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En el octavo año del reinado de Seti, Ramsés festejó su decimosexto aniversario en la pista del desierto del este que llevaba a las famosas minas de Serabit el-Khadim. A pesar de la vigilancia de la policía, el itinerario seguía siendo peligroso, y nadie se aventuraba por capricho en aquella zona estéril, poblada por genios temibles y beduinos saqueadores. A pesar de los arrestos y las condenas, no vacilaban en atacar las caravanas obligadas a cruzar la península del Sinaí.

Aunque la expedición no tenía carácter militar, numerosos soldados aseguraban la protección del faraón y los mineros.

La presencia del rey daba un carácter excepcional al viaje. La corte sólo había sido informada la víspera de la partida, antes de los ritos nocturnos. En ausencia del monarca, la reina Tuya llevaría el timón del barco del Estado.

Ramsés obtenía su primer puesto oficial de importancia: comandante de infantería, a las órdenes de Bakhen, promovido éste a jefe militar de la expedición. El encuentro, en el momento de la partida, había sido glacial; pero ni uno ni otro podían crear un conflicto ante la mirada del rey. Mientras durara la misión, les sería necesario acomodarse a los respectivos caracteres; Bakhen marcó en seguida las distancias ordenando a Ramsés que se colocara en retaguardia, donde, según su Opinión, «un neófito haría correr un mínimo riesgo a sus subordinados.»

Más de seiscientos hombres formaban el contingente encargado de traer turquesas, la piedra de la celeste Hathor, que había elegido esta encarnación en el corazón de una tierra árida y desolada.

La pista, en sí misma, no presentaba muchas dificultades.

Bien trazada, mantenida con regularidad, jalonada de fortines y puntos de agua, cruzaba regiones hostiles en las que se alzaban montañas rojas y amarillas, cuya altura desconcertó a los novatos; algunos tuvieron miedo, temiendo que malos espíritus surgieran de las cumbres para apoderarse de sus almas.

Pero la presencia de Seti y la seguridad de Ramsés terminaron por calmarlos.

Ramsés había esperado una ruda prueba durante la cual podría probar a su padre su verdadero valor; así pues, lamentó la facilidad de la tarea. Su autoridad se impuso sin problemas a los treinta infantes puestos bajo su mando; todos habían oído hablar de sus dotes de tirador con arco y de la manera con la que había dominado una yegua furiosa. Creían que servir bajo sus órdenes les valdría una promoción.

Ante la insistencia de Ramsés, Ameni había renunciado a la aventura. Por un lado, su débil constitución le impedía hacer un esfuerzo tan intenso; por otro, acababa de descubrir, en un basurero al norte del taller sospechoso, un fragmento de caliza que llevaba una extraña inscripción. Aún era demasiado pronto para afirmar que se trataba de una buena pista, pero el joven escriba no cejaba en sus esfuerzos. Ramsés le suplicó que fuera prudente. Ameni aprovecharía la protección de Vigilante y, en caso de necesidad, llamaría a Setaú, que empezaba a hacer fortuna vendiendo veneno a los laboratorios de los templos y expulsando de las villas acaudaladas algunas cobras indeseables.

El príncipe permaneció alerta. Él, que tanto había amado el desierto, donde estuvo a punto de perder la vida, no apreciaba mucho el del Sinaí: demasiadas rocas mudas, demasiadas sombras inquietantes, demasiado caos. A pesar de las razones de Bakhen, Ramsés temía un ataque de los beduinos. Era cierto que, debido al mayor número de egipcios, aquellos evitarían un ataque frontal. Pero ¿no intentarían asaltar a un rezagado o, peor aún, introducirse en el campamento durante la noche? Inquieto, el príncipe multiplicó las precauciones y se excedió en las consignas. Tras un breve altercado con Bakhen, se decidió que este último supervisaría la seguridad, teniendo en cuenta las observaciones de Ramsés.

Una noche, el hijo del rey se alejó de su retaguardia y remontó la columna, campamento tras campamento, a fin de obtener un poco de vino para sus hombres, que la intendencia desaconsejaba. Se le rogó que se dirigiera al responsable, que trabajaba en su tienda. Ramsés levantó un faldón de tela, se agachó y contempló desconcertado a un hombre sentado como un escriba y que consultaba un mapa a la luz de las lámparas.

—¡Moisés! ¿Tú aquí?

—Orden del faraón; estoy encargado de dirigir la intendencia y de levantar un mapa más preciso de la región.

—Y yo de mandar la retaguardia.

—Ignoraba tu presencia… A primera vista, a Bakhen no le gusta mucho hablar de ti.

—Nuestra relación mejora.

—Salgamos de aquí, estamos muy estrechos.

Los dos jóvenes tenían aproximadamente igual corpulencia; la complexión atlética y la fuerza natural los envejecían.

En ellos, el adulto había expulsado al adolescente.

