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El regreso del ejército egipcio fue celebrado con fasto. En palacio se habían seguido con ansiedad los progresos del conflicto. Los libaneses sublevados sólo habían resistido algunos días. Pronto hicieron protestas de lealtad eterna y de una voluntad inconmovible de ser fieles súbditos del faraón. Seti había exigido, en contrapartida, una gran cantidad de cedros de primera calidad para levantar nuevos mástiles delante de los templos y construir varias barcas divinas que llevarían en procesión. Al unísono, los príncipes del Líbano proclamaron que el faraón era la encarnación de Ra, la luz divina, y que él les daba la vida.

Gracias a la rapidez de su intervención, Seti había entrado en Siria sin encontrar resistencia. El rey hitita Muwattali no había tenido tiempo de reunir soldados con experiencia y había preferido observar desde lejos la situación. Razón por la cual la ciudad fortificada de Kadesh, símbolo del poder hitita, había abierto sus puertas. Tomada de improviso, no habría podido resistir varias oleadas de asalto. Seti, para sorpresa de sus generales, se había contentado con erigir una estela en el interior de Kadesh en lugar de arrasar la fortaleza. Se habían hecho veladas críticas, preguntándose sobre la finalidad de aquella increíble estrategia.

En cuanto el ejército egipcio se hubo alejado de Kadesh, Muwattali y un poderoso ejército habían invadido la fortaleza, de nuevo bajo obediencia hitita.

Entonces comenzaron las negociaciones. A fin de evitar un enfrentamiento sangriento, los dos soberanos, con la mediación de sus embajadores, convinieron en que los hititas no organizarían ningún disturbio en el Líbano ni en los puertos fenicios, y que los egipcios no atacarían Kadesh y su región.

Era la paz, precaria, es cierto, pero la paz.

Como sucesor designado y nuevo jefe de la guerra, Chenar presidió un banquete al que fueron invitadas más de mil personas, encantadas de degustar alimentos refinados, de beber un vino excepcional, que databa del año dos del reinado de Seti, y contemplar las insinuantes formas de jóvenes bailando desnudas, evolucionando al son de las melodías de flautas y arpas.

El rey sólo hizo una breve aparición, cediendo a su hijo mayor la gloria emanada de una expedición triunfante. Como antiguos alumnos del Kap destinados a un brillante porvenir, Moisés, Ameni e incluso Setaú, vestido para la circunstancia con un suntuoso traje que le había regalado Ramsés, estaban entre los numerosos invitados.

Ameni, cuya obstinación no cejaba, conversaba con los notables de Menfis y hacía preguntas anodinas sobre los talleres que fabricaban panes de tinta cerrados desde hacía poco. Su perseverancia no se vio coronada por el éxito.

Setaú fue llamado urgentemente por el intendente de Chenar debido a la presencia de una serpiente en la reserva de jarras de leche. El joven encontró el agujero sospechoso, le metió ajo y lo taponó con un pescado. El desdichado reptil no saldría más de la madriguera. La satisfacción del intendente, que Setaú encontraba demasiado pagado de sí mismo, fue de corta duración. Cuando el especialista hizo aparecer una serpiente roja y blanca, con los colmillos clavados detrás del hueso maxilar, el pretencioso huyó a todo correr. «¡Qué imbécil! —pensó Setaú—, es evidente que esta raza es del todo inofensiva.» Moisés estaba rodeado de hermosas mujeres que apreciaban su prestancia y su virilidad. A la mayoría le habría gustado acercarse a Ramsés, pero Iset la bella montaba una estricta guardia. La reputación de los dos jóvenes no hacía más que crecer. Le prometían a Moisés altas funciones administrativas y se interesaban por la valentía de Ramsés, que obtendría seguramente en el ejército el cargo que se le negaba en la corte.

Los dos amigos lograron escapar entre dos bailes y se encontraron en el jardín, bajo una persea.

—¿Escuchaste el discurso de Chenar?

—No, mi tierna novia tenía otras preocupaciones.

—Tu hermano mayor afirma a quien quiera oírlo que él es el gran vencedor de esta campaña. Gracias a él, las pérdidas egipcias se redujeron al mínimo, y la diplomacia tomó la delantera a la fuerza de las armas. Además, murmura que Seti parecía muy cansado; el poder desgasta y el nombramiento de regente no debería tardar. Ya tiene un programa de gobierno: prioridad al comercio internacional, rechazo de todo conflicto, alianzas económicas con nuestros peores enemigos.

—Me da asco.

—Él no parece muy lúcido, cierto, pero sus proyectos merecen atención.

—Moisés, tiende la mano a los hititas y te cortarán el brazo.

—La guerra no resuelve nada.

—Chenar hará de Egipto un país sometido y arruinado. La tierra de los faraones es un mundo aparte. Cuando fue débil o ingenua, la invadieron los asiáticos. Se necesitó mucho heroísmo para expulsar al ocupante y arrojarlo lejos de nuestras fronteras. Si deponemos las armas seremos exterminados.

La fogosidad de Ramsés sorprendió a Moisés.

