Acompañado de un perro amarillo oro de orejas colgantes, el viajero llevaba a la espalda una estera enrollada y atada con una correa; en la mano izquierda tenía una bolsa de cuero que contenía un taparrabo y unas sandalias, y en la derecha un bastón. Cuando se detenía para descansar, desplegaba la estera a la sombra de un árbol y se dormía, bajo la protección de su fiel compañero.
El príncipe Ramsés había realizado la primera parte de su viaje en barco y la segunda a pie. Al tomar los estrechos caminos trazados sobre las lomas que sobresalían del agua, había cruzado muchas pequeñas aldeas y había comido con los campesinos. Harto de la ciudad, descubría un mundo apacible, eternamente similar a sí mismo, viviendo al ritmo de las estaciones y las fiestas.
Ramsés no había avisado ni a Ameni ni a Iset la bella. Deseaba viajar solo, como cualquier egipcio que partía a visitar a su familia o se dirigía a una de las numerosas obras abiertas durante el período de crecida.
En algún caso, para ir de un pueblo a otro, había requerido a un barquero que transportaba a los pobres o a los que no poseían barca, ni siquiera rudimentaria. En una extensión de agua gigante se cruzaban decenas de embarcaciones de diversos tamaños, algunas cargadas con niños, que a fuerza de gesticular caían al agua y se lanzaban a carreras desenfrenadas.
Era tiempo de descanso, de juegos y de viajes… Ramsés notaba la respiración del pueblo de Egipto, su alegría poderosa y serena, anclada en la confianza que sentía en el faraón. Aquí y allá, se hablaba de Seti con respeto y admiración. Su hijo se sintió orgulloso y se juró ser digno de él, incluso si seguía siendo un simple escriba real, encargado de vigilar la entrada de los granos o el registro de los decretos.
A la entrada del Fayum —provincia verde en la que reinaba Sobek, el dios cocodrilo—, el harén real de Mer-Ur, «el gran amor» se extendía sobre varias hectáreas que cultivaban jardineros experimentados. Una red de canales sabiamente dispuestos recorrían la vasta propiedad que algunos consideraban como la más hermosa de Egipto. Nobles damas ancianas disfrutaban allí de una tranquila jubilación, admirando a las soberbias jóvenes admitidas a trabajar en los talleres de tejeduría y en las escuelas de poesía, música y danza. Especialistas del esmalte perfeccionaban su técnica al lado de las creadoras de joyas. Verdadera colmena, el harén runruneaba de actividades incesantes.
Antes de presentarse en la puerta de la propiedad, Ramsés se cambió de taparrabo, calzó unas sandalias y sacudió el polvo del perro. Juzgándolo presentable, abordó a un guardia de rasgos desagradables.
—Vengo a ver a un amigo.
—¿Tu carta de recomendación, joven?
—No la necesito.
El guardia levantó el cuello.
—¿Por qué tanta pretensión?
—Porque soy el príncipe Ramsés, hijo de Seti.
—¡Te burlas de mí! El hijo de un rey se desplaza con escolta.
—Me basta con el perro.
—Sigue tu camino, muchacho; las bromas no me divierten.
—Te ordeno que te apartes.
La firmeza y la agudeza de la mirada sorprendieron al policía. ¿Era necesario rechazar a aquel impostor o había que tomar algunas precauciones?
—¿Cómo se llama tu amigo?
—Moisés.
—Espera aquí.
Vigilante se sentó sobre sus posaderas, a la sombra de una persea. El aire estaba embalsamado, centenares de pájaros anidaban en los árboles del harén. ¿Podía la existencia ser más dulce?
—¡Ramsés!
Empujando al guardia, Moisés corrió hacia Ramsés. Los dos amigos se dieron un abrazo y luego franquearon la puerta seguidos por Vigilante, que no sabía dónde meter el morro, tan agradables le parecían los olores que procedían de la cocina del puesto de guardia.
Moisés y Ramsés tomaron por una avenida embaldosada que serpenteaba entre sicómoros y que llevaba a un estanque donde crecían lotos blancos de grandes hojas abiertas. Se sentaron en un banco formado por tres bloques de caliza.
