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Ameni no abandonó. Como secretario particular del escriba real Ramsés, tenía acceso a muchos servicios administrativos y logró hacerse amigos que lo ayudaron en su búsqueda. Así, verificó las listas de los talleres que fabricaban pan de tinta y obtuvo el nombre de sus propietarios. Tal como la reina Tuya había informado a Ramsés, los archivos sobre el taller sospechoso habían desaparecido.

Puesto que aquella pista era impracticable, Ameni emprendió un trabajo de hormiga: identificar a los notables relacionados directamente con la actividad de los escribas y consultar el inventario de sus bienes, esperando así descubrir el taller.

Largos días de búsqueda terminaron en fracaso.

Sólo le restaba una diligencia: el registro sistemático de los basureros, comenzando por aquel en el que Ameni estuvo a punto de morir. Antes de inscribir cualquier dato en un papiro, un escriba concienzudo utilizaba un trozo de caliza como borrador, y éste era tirado, junto a miles de otros, en un gran hoyo que se llenaba a medida que se llevaban a cabo los trabajos administrativos.

Ameni no estaba seguro siquiera de que existiera un doble del acta de propiedad del taller. Sin embargo, se dedicó a aquella exploración, dos horas cada día, sin preguntarse sobre sus posibilidades de éxito.

Iset la bella veía con malos ojos la amistad entre Moisés y Ramsés. El hebreo, atormentado e inestable, ejercía una mala influencia sobre el egipcio. De esta forma, la joven arrastraba a su amante a un torbellino de placer, cuidándose de no volver a hablar de sus deseos de boda. Ramsés cayó en la trampa.

Yendo de villa en villa, de jardín en jardín, de recepción en recepción, relevó la existencia ociosa de un noble, dejando a su secretario particular el cuidado de despachar los asuntos diarios.

Egipto era un sueño realizado, un paraíso que ofrecía cada día sus maravillas con la generosidad de una madre inagotable. La felicidad corría a mares para quien supiera apreciar la sombra de un palmeral, la miel de un dátil, la música del viento, la belleza del loto o el perfume de los lirios. Cuando a esto se agregaba la pasión de una mujer enamorada, ¿no era esto la perfección?

Iset la bella creyó que el espíritu de Ramsés le pertenecía.

Su amante era alegre, de una imaginación sin igual. Sus juegos amorosos no tenían fin, el amor compartido los animaba.

En cuanto a Vigilante, desplegaba su talento de gastrónomo probando los platos preparados por los cocineros de las mejores familias de Menfis.

Con toda seguridad, el destino había trazado el camino de los dos hijos de Seti. Para Chenar, los asuntos del Estado; para Ramsés, una existencia común y brillante. Iset la bella se acomodaba a las mil maravillas a este reparto de tareas.

Una mañana encontró la habitación vacía. Ramsés se había levantado antes que ella. Inquieta, corrió al jardín sin haberse maquillado y llamó a su amante. Como no respondía, se trastornó. Finalmente lo encontró, sentado cerca del pozo, meditando en medio de un parterre de iris.

—¿Qué sucede? Me has dado un susto de muerte.

Se arrodilló junto a él.

—¿Qué nueva preocupación te obsesiona?

—No estoy hecho para la existencia que tú construyes para mí.

—Te equivocas. ¿Es que no somos felices?

—Esa felicidad no me basta.

—No le pidas demasiado a la vida. Ésta terminará por volverse contra ti.

—Buen enfrentamiento me espera.

—El orgullo, ¿es una virtud?

—Si es exigencia y superación, sí. Debo hablar con mi padre.

Desde que se había establecido la tregua con los hititas, las críticas se habían apagado. Todos estaban de acuerdo en que Seti había tenido razón en no provocar una guerra de resultado incierto, incluso aunque el ejército egipcio pareciese capaz de vencer a las tropas hititas.

Pese a la propaganda llevada a cabo por Chenar, nadie pensaba en su papel decisivo, pues él era el único que se lo atribuía. Según los oficiales superiores, el hijo mayor del rey no había participado en ningún enfrentamiento, contentándose con observar los asaltos a una distancia prudente.

El faraón escuchaba y trabajaba.

Escuchaba a sus consejeros, de los que algunos eran honrados, seleccionaba las informaciones, separando el trigo de la cizaña, y no tomaba ninguna decisión sin meditarla previamente.

Trabajaba en el gran despacho del palacio principal de Menfis, que iluminaban tres grandes ventanas a claustra. Los muros eran blancos y ningún adorno los alegraba. Sencillo y austero, el mobiliario se componía de una gran mesa, un sillón de respaldo recto para el monarca y sillas de paja para sus visitantes, y un armario para guardar papiros.

Allí, en la soledad y el silencio, el Amo de las Dos Tierras orientaba el porvenir del Estado más poderoso del mundo e intentaba mantenerlo en el camino de Maat, encarnación de la regla universal.

Un silencio que repentinamente fue roto por unos aullidos provenientes del patio interior, donde se estacionaban los carros reservados al rey y a sus consejeros.