—Ésas son palabras de un jefe, estoy de acuerdo, pero ¿es ésa la buena dirección?

—No existe ninguna otra para preservar la integridad de nuestro territorio y permitir a los dioses residir en esta tierra.

—Los dioses… ¿existen los dioses?

—¿Qué quieres decir?

Moisés no tuvo tiempo de responder. Una corte de jovencitas se interpuso entre él y Ramsés y les hicieron mil preguntas sobre su porvenir. Iset la bella no tardó en intervenir para liberar a su amante.

—Tu hermano mayor me tenía cogida —confesó ella.

—¿Con qué propósito?

—No renuncia a casarse conmigo. La corte es formal, los rumores van en la misma dirección: Seti está a punto de asociar a Chenar al trono. Me propone que me convierta en la gran esposa real.

Se produjo un fenómeno extraño. El espíritu de Ramsés abandonó bruscamente Menfis y voló hasta el harén de Mer-Ur para contemplar allí a una joven estudiosa, que copiaba las máximas de Ptah-hotep a la luz de los candiles.

Iset la bella notó la turbación de su amante.

—¿Estás enfermo?

—Debes saber que no conozco la enfermedad —respondió él con sequedad.

—Parecías tan lejano…

—Estaba pensando. ¿Vas a aceptar?

—Ya le respondí.

—Felicidades, Iset. Tú serás mi reina y yo tu servidor.

Ella le golpeó el pecho con varias puñadas. El joven la cogió por las muñecas.

—Te amo, Ramsés, y quiero vivir contigo. ¿Cómo hay que hacértelo entender?

—Antes de ser marido y padre, debo adquirir una visión más clara del camino que deseo seguir. Dame tiempo.

En la noche tranquila, el silencio se impuso poco a poco.

Músicos y bailarinas se habían retirado, igual que las cortesanas de más edad. Aquí y allá, en el vasto jardín del palacio, se intercambiaban informaciones y se tramaban pequeñas conspiraciones para trepar en la jerarquía apartando a algún rival.

Por el lado de las cocinas, un grito desgarrador turbó la serenidad del momento.

Ramsés fue el primero en llegar. Con un atizador, el intendente golpeaba a un anciano que se protegía el rostro con las manos. El príncipe apretó el cuello del agresor hasta casi asfixiarlo. Éste dejó el arma, la víctima huyó, para refugiarse entre los que fregaban platos.

Moisés intervino.

—¡Vas a matarlo!

Ramsés soltó a su presa; el intendente, con el rostro enrojecido, recuperó el aliento con dificultad.

—Ese anciano es sólo un prisionero hitita —explicó—. Estoy obligado a educarlo.

—¿Ésa es tu manera de tratar a los empleados?

—¡Sólo a los hititas!

Chenar, cuyos adornos, de una riqueza enorme, habrían eclipsado a los atuendos más elegantes, apartó a los curiosos.

—Dispersaos, esto es asunto mío.

Ramsés agarró al intendente por los cabellos y lo arrojó al suelo.

—¡Acuso a este cobarde de tortura!

—Vamos, vamos, querido hermano. No te enfades… Mi intendente es a veces un poco severo, pero…

—Voy a denunciarlo y seré testigo en el tribunal.

—¡Tú, que detestas a los hititas!

—Tu empleado ya no es un enemigo. Trabaja en nuestra casa y debe ser respetado. ¡Es lo que exige la ley de Maat!

—¡Déjate de grandes palabras! Olvida este incidente y te lo agradeceré.

—Yo también testificaré —declaró Moisés—. Nada puede justificar tales acciones.

—¿Es necesario enconar la situación?

—Llévate al intendente —le pidió Ramsés a Moisés—, y confíalo a nuestro amigo Setaú. Mañana pediré un proceso urgente.

—¡Eso es un secuestro!

—¿Te comprometes a presentar a tu intendente delante del tribunal?

Chenar cedió. Había demasiados testigos de peso… Era mejor no entablar un combate perdido de antemano. El culpable sería condenado al exilio en un oasis.

—La justicia es algo bueno —concluyó Chenar, bonachón.

—Respetarla es el fundamento de nuestra sociedad.

—¿Quién pretende lo contrario?

—Si gobiernas el país con tales métodos tendrás en mí a un adversario.

—¿Qué te imaginas?

—Yo no imagino, observo. ¿Los grandes proyectos son compatibles con el desprecio de los demás?

—No te extravíes, Ramsés. Me debes respeto.

—Nuestro soberano, el amo del Alto y del Bajo Egipto todavía es Seti, me parece.

—La burla tiene sus límites. Mañana tendrás que obedecerme.

—Mañana está todavía lejos.

—A fuerza de equivocarte, terminarás mal.

—¿Te propones tratarme como a un prisionero hitita?

Irritado, Chenar terminó bruscamente la conversación.

—Tu hermano es un hombre poderoso y peligroso —observó Moisés—, ¿crees que es necesario desafiarlo así?

—No me da miedo. ¿Qué querías decir sobre los dioses?

—Ni yo mismo lo sé. Extraños pensamientos me invaden y me desgarran. Mientras no desvele su misterio no tendré paz.