21

En el ala del palacio reservada a Chenar, los empleados y el cuerpo de funcionarios tenían cara de pocos amigos. Estaban amedrentados y desempeñaban sus labores cumpliendo estrictamente las consignas; ni risas ni conversaciones turbaban la agobiante atmósfera.

La noticia había llegado a última hora de la mañana: movilización inmediata de los dos regimientos especiales para una intervención urgente. En suma, ¡había guerra contra los hititas! Chenar estaba aterrado; aquella reacción violenta comprometía la política comercial que él comenzaba a ejecutar y cuyos frutos esperaba cosechar muy pronto.

Aquel estúpido enfrentamiento generaría un sentimiento de inseguridad, perjudicial para las transacciones. Como muchos de sus predecesores, Seti se metía en líos. Aquella moral obsoleta, aquella voluntad de preservar el territorio egipcio, de afirmar la grandeza de una civilización, ¡desperdiciando una energía que habría sido tan útil en otras cosas! Chenar no había tenido tiempo de desbaratar la reputación de los consejeros militares del rey ni de probar su ingenuidad; aquellos militaristas sólo pensaban en guerrear, considerándose conquistadores ante los cuales todos los pueblos debían inclinarse. Si la expedición era un fracaso, Chenar se aprestaba a expulsar del palacio a todos aquellos incapaces.

¿Quién dirigiría el país durante la ausencia del faraón, de su primer ministro y del general en jefe? La reina Tuya, por supuesto. Incluso si las entrevistas con Chenar se espaciaban y a veces se volvían agrias, sentían un mutuo y real afecto. Había llegado la hora de que tuvieran una explicación franca y clara. Tuya no sólo lo comprendería, sino que influiría en Seti para mantener la paz. Por ello insistió en verla lo antes posible pese a lo cargado de sus compromisos.

Tuya lo recibió a media tarde, en la sala de audiencias.

—¡Qué marco tan solemne, querida madre!

—Apuesto a que tu gestión no es privada.

—Como siempre, lo habéis adivinado. ¿De dónde os viene ese sexto sentido?

—Un hijo no debe halagar a su madre.

—A vos no os gusta la guerra, ¿no es cierto?

—¿A quién le gusta?

—La decisión de mi padre me parece un poco precipitada.

—¿Lo crees capaz de actuar por capricho?

—No, pero las circunstancias… los hititas…

—¿Te gustan los vestidos hermosos?

Chenar se sintió desconcertado.

—Sí, pero…

—Acompáñame.

Tuya llevó a su hijo a una sala contigua. Sobre una mesa baja había una larga peluca de guedejas onduladas, una camisa de amplias mangas, una larga falda plisada y ribeteada de flecos, una faja cruzada que pasaría por las caderas y apretaría el traje a la cintura.

—¿No es cierto que es espléndido?

—Un trabajo admirable.

—Este vestuario es para ti; tu padre te ha elegido como portaestandarte, a su derecha, en la próxima campaña de Siria.

Chenar palideció.

El portaestandarte, a la derecha del rey, sostendría una pica terminada en una cabeza de carnero, uno de los símbolos de Amón, el dios de las victorias. El hijo mayor del faraón partiría en campaña con su padre y estaría en primera línea de combate.

Ramsés se impacientaba.

¿Por qué Ameni tardaba tanto en llevarle el decreto con las principales personalidades de palacio que Seti llevaría con él?

El príncipe estaba impaciente por conocer el grado que le habían otorgado. Poco le importaba el rimbombante título con que lo disfrazaran. Lo importante era combatir.

—¡Por fin llegas! ¿Y la lista?

Ameni bajó la cabeza.

—¿Por qué pones esa cara?

—Lee tú mismo.

Por decreto real, Chenar había sido nombrado portaestandarte a la derecha del faraón. En cuanto a Ramsés, ni siquiera se lo mencionaba.

Todos los regimientos de Menfis estaban en pie de guerra.

Al día siguiente, la infantería y los carros tomarían el camino de Siria bajo el mando del rey en persona.

Ramsés pasó el día en el patio del regimiento principal.