—Fue una gran sorpresa —confesó Moisés—. Me aburría en el harén cuando llegó la convocatoria. Sin esta bocanada de aire puro creo que habría huido.

—¿Mer-Ur no es un lugar maravilloso?

—No para mí; las mujercitas me irritan, los artesanos son celosos de sus secretos y el puesto de administrador no me conviene.

—¿Has ganado con el cambio?

—¡Mil veces! Me gusta este lugar, estas montañas implacables, este paisaje que disimula una presencia. Aquí me siento en casa.

—¿El fuego que te quema se suaviza?

—Es menos violento, es verdad. La curación se oculta en estas rocas quemadas y en estos barrancos inaccesibles.

—No estoy muy convencido.

—¿No oyes una llamada que sube de esta tierra olvidada?

—Siento más bien un peligro.

Moisés se inflamó.

—¡Un peligro! Reaccionas como un militar.

—Tú, como intendente, descuidas la retaguardia. Mis hombres no tienen vino.

El hebreo rio a carcajadas.

—Soy el responsable, en efecto. Nada debe debilitar la vigilancia.

—Una pequeña cantidad de vino elevará su moral.

—Éste es nuestro primer enfrentamiento —constató Moisés—. ¿Quién debe ganarlo?

—Ni tú ni yo. Sólo cuenta el bien del grupo.

—¿No es una manera de huir de ti mismo el encerrarte en un deber que se te impone desde el exterior?

—¿Me crees capaz de semejante cobardía?

Moisés miró a Ramsés directamente a los ojos.

—Tendrás vino, una pequeña cantidad; pero aprende a amar las montañas del Sinaí.

—Esto ya no es Egipto.

—No soy egipcio.

—Sí lo eres.

—Te equivocas.

—Has nacido en Egipto, allí fuiste educado, allí construirás tu futuro.

—Palabras de egipcio, no de hebreo. Mis antepasados no son los tuyos. Quizá vivieron aquí… Siento las huellas de sus pasos, sus esperanzas y sus fracasos.

—El Sinaí te ha trastornado.

—No puedes comprenderlo.

—¿He perdido tu confianza?

—Por supuesto que no.

—Amo a Egipto más que a mí mismo, Moisés; nada me es más precioso que mi tierra natal. Si crees haber descubierto la tuya, soy capaz de comprender tu emoción.

El hebreo se sentó en una roca.

—Una patria… No, este desierto no es una patria. Amo a Egipto tanto como tú, aprecio los goces que me ofrece, pero siento la llamada de otra parte.

—Y la primera «otra parte» que encuentras te trastorna.

—No te equivocas.

—Juntos, cruzaremos otros desiertos; y volverás a Egipto, porque en él brilla una luz única.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de ti mismo?

—Porque en la retaguardia no tengo tiempo para preocuparme por el futuro.

En la noche oscura del Sinaí, dos risas claras subieron hasta las estrellas.

Los asnos marcaban el ritmo, los hombres lo seguían.

Cada uno llevaba una carga a la medida de sus fuerzas, ninguno carecía de agua ni de alimentos. En varias ocasiones, el rey ordenó a la expedición detenerse para permitir a Moisés establecer un mapa preciso de la región. Asistido por geómetras el hebreo remontó el curso de los uadis secos, trepó pendientes, eligió nuevos puntos de referencia y facilitó así el trabajo de los expertos.

Una sorda inquietud embargaba a Ramsés. Así, acompañado por tres soldados experimentados, ejercía una constante vigilancia por miedo de que su amigo fuera agredido por beduinos merodeadores. Incluso siendo capaz de defenderse, corría el riesgo de caer en una trampa. Pero no ocurrió ningún drama. Moisés realizó un trabajo notable, que facilitaría los posteriores desplazamientos de los mineros y caravaneros.

Después de la cena, los dos amigos conversaron largamente junto al fuego. Acostumbrados a las risas de las hienas y al rugido del leopardo, se acomodaban a esa ruda existencia, lejos de la comodidad del palacio de Menfis y del harén de Mer-Ur. Con el mismo entusiasmo acechaban el próximo amanecer, persuadidos de que les revelaría un nuevo aspecto de ese misterio que jamás renunciarían a dilucidar. De pronto callaban y se contentaban con escuchar la noche. ¿Acaso ella no les murmuraba que su juventud vencería todos los obstáculos?

El largo cortejo se inmovilizó.

En mitad de la mañana era algo anormal. Ramsés dio la orden a sus hombres de dejar en el suelo sus hatos y de prepararse para el combate.

—Calma —recomendó un soldado cuyo pecho estaba cruzado por una cicatriz—. Con todo respeto, comandante, mejor sería prepararse para una plegaria de paz.

—¿Por qué tanta calma?

—Porque hemos llegado.

Ramsés dio unos pasos hacia un lado. Bajo el sol se recortaba una meseta rocosa que parecía inaccesible.

Era Serabit el-Khadim, el territorio de la diosa Hathor, soberana de las turquesas.