—¡Qué gran sorpresa, Ramsés! ¿Has sido destinado aquí?
—No, tenía ganas de verte.
—¿Has venido solo, sin escolta?
—¿Te sorprende?
—¡Ése es tu carácter! ¿Qué has hecho desde el desmembramiento de nuestro pequeño grupo?
—Me convertí en escriba real y creí que mi padre me había elegido como sucesor.
—¿Con el consentimiento de Chenar?
—Sólo era un sueño, por supuesto, pero estaba obsesionado. Cuando mi padre me desautorizó públicamente, la ilusión se disipó, aunque…
—¿Qué…?
—Aunque una fuerza, la misma fuerza que me ha engañado sobre mis capacidades, continúa incitándome. Adocenarme como un acaudalado me disgusta. ¿Qué hacer de nuestra vida, Moisés?
—Es la única pregunta importante, tienes razón.
—¿Cómo respondes tú a ella?
—Tan mal como tú. Soy uno de los ayudantes del jefe de este harén, trabajo en un taller de tejeduría, controlo el trabajo de los alfareros, dispongo de una casa con cinco habitaciones, un jardín, y de buenos alimentos. Gracias a la biblioteca del harén, yo, un hebreo, ¡me instruyo en toda la sabiduría! ¿Qué más puedo desear?
—Una hermosa mujer.
Moisés sonrió.
—Aquí no faltan, ¿ya te has enamorado?
—Quizá.
—¿Quién es la afortunada?
—Iset la bella.
—Un bocado de rey —dijo—; me das envidia… Pero ¿por qué dices «quizá»?
—Es soberbia, nos entendemos a las mil maravillas, pero soy incapaz de afirmar que la amo. Me imaginaba el amor de otra manera, más intenso, más loco, más…
—No te tortures y disfruta del presente: ¿no es ése el consejo de los arpistas que halagan nuestros oídos en los banquetes?
—Y tú, ¿has encontrado el amor?
—Amores, sin duda… Pero ninguno me satisface. También a mí me quema un fuego que no logro conocer. ¿Qué es mejor, olvidarlo o dejarlo crecer?
—No hay elección, Moisés; si huimos, nos desvaneceremos como sombras nefastas.
—¿Piensas que este mundo es luz?
—La luz está en este mundo.
Moisés levantó los ojos hacia el cielo.
—¿No se oculta en el corazón del sol?
Ramsés obligó a su amigo a bajar los ojos.
—No lo mires de frente, te cegará.
—Descubriré lo que está oculto.
Un grito de espanto interrumpió el diálogo. En una avenida paralela, dos tejedoras huían a todo correr.
—Es mi turno de sorprenderte —dijo Moisés—. Vamos a castigar al demonio que espanta a esas desdichadas.
El causante de los disturbios no había intentado ocultarse.
Con la rodilla en tierra, recogía un reptil de un hermoso color verde oscuro y lo metía en un saco.
—¡Setaú!
El especialista en serpientes no manifestó ninguna emoción. Cuando Ramsés se sorprendió de encontrarlo allí, le explicó que la venta de veneno al laboratorio del harén aseguraba su independencia. Además, la perspectiva de pasar unos días en compañía de Moisés lo regocijaba en grado sumo. Sin molestarse ni uno ni otro con preceptos morales agobiantes, llevarían una gran vida antes de que sus caminos se separaran de nuevo.
—He enseñado a Moisés algunos elementos de mi arte. Cierra los ojos, Ramsés.
Cuando el príncipe recibió la orden de abrirlos, Moisés, bien firme sobre sus piernas, tenía en la mano derecha un bastón muy delgado, marrón oscuro.
—No es una gran hazaña.
—Mira más atentamente —recomendó Setaú.
El bastón cobró vida y se onduló; Moisés lanzó al suelo una serpiente de buen tamaño que Setaú recuperó en seguida.
—¿No es un hermoso juego de magia natural? Un poco de sangre fría, y se logra sorprender a cualquiera, ¡ncluso al hijo de un rey!
—Enséñame a manejar ese tipo de bastón.