Cuando su padre salió del consejo de guerra, al caer la noche, se atrevió a abordarlo.

—¿Puedo dirigiros una suplica?

—Te escucho.

—Deseo partir con vos.

—El decreto es definitivo.

—No me importa no ser oficial. Sólo deseo vencer al enemigo.

—Así que mi decisión fue justa.

—No… no lo entiendo.

—Un deseo tan inverosímil como el tuyo no es más que futilidad. Para vencer a un enemigo hay que estar capacitado. No es tu caso, Ramsés.

Cuando la cólera y la decepción pasaron, Chenar no se sintió descontento con sus nuevas funciones, agregadas a una retahíla de honores. En efecto, era imposible estar adscrito al trono sin haber demostrado cualidades de guerrero. Desde la era de los primeros reyes tebanos, el rey debía probar su capacidad para preservar la integridad del territorio y expulsar a los invasores. Así, Chenar se inclinaba ante una tradición que deploraba pero que era esencial a los ojos del pueblo. Casi le pareció divertida cuando vio la mirada de despecho de Ramsés al paso de la vanguardia de la que formaba parte el portaestandarte.

La partida del ejército en campaña, como todo acontecimiento excepcional estaba acompañada por una fiesta. La población gozaba de un día festivo y ahogaba sus preocupaciones con cerveza. Aunque, ¿quién dudaba de la victoria de Seti?

Pese a su triunfo personal, Chenar no estaba libre de angustia. Durante el combate, incluso el mejor soldado estaba expuesto a un paso en falso. Imaginarse herido, disminuido o inválido le daba náuseas. En el frente se preocuparía ante todo de cuidar de sí mismo, dejando las tareas peligrosas a los especialistas.

Una vez más, la suerte lo favorecería. Durante aquella campaña tendría oportunidad de hablar con su padre y proyectar su futuro. Esta perspectiva bien valía un esfuerzo, pese a que alejarse del palacio representara una dura prueba.

La decepción de Ramsés era un excelente estímulo.

El contingente de provincianos disgustaba a Bakhen.

Cuando amenazaba guerrilla, se formaba a futuros soldados, voluntarios que soñaban con hazañas en tierras lejanas. Pero aquella tropa de toscos campesinos no llegaría más allá de los arrabales de Menfis y rápidamente volvería a sus campos.

Controlador de las cuadras del reino, dotado de una fuerza poco común, con el rostro cuadrado adornado con una corta barba, Bakhen estaba encargado asimismo de la instrucción de los jóvenes reclutas.

Con voz grave y ronca, les ordenó levantar un saco lleno de piedras, echárselo al hombro y correr a lo largo de los muros del regimiento hasta que les diera la orden de detenerse.

La selección fue cruel y rápida. La mayoría dosificaron mal sus fuerzas. Sin aliento, dejaron caer la carga. Bakhen esperó, e interrumpió la prueba cuando unos cincuenta candidatos quedaron en liza.

Asombrado, creyó reconocer a uno de los aprendices de soldado. Sobrepasando a sus compañeros por una buena cabeza, manifestaba una sorprendente ausencia de fatiga.

—Príncipe Ramsés, éste no es lugar para vos.

—Deseo hacer este entrenamiento y obtener el certificado de aptitud.

—Pero… no tenéis necesidad. Os basta con…

—Yo no lo pienso así ni tú tampoco. No se forma a un soldado entre papiros.

Tomado por sorpresa, Bakhen movió las pulseras de cuero que ponían de relieve el tamaño de sus bíceps.

—Es delicado…

—¿Tienes miedo, Bakhen?

—¿Yo, miedo? ¡Formad con los demás!

Durante tres interminables días, Bakhen acosó a los hombres hasta el límite de sus fuerzas. Seleccionó a los veinte más resistentes: Ramsés estaba entre ellos.

Al cuarto día comenzó el manejo de las armas: mazas, espadas cortas y escudos. Bakhen se contentó con algunos consejos y luego lanzó a los muchachos unos contra otros.

Cuando uno de ellos fue herido en el brazo, Ramsés puso su espada en el suelo. Sus compañeros lo imitaron.

