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Nada conseguía calmar la cólera de Chenar.

Por enésima vez, la reina se había negado a asociarlo de manera más directa a la gestión de los asuntos de Estado, con el pretexto de que su padre no había dado ninguna orden precisa en ese sentido. La posición de sucesor del faraón no le daba derecho a inmiscuirse en unos informes demasiado arduos para él.

El hijo primogénito del rey se inclinó ante la voluntad de su madre y ocultó su despecho. Pero comprendió que su red de amistades y de informadores era aún demasiado débil para contrarrestar a Tuya de manera eficaz. En lugar de consumirse esperando, Chenar decidió trabajar más en su favor.

Sin ostentación, invitó a cenar a varias personalidades influyentes de la corte, muy tradicionalistas, e interpretó ante ellos a un personaje modesto, ávido de consejos. Eliminando toda arrogancia, se presentó como un hijo modelo cuya única ambición era caminar tras las huellas de su padre. Este discurso gustó mucho. Chenar, cuyo futuro estaba totalmente trazado, ganó así numerosos partidarios.

No obstante, comprobó que la política extranjera se le escapaba, aun cuando los contactos comerciales con los otros países, incluso los hostiles, seguían siendo su primera meta.

¿Cómo llegar a conocer el estado exacto de las relaciones diplomáticas si no tenía como partidario a un hombre competente y disponible? Contar con las informaciones de los mercaderes no bastaba. Razonaban a corto plazo e ignoraban las intenciones reales de sus gobernantes.

Convencer a un diplomático cercano a Seti de que trabajara para él… Solución ideal, pero casi utópica. No obstante, Chenar tenía necesidad de informaciones de primera mano para desarrollar su propia estrategia y estar preparado, en el momento oportuno, para modificar radicalmente la política egipcia.

El término «traición» le vino a la mente, pero le divirtió: ¿qué podía traicionar él sino el pasado y la tradición?

Desde lo alto de la terraza rocosa de Serabit el-Khadim se dominaba una maraña de montañas y de valles, cuyo desorden turbaba el alma. En ese caos, de perceptible hostilidad, sólo la montaña de las turquesas ofrecía una paz acogedora.

Ramsés miraba a sus pies, estupefacto: la preciosa piedra azul, presente en las venas de la meseta, estaba casi a flor de tierra. En otros lugares se mostraba menos accesible. Generación tras generación, los mineros habían excavado galerías y angostos pasillos subterráneos, en los que ocultaban sus herramientas entre una expedición y otra. El lugar no poseía instalaciones permanentes, pues la extracción de la turquesa no podía ser efectuada en la estación cálida, so pena de que perdiera su color y se desnaturalizara.

Los veteranos flanquearon a los nuevos, y se pusieron rápidamente al trabajo para permanecer el menor tiempo posible en aquel lugar perdido. Se instalaron en las chozas de piedra que resistían más o menos el hielo nocturno, y las repararon con cuidado. Antes de abrir la campaña de trabajos, el faraón celebró un ritual en el pequeño templo de Hathor, invocando la ayuda y la protección de la diosa del cielo. Los egipcios no venían a herir la montaña, sino a recoger el fruto de su gravidez, para ofrecerlo en los templos y hacer joyas que transmitirían la belleza eterna y regeneradora de la soberana de las estrellas.

Pronto cantaron los buriles, los mazos y los cinceles, acompañando los estribillos de los mineros repartidos en pequeños grupos. Seti en persona los alentaba. En cuanto a Ramsés, examinaba las estelas erigidas en el lugar, para rendir homenaje a los poderes misteriosos del cielo y de la tierra, y recordar las hazañas de aquellos que, siglos antes, habían descubierto enormes piedras preciosas.

Moisés tomaba muy en serio su papel de intendente y se preocupaba del bienestar de cada uno. Ningún trabajador sufría de hambre ni de sed, ningún altar carecía de incienso.

Puesto que los hombres rendían homenaje a los dioses, éstos les ofrecían maravillas, semejantes a esa turquesa gigante que sostenía en su mano afortunada un joven minero.

Debido a la configuración del lugar, la expedición no temía ningún ataque sorpresa. Nadie podía escalar las abruptas pendientes que llevaban a la meseta sin ser visto por los vigías. Así pues, la tarea de Ramsés resultó muy cómoda. Los primeros días mantuvo una disciplina de hierro. Luego se dio cuenta de que era exagerado. Sin descuidar las exigencias de seguridad, permitió a los soldados distenderse y entregarse a las largas siestas que tanto les agradaban.

Incapaz de soportar la ociosidad, intentó secundar a Moisés, pero su amigo se mostró intratable, deseoso de asumir por sí solo su función. El príncipe no tuvo más éxito con los mineros. Se le desaconsejó una estancia prolongada en las galerías, hasta que Bakhen, enojado, le ordenó contentarse con el puesto que le había sido asignado y no perturbar la buena marcha del trabajo.

Así pues, Ramsés se ocupó de sus subordinados, y sólo de ellos. Se interesó en sus carreras, en sus familias, escuchó sus dolencias, rechazó algunas de sus críticas, aprobó otras. Deseaban mejores jubilaciones y más reconocimiento del Estado, teniendo en cuenta los servicios prestados en condiciones a veces difíciles, lejos de su tierra natal. Pocos de entre ellos habían tenido ocasión de entrar en batalla, pero habían sido llamados a las canteras, a grandes obras o a expediciones como aquélla. A pesar de la rudeza de la tarea, estaban orgullosos de su profesión; ¡cuántos recuerdos fabulosos podrían contar aquellos que habían tenido la suerte de viajar en compañía del faraón!

Ramsés observo.