—¿Por qué no?
Los tres amigos se aislaron en un vergel en el que Setaú educaría a sus compañeros. Manipular un reptil vivo necesitaba habilidad y precisión.
Unas esbeltas jóvenes se ejercitaban en una danza acrobática; vestidas con un taparrabo estrecho a media pierna sostenido por tiras cruzadas en el pecho y en la espalda, con los cabellos echados hacia arriba y atrás en cola de caballo, al extremo de la cual estaba sujeta una pequeña bola de madera, acometían figuras complicadas, realizadas con hermosa conjunción.
Ramsés disfrutaba del espectáculo gracias a la complicidad de Moisés, muy apreciado por las bailarinas, pero cuyo humor se volvía cada vez más taciturno. Setaú no compartía los tormentos de sus dos amigos; el trato asiduo con las serpientes, portadoras de una muerte súbita y sin apelación, daba suficiente sentido a su vida. Moisés habría querido vivir una pasión como aquélla, pero permanecía prisionero de una red de tareas administrativas, que no obstante realizaba con un rigor tan perfecto que era seguro que en breve plazo le darían la dirección de un harén.
—Un día —le prometió a Ramsés— lo abandonaré todo.
—¿Qué quieres decir?
—Ni siquiera lo sé, pero esta existencia me es cada día más insoportable.
—Partiremos juntos.
Una bailarina de cuerpo perfumado rozó a los dos amigos, sin conseguir animarlos. No obstante, cuando terminó la demostración, se dejaron convencer para compartir una colación con las jóvenes, sentadas junto a un estanque de aguas azuladas. El príncipe Ramsés tuvo que responder a numerosas preguntas sobre la corte, su función de escriba real y sus proyectos de futuro. Brusco, casi cortante, se mostró evasivo. Decepcionadas, sus interlocutoras se entregaron a un concurso de citas poéticas, probando de este modo la extensión de su cultura.
Ramsés se dio cuenta de que una de ellas permanecía silenciosa. Más joven que sus compañeras, con el cabello de un negro profundo y brillante, los ojos verde azulados, era encantadora.
—¿Cómo se llama? —preguntó a Moisés.
—Nefertari.
—¿Por qué es tan tímida?
—Procede de una familia humilde y acaba de entrar en el harén. Se ha hecho notar debido a sus cualidades de tejedora.
En todas las disciplinas ha tomado la cabeza de su grupo. Las hijas de familias ricas no se lo perdonan.
Volviendo al ataque, varias bailarinas intentaron captar los favores del príncipe Ramsés. Los rumores anunciaban un matrimonio con Iset la bella, pero el corazón del hijo de un rey ¿no era acaso más amplio que el de los otros hombres? El príncipe desatendió a las coquetas y se sentó junto a Nefertari.
—¿Os incomoda mi presencia?
La agresividad de la pregunta la desarmó. Levantó hacia Ramsés unos ojos inquietos.
—Perdonad mi osadía, pero os veo tan sola.
—Es que… pensaba.
—¿Qué os preocupa?
—Debemos escoger una máxima del sabio Ptah-hotep y comentarla.
—Yo venero esos textos. ¿Cuál elegiréis?
—Todavía dudo.
—¿A qué tarea estáis destinada, Nefertari?
—Al arte floral. Me gustaría componer ramilletes para los dioses y permanecer en el templo el mayor tiempo posible durante el año.
—¿No es una existencia muy austera?
—Me gusta la meditación. De ella saco mi fuerza. ¿No está escrito que el silencio hace crecer el alma como un árbol florido?
La encargada de las bailarinas les pidió que se reunieran y se fueran a cambiar antes de dirigirse al curso de gramática.
Nefertari se levantó.
—Un momento… ¿Queréis hacerme un favor?
—La encargada es severa y no admite ningún retraso.
—¿Qué máxima eligiereis?
Su sonrisa habría apaciguado al guerrero más exaltado.
—Una palabra perfecta está más oculta que la piedra verde.
Sin embargo, se la encuentra junto a las sirvientas que trabajan en la molienda.
Ella desapareció, grácil, luminosa.