—¿Qué sucede? —chilló Bakhen—. Reanudad el ejercicio. Si no, ¡largaos!

Los reclutas se plegaron a las exigencias del instructor. Los débiles y los torpes fueron excluidos. Del contingente primitivo sólo quedaron doce voluntarios considerados aptos para ser soldados profesionales.

Ramsés aguantó. Diez días de ejercicios intensivos no habían agotado su entusiasmo.

—Necesito un oficial —declaró Bakhen la mañana del undécimo día.

Con excepción de uno solo de ellos, los candidatos demostraron una habilidad semejante con el arco de madera de acacia que disparaba flechas a unos cincuenta metros en tiro directo.

Gratamente sorprendido, Bakhen les mostró un arco de gran tamaño, cuya parte frontal estaba recubierta de cuerno luego colocó un lingote de cobre a ciento cincuenta metros de los arqueros.

—Tomad este arma y traspasad la diana.

La mayoría no logró tensar el arco; dos lograron disparar, pero sus flechas no pasaron de los cien metros.

Ramsés se presentó el último, bajo la mirada socarrona de Bakhen. Como sus compañeros, tenía derecho a tres flechas.

—El príncipe debería evitar el ridículo. Hombres más fuertes que vos han fracasado.

Concentrado, sólo se preocupaba de la diana; lo demás no existía.

Tensar el arco le exigió un esfuerzo enorme; con los músculos doloridos, Ramsés dominó la cuerda de tensión, fabricada con un tendón de buey.

La primera flecha pasó a la izquierda de la diana. Bakhen se rio maliciosamente.

Ramsés sacó el aire de sus pulmones, contuvo el aliento y disparó inmediatamente la segunda flecha, que voló por encima del lingote de cobre.

—La última oportunidad —anunció Bakhen.

El príncipe cerró los ojos más de un minuto y visualizó la diana dentro de sí mismo. Se convenció de que estaba cerca, que él era la flecha, que ésta sentía un intenso deseo de unirse al lingote.

El tercer tiro fue un alivio. La flecha hendió el aire como un agresivo abejorro y traspasó el lingote de cobre.

Los demás reclutas aclamaron al vencedor. Ramsés devolvió el gran arco a Bakhen.

—Voy a agregar una prueba más —indicó el instructor—: una lucha a mano limpia conmigo.

—¿Así es la regla?

—Es mi regla. ¿Tenéis miedo de enfrentaros a mi?

—Dame mi licencia de oficial.

—Luchad, probad que sois capaz de enfrentaros a un verdadero soldado.

Ramsés era más alto que Bakhen, pero menos musculoso y mucho menos entrenado. Por lo tanto, apostó por la rapidez de sus reflejos. El instructor atacó sin avisar; el príncipe lo esquivó y el puño de Bakhen rozó su hombro derecho.

Cinco veces los asaltos del instructor terminaron en el vacío; exasperado, logró agarrar la pierna izquierda de su adversario y desequilibrarlo. De una patada en el rostro, Ramsés se liberó y, con el canto de la mano, golpeó la nuca de Bakhen.

Ramsés creyó haber ganado el duelo. Dando un brinco de orgullo, Bakhen se levantó y echando la cabeza hacia adelante, golpeó el pecho del príncipe.

Iset la bella untó el torso de su amante con un bálsamo tan eficaz que el dolor desapareció.

—¿Tengo la mano curadora?

—Fui un estúpido —murmuró Ramsés.

—Ese monstruo te pudo matar.

—Hacía su trabajo y yo creí haberlo vencido. En el frente, yo estaría muerto.

La mano de Iset la bella se hizo más suave y más audaz.

—Estoy muy contenta de que te hayas quedado. La guerra es abominable.

—A veces es necesaria.

—No sabes hasta qué punto te amo.

La joven se tendió sobre su amante con la suavidad de un tallo de loto.

—Olvida los combates y la violencia; ¿acaso yo no soy preferible?

Ramsés no la rechazó y se dejó invadir por el placer ella le ofrecía; sin embargo, sentía una dicha más intensa de la cual no habló: la dicha de haber obtenido el diploma de oficial.