Desde una de las ventanas de su despacho, Seti constató que un caballo acababa de tener un ataque de locura. Tras lograr cortar la cuerda que lo ataba a una estaca, galopaba en todas direcciones, amenazando a cualquiera que intentara acercársele. De una coz derribó a un miembro del servicio de seguridad; de otra, a un anciano escriba que tardó en ponerse a salvo.

En el momento en que el caballo recuperaba el aliento, Ramsés surgió de detrás de un pilar, saltó sobre su lomo y tiró de las riendas. El caballo loco se encabritó e intentó, en vano, derribar al jinete. Vencido, resopló jadeando y se calmó.

Ramsés saltó a tierra. Un soldado de la guardia real se acercó a él.

—Vuestro padre quiere veros.

Por primera vez, el príncipe era admitido en el despacho del faraón. La desnudez del lugar lo sorprendió. Esperaba un lujo fastuoso y se encontró con una habitación casi vacía, sin ningún atractivo. El rey estaba sentado, con un papiro desenrollado frente a él.

No sabiendo cómo comportarse, Ramsés se inmovilizó a dos metros de su padre, que no le ofreció asiento.

—Te has arriesgado mucho.

—Sí y no. Conozco bien ese caballo, no es malo. Debe haberlo irritado el sol.

—Con todo, te has arriesgado demasiado. Mi guardia lo habría dominado.

—Creí actuar bien.

—¿Pensando hacerte notar?

—Bueno…

—Sé sincero.

—Dominar un caballo loco no es nada fácil.

—¿Debo deducir por ello que tú mismo organizaste el incidente para sacar alguna ventaja?

Ramsés enrojeció de indignación.

—¡Padre! ¿Cómo podéis…?

—Un faraón debe ser un estratega.

—¿Habríais apreciado esa estrategia?

—A tu edad habría visto una señal de duplicidad que habría augurado muy mal el porvenir. Pero tu reacción me convence de tu sinceridad.

—Sin embargo, buscaba algún medio de hablaros.

—¿Sobre qué?

—Cuando partisteis a Siria me reprochasteis mi incapacidad para luchar como un soldado. Durante vuestra ausencia llené esa laguna; ahora soy titular de un diploma de oficial.

—Titulado en lucha a muerte, me han dicho.

Ramsés ocultó mal su sorpresa.

—¿Vos… lo sabíais?

—Así que eres oficial.

—Sé montar a caballo, luchar con espada, con lanza o con escudo, y tirar al arco.

—¿Te gusta la guerra, Ramsés?

—¿Acaso no es necesaria?

—La guerra conlleva muchos sufrimientos. ¿Deseas aumentarlos?

—¿Existe otro medio de resguardar la libertad y la prosperidad de nuestro país? Nosotros no agredimos a nadie. Pero cuando nos amenazan, respondemos. Y eso está bien.

—En mi lugar, ¿habrías arrasado la fortaleza de Kadesh?

El joven meditó.

—¿En qué datos me basaría? No sé nada de vuestra campaña, aparte que la paz fue preservada y que el pueblo de Egipto respira libremente. Daros una opinión desprovista de fundamento sería una prueba de estupidez.

—¿No deseas hablarme de otras cosas?

Ramsés se había preguntado durante días y noches, dominando con mucha dificultad su impaciencia, si debía hablarle a su padre de su conflicto con Chenar y revelarle que el sucesor designado se jactaba de una victoria que no había logrado.

El príncipe utilizaría las palabras justas y manifestaría su indignación con tal vehemencia que su padre comprendería finalmente que una serpiente latía en su seno.

Delante del faraón, hacerlo le pareció mezquino e infamante. Él representando el papel de delator, tener el descaro de pensar que él era más lúcido que Seti.

Sin embargo, no cometió la cobardía de mentir.

—Es verdad, deseaba deciros…

—¿Por qué vacilas?

—Lo que sale de nuestra boca puede ensuciarnos.

—¿No podría conocer algo más del asunto?

—Lo que os diría, vos lo sabéis ya. Si no es así, mis sueños sólo merecen la nada.

—¿No pasas de un extremo al otro?

—Un fuego me atormenta, una exigencia cuyo nombre ignoro. Ni el amor ni la amistad pueden apartarla de mí.

—¡Qué palabras tan definitivas! ¡A tu edad!

—¿Acaso el peso de los años me tranquilizará?

—No cuentes con nadie más que contigo mismo y la vida se mostrará a veces generosa.

—¿Qué es ese fuego, padre?

—Plantea mejor la pregunta y conocerás la respuesta.

Seti se inclinó sobre el papiro que estudiaba. La entrevista había terminado.

Ramsés se inclinó. Cuando se retiraba, la voz grave de su padre lo dejó clavado en el suelo.

—Tu intervención llegó en buen momento, pues tenía intención de convocarte hoy mismo. Mañana, después de los ritos del alba, partiremos hacia las minas de turquesas, en la península del Sinaí.