26

Ningún minero conocía al ladrón. Era su primera expedición y no estaba relacionado con nadie. Infatigable en el trabajo, pasaba numerosas horas en las partes menos accesibles de la mina y había adquirido la estima de sus compañeros.

Robar turquesas era un delito castigado con durísimas penas, y ningún minero había cometido aquel crimen desde hacía lustros. Los miembros de la expedición no lamentaron la muerte del culpable. La ley del desierto había aplicado una justa sanción. Debido a la gravedad de la falta, el carretero fue enterrado sin ritual. Su boca y sus ojos no serían abiertos en el otro mundo, no podría franquear la serie de puertas y se convertiría en presa de la Devoradora.

—¿Quién contrató a este hombre? —preguntó Ramsés a Moisés.

El hebreo consultó sus listas.

—Yo.

—¿Tú?

—El superior del harén me propuso a varios obreros capaces de trabajar aquí. Me limité a firmar el contrato.

Ramsés respiró.

—Ese ladrón era el carretero encargado de llevarme a la muerte.

Moisés palideció.

—No pensarás…

—Ni un instante, pero tú también has caído en una trampa.

—¿El superior del harén? Es un débil que se asusta por el menor incidente.

—Por lo tanto, mucho más fácil de manipular. Tengo prisa por volver a Egipto, Moisés, y saber qué se oculta detrás del ejecutor.

—¿No has abandonado el camino del poder?

—Poco importa, exijo la verdad.

—¿Incluso si puede disgustarte?

—¿Tienes en tu poder informaciones decisivas?

—No, te juro que no… pero ¿quién se atrevería a atentar contra el hijo menor del faraón?

—Quizá más personas de las que te imaginas.

—Si hay una conspiración, el cabecilla estará fuera del alcance.

—¿Eres tú, Moisés, quien renuncia?

—Esta locura no nos atañe. Ya que no sucederás a Seti, ¿quién intentaría perjudicarte?

Ramsés no confió a su amigo el tenor de las conversaciones con su padre. Éstas eran un secreto que debía preservar mientras no comprendiera su significado.

—¿Me ayudarás, Moisés, si te necesito?

—¿Por qué lo preguntas?

A pesar del incidente, Seti no modificó el programa de la expedición. Cuando el rey juzgó suficiente la cantidad de turquesas extraídas de la montaña, dio la señal de regreso a Egipto.

El jefe de seguridad del palacio corrió a la sala de audiencias de la reina. El mensajero de Tuya no le había concedido ni un minuto para acudir a la convocatoria de la gran esposa real.

—Aquí estoy, majestad.

—¿Y vuestra investigación?

—Pero… si ya terminó.

—¿De verdad?

—Es imposible saber más.

—Hablemos de ese carretero… ¿muerto, según vos?

—¡Ay!, el desdichado…

—¿Cómo es que ese muerto ha encontrado fuerzas para partir a las minas de turquesas y robar allí unas piedras?

El jefe de seguridad se encogió.

—¡Es… es imposible!

—¿Me acusáis de demencia?

—¡Majestad!

—Tres explicaciones: o estáis corrompido, o sois incompetente, o ambas a la vez.

—Majestad…

—Os habéis burlado de mi.

El alto funcionario se echó a los pies de la reina.

—He sido engañado, me han mentido, os prometo que…

—Detesto a los serviles. ¿Por cuenta de quién habéis traicionado?

Del discurso deshilvanado del jefe de seguridad se dedujo una marcada ineptitud cuya gravedad, hasta entonces, se había disimulado bajo el manto de una falsa bondad. Por miedo a perder el puesto, no se había atrevido a salir de su territorio protegido. Convencido de haber actuado correctamente, imploró la piedad de la soberana.

—Desde hoy seréis el portero de la villa de mi hijo mayor.

Intentad al menos alejar a algunos inoportunos.

El funcionario se deshizo en melosos agradecimientos cuando la gran esposa real ya había abandonado la sala de audiencias.

El carro de Ramsés y Moisés penetró como una tromba en el patio del harén de Mer-Ur, al que daban los despachos de la administración. Los dos amigos lo habían conducido por turnos, rivalizando en habilidad y ardor. Cambiando de caballos en varias ocasiones, habían devorado la carretera que llevaba de Menfis al harén.

Aquella estruendosa llegada turbó la quietud del establecimiento y provocó la salida del superior, arrancado de su siesta.

—¿Os habéis vuelto locos? ¡Este lugar no es un cuartel!

—La gran esposa real me ha confiado una misión —informó Ramsés.

El superior del harén colocó sus manos nerviosas sobre su rollizo vientre.

—¡Ah…!, ¿pero eso justifica tanto alboroto?

—Estamos ante un caso urgente.

—¿Aquí, en la propiedad puesta bajo mi responsabilidad?