Aprendió a conocer la práctica cotidiana de una cantera, apreció la necesidad de una verdadera jerarquía, fundada en las competencias y no en los derechos, diferenció a los animosos de los perezosos, los perseverantes de los volubles, los silenciosos de los charlatanes. Y su mirada recaía siempre en las estelas erigidas por los antepasados, en esa verticalidad exigida por el ser que construía lo sagrado en el corazón del desierto.

—Son emocionantes, ¿verdad?

Su padre lo había sorprendido.

Vestido con un simple taparrabo, idéntico a los que llevaban sus lejanos homólogos del Antiguo Imperio, no por eso era menos faraón. De su persona emanaba un poder que fascinaba a Ramsés en cada encuentro. Seti no necesitaba ningún atavío que lo distinguiera, su sola presencia bastaba para imponer su autoridad. Ningún otro hombre poseía esta magia.

Todos utilizaban artificios o actitudes. Aparecía Seti, y el orden sustituía al caos.

—Me incitan a recogerme —confesó Ramsés.

—Son palabras vivas. A diferencia de los humanos, no mienten ni traicionan. Los monumentos de un destructor son destruidos, los actos de un mentiroso resultan efímeros; la única fuerza del faraón es la ley de Maat.

Ramsés se sintió trastornado. Aquellas sentencias ¿se dirigían a él? ¿Había destruido, traicionado o mentido? Quiso levantarse, correr hasta el borde de la meseta, bajar la pendiente y desaparecer en el desierto. ¿Pero qué falta había cometido?

Esperó una acusación más precisa, pero no llegó. El rey se contentó con mirar a lo lejos.

Chenar… ¡Sí, con toda seguridad su padre aludía a Chenar sin nombrarlo! Se había percatado de su felonía y prevenía así a Ramsés. De nuevo el destino cambiaba. El príncipe estaba persuadido de que Seti hablaría en su favor, y su decepción fue tan grande como su esperanza.

—¿Cuál es el objetivo de esta expedición?

Ramsés vaciló. ¿La sencillez de la pregunta ocultaba una trampa?

—Llevar turquesas para los dioses.

—¿Son indispensables para la prosperidad del país?

—No, pero… ¿cómo prescindir de su belleza?

—Que el lucro no esté en el origen de nuestra riqueza, pues la destruiría desde el interior. Antepón en todo ser y en toda cosa lo que origina su prestigio, es decir, su calidad, su resplandor y su genio. Busca lo que es irremplazable.

Ramsés tuvo la sensación de que una luz penetraba en su corazón y lo fortalecía; las palabras de Seti se grabaron en él para siempre.

—Que el pequeño como el grande reciban del faraón su subsistencia y su justa ración. No descuides a uno en detrimento del otro, debes persuadirlos de que la comunidad es más importante que el individuo. Lo que es útil para la colmena es útil para la abeja, y la abeja debe servir a la colmena gracias a la cual vive.

La abeja, ¡uno de los símbolos que sirven para escribir el nombre del faraón! Seti hablaba de la práctica de la función suprema. Poco a poco desvelaba a Ramsés los secretos del oficio de rey.

De nuevo el vértigo.

—Producir es esencial —continuó Seti—; redistribuir, más aún. La abundancia de riquezas en beneficio de una casta engendra desdichas y discordia. Una pequeña cantidad bien repartida siembra el gozo. La historia de un reino debe ser la de una fiesta. Para que sea así, ningún vientre puede quedar hambriento. Observa, hijo mío, continúa observando. Pues si no eres vidente no advertirás el sentido de mis palabras.

Ramsés pasó la noche en blanco, con los ojos fijos en un filón de piedra azul que afloraba en uno de los extremos de la meseta. Rogó a Hathor que disipara las tinieblas en las que se debatía, sin más peso que una brizna de paja.

Su padre seguía un plan preciso, pero ¿cuál? Ramsés había dejado de creer en su futuro como monarca. Entonces, ¿por qué Seti, considerado avaro en confidencias, lo gratificaba con semejantes enseñanzas? Quizá Moisés habría percibido mejor las intenciones del soberano. Mas el príncipe lucharía solo y trazaría su propio camino.

Poco antes del alba, una sombra salió de la galería principal. Sin la luz de la luna que se ponía, Ramsés habría creído en la aparición de un demonio apresurado por llegar a otro cubil. Pero aquel demonio tenía forma humana y estrechaba un objeto contra el pecho.

—¿Quién eres?

El hombre se inmovilizó un instante, volvió la cabeza en dirección al príncipe, luego corrió hacia la parte más accidentada de la meseta, en la que los mineros sólo habían instalado un almacén de trabajo.

Ramsés se lanzó en persecución del fugitivo.

—¡Detente!

El hombre aceleró, y también Ramsés. Ganó terreno y alcanzó al extraño personaje antes de que llegara a la abrupta pendiente.

El príncipe saltó y lo atrapó por las piernas. El ladrón cayó, sin soltar su carga, cogió una piedra con la mano izquierda e intentó romper el cráneo de su agresor. De un codazo en la garganta, Ramsés le cortó el aliento. El hombre logró no obstante enderezarse, pero perdió el equilibrio y cayó hacia atrás.

Hubo un grito de dolor, luego otro, después el ruido de un cuerpo que cae de bloque en bloque y se inmoviliza al pie de la pendiente.

Cuando Ramsés llegó hasta él, el fugitivo estaba muerto, estrechando aún contra el pecho un saco lleno de turquesas.

Aquel ladrón no era un desconocido. Se trataba del carretero que, durante la cacería en el desierto, había conducido a Ramsés hacia una trampa que pudo haberle costado la vida.