastreadores.
Un enorme animal, provisto de trompa, aullaba de dolor.
Con una lanza clavada en el extremo de su increíble nariz, se debatía a fin de liberarse de aquel dardo que lo volvía loco de dolor. Un elefante… El animal que en tiempos pasados había dado nombre a la isla Elefantina, en la frontera sur de Egipto, de donde había desaparecido.
Era la primera vez que el príncipe contemplaba un ejemplar.
—Un enorme macho —comentó uno de los rastreadores—. Cada colmillo pesa al menos ochenta kilos. Sobre todo no os acerquéis.
—¡Pero si está herido!
—Los nubios intentaron matarlo. Nosotros los hemos hecho huir.
El enfrentamiento era inminente.
Mientras un rastreador corría a avisar al rey, Ramsés se dirigió hacia el elefante. A unos veinte metros del monstruo se paró y buscó su mirada. El animal herido dejó de debatirse y observó a aquella minúscula criatura.
Ramsés mostró sus manos vacías. El macho gigante levantó la trompa, como si comprendiera las pacificas intenciones del bípedo. El príncipe avanzó muy lentamente.
Un rastreador quiso gritar, pero un compañero le cerró la boca. Al menor incidente, el elefante pisotearía al hijo del faraón.
Ramsés no tenía miedo. En la mirada atenta del cuadrúpedo advirtió una inteligencia muy viva, capaz de descifrar sus intenciones. Unos pasos más y se encontró a un metro del herido, que con la cola se golpeaba los flancos.
El príncipe levantó los brazos y el gigante bajó la trompa.
—Te dolerá —le anunció— pero es indispensable.
Ramsés cogió el fuste de la lanza.
—¿Estás preparado?
Las grandes orejas movieron el aire, como si el elefante diera su consentimiento.
El príncipe tiró con fuerza y arrancó el hierro de un solo tirón. El gigante bramó, liberado. Estupefactos, los rastreadores creyeron que se había producido un milagro y que Ramsés no sobreviviría a su hazaña. La extremidad de la trompa ensangrentada se anudó alrededor de su cintura.
En pocos segundos sería triturado. Luego les llegaría su turno. Era mejor huir.
—¡Mirad, mirad!
La alegre voz del príncipe los detuvo. Se volvieron y lo vieron encaramado sobre la cabeza del gigante, en el lugar donde, con infinita delicadeza, la trompa lo había depositado.
—Desde lo alto de esta montaña —declaró Ramsés— apreciaré los menores movimientos del enemigo.
La hazaña del príncipe electrizó al ejército. Algunos hablaron de la fuerza sobrenatural de Ramsés, capaz de someter a su voluntad al más poderoso de los animales, cuya herida fue curada mediante parches empapados en aceite y miel. Entre el elefante y él no hubo ninguna dificultad de comunicación.
Uno hablaba con la lengua y las manos, el otro con la trompa y las orejas. Protegidos por el gigante, que seguía un terreno despejado, los soldados llegaron a una aldea formada por chozas de barro seco, cubiertas por techos de palma.
Aquí y allá había cadáveres de ancianos, de niños y mujeres, unos destripados, otros degollados. Los hombres que se habían atrevido a resistir estaban algo más allá, mutilados.
Habían quemado las cosechas y sacrificado los animales.
Ramsés casi vomitó.
Así que aquello era la guerra, aquella carnicería, aquella crueldad sin límites que hacía del hombre el peor de los depredadores.
—¡No bebáis agua del pozo! —gritó un soldado de edad madura.
Dos jóvenes, sedientos, habían bebido. Murieron diez minutos después con el vientre ardiendo. Los rebeldes habían envenenado los pozos para castigar a los habitantes, a sus hermanos de raza, partidarios de permanecer fieles a Egipto.
—Un caso que yo no podría tratar —lamentó Setaú—. En el campo de los venenos vegetales tengo que aprenderlo todo.
Felizmente, Loto me enseñará.
—¿Qué haces aquí? —se asombró Ramsés—. ¿No debías cuidar la fortaleza?
—Eso es muy aburrido… Esta naturaleza es tan rica, tan abundante…
—Como esta aldea arrasada, por ejemplo.
Setaú puso la mano en el hombro de su amigo.
—¿Comprendes por qué prefiero las serpientes? Su manera de matar es más noble, y nos proporcionan poderosos medicamentos contra las enfermedades.
—El hombre no se reduce a este horror.
—¿Estás seguro?
—Existe Maat, existe el caos. Hemos venido al mundo para que reine Maat y el mal sea vencido, incluso si renace sin cesar.
—Sólo un faraón piensa así, y tú sólo eres un jefe guerrero que se apresta a matar a los que matan.
—O a caer bajo sus golpes.
—No atraigas el mal de ojo y ven a beber una tisana que ha preparado Loto. Te hará invencible.
Seti estaba sombrío.
Había reunido en su tienda a Ramsés y a los oficiales superiores.
—¿Qué proponéis?
—Avancemos más —propuso un veterano—. Debemos franquear la tercera catarata e invadir el país de Jrem. Nuestra celeridad será la clave del éxito.
—Podríamos caer en una trampa —opinó un joven oficial—. Los nubios saben que usamos a menudo esa táctica.
—Exacto —admitió el faraón—. Para evitar la trampa es indispensable conocer las posiciones de nuestros enemigos. Necesito voluntarios que actúen de noche.
—Es muy arriesgado —observó el veterano.
—Lo sé.
Ramsés se levantó.
—Me ofrezco voluntario.
—Yo también —declaró el veterano—, y conozco a tres compañeros que tienen la misma valentía del príncipe.