—Aquí mismo, y el caso urgente sois vos.

Moisés asintió con un movimiento de cabeza. El superior del harén retrocedió dos pasos.

—Sin duda es un error.

—Habéis hecho contratar a un criminal para la expedición de las minas de turquesas —precisó el hebreo.

—¿Yo? ¡Deliráis!

—¿Quién os lo ha recomendado?

—No sé de qué me habláis.

—Consultemos vuestros archivos —exigió Ramsés.

—¿Disponéis de una orden por escrito?

—¿Bastará el sello de la reina?

El notable no batalló más. Exaltado, Ramsés estaba convencido de alcanzar su fin. Más reservado, no por ello Moisés dejó de sentir verdadero fervor. Ver triunfar la verdad lo emocionaba.

Los antecedentes del ladrón de turquesas fueron una decepción. El hombre no se presentaba como carretero, sino como minero experimentado, habiendo participado en varias expediciones y hallándose en Mer-Ur para enseñar la talla de las turquesas a los fabricantes de joyas. Así pues, el superior, en cuanto nombraron a Moisés, había pensado en aquel especialista como miembro del equipo dirigido por el hebreo.

Evidentemente, el notable había sido engañado. Muertos el palafrenero y el carretero, la pista del organizador de la conspiración se cortaba en seco.

Durante más de dos horas, Ramsés había estado tirando al arco, traspasando un blanco tras otro. Se obligaba a poner su cólera al servicio de la concentración, a reunir energía en lugar de dispersarla. Cuando sintió que sus músculos le dolían, se lanzó a una larga carrera solitaria a través de los jardines y los vergeles del harén. Demasiados pensamientos confusos se mezclaban en su cabeza. Cuando el animal enloquecido de su mente se agitaba hasta ese punto, sólo la actividad furiosa del cuerpo lo hacía callar.

El príncipe ignoraba la fatiga. Su nodriza, que lo había amamantado durante más de tres años, jamás había alimentado a un niño tan fuerte. Ninguna enfermedad lo había amenazado, soportaba el frío y la canícula con la misma dicha, dormía a voluntad y comía con un apetito feroz. Desde los diez años tenía un cuerpo de atleta, modelado desde entonces por el ejercicio diario.

Mientras atravesaba una avenida de tamarindos, creyó oír un canto que no salía de la garganta de un pájaro. Se detuvo y aguzó el oído.

Era una voz femenina, encantadora. Se acercó sin ruido y vio a la muchacha.

A la sombra de un sauce, Nefertari entonaba una melodía acompañándose de un laúd importado de Asia. Su voz suave con sabor a fruta se unía a la brisa que bailaba en las hojas del árbol. A la izquierda de la joven había una tableta de escriba cubierta de cifras y de figuras geométricas.

Su belleza era casi irreal. Durante un instante, Ramsés se preguntó si no soñaba.

—Acercaos… ¿Tenéis miedo de la música?

Él apartó las ramas del arbusto tras el que se escondía.

—¿Por qué os ocultabais?

—Porque…

No pudo formular ninguna explicación. Su confusión la hizo sonreír.

—Estáis sudando; ¿habéis estado corriendo?

—Esperaba descubrir aquí el nombre de la persona que ha intentado suprimirme.

La sonrisa de Nefertari desapareció; pero su gravedad encantó a Ramsés.

—Así pues habéis fracasado.

—Sí…

—¿Se ha perdido toda esperanza?

—Eso me temo.

—No renunciaréis.

—¿Cómo lo sabéis?

—Porque vos no renunciáis nunca.

Ramsés se inclinó sobre la tableta.

—¿Estudiáis matemáticas?

—Calculo volúmenes.

—¿Esperáis hacer la carrera de geómetra?

—Me gusta instruirme, sin preocuparme del mañana.

—¿Alguna vez pensáis en distraeros?

—Prefiero la soledad.

—¿No es una elección demasiado rigurosa?

Los ojos verdiazules se tornaron severos.

—No deseaba molestaros, perdonadme.

En los labios de la joven, maquillados con discreción, se dibujó una sonrisa indulgente.

—¿Os quedaréis algún tiempo en el harén?

—No, mañana vuelvo a Menfis.

—Con la firme intención de descubrir la verdad, ¿no es así?

—¿Me lo reprocháis?

—¿Es necesario correr tantos riesgos?

—Quiero la verdad, Nefertari, y la querré siempre, cueste lo que cueste.

En su mirada, él leyó un estímulo.

—Si venís a Menfis, me gustaría invitaros a cenar.

—Debo permanecer varios meses en el harén para completar mis conocimientos. Luego regresaré a mi provincia.

—¿Os espera allí un novio?

—Sois muy indiscreto.

Ramsés se sintió estúpido. Aquella joven tan serena, tan dueña de sí misma, lo desconcertaba.

—Sed feliz, Nefertari.