Durante dos días, Ramsés se negó a comer y a hablar con nadie.
Ameni, consciente de la inmensa decepción de su amigo, supo retirarse y permanecer silencioso. Como una sombra, veló sobre el príncipe sin importunarlo. Ramsés, ciertamente, había salido del anonimato y en lo sucesivo figuraba entre las personalidades de la corte autorizadas a participar en los rituales del Estado, pero el lugar que le habían atribuido hacía de él un simple figurante. A los ojos de todos, Chenar seguía siendo el heredero de la corona.
El perro amarillo oro, con las orejas colgantes, se dio cuenta de la tristeza de su amo, y no le pidió ni paseos ni juegos.
Gracias a su confianza, el príncipe salió de la prisión en la que él mismo se había encerrado. Alimentando a Vigilante, aceptó por fin tomar la comida que le proponía su secretario particular.
—Soy un imbécil y un vanidoso, Ameni. Mi padre me ha dado una buena lección.
—¿De qué sirve torturarte?
—Me creía menos estúpido.
—¿El poder es tan importante?
—El poder, no, pero realizar las dotes naturales de cada uno, ¡sí! Y yo estaba convencido de que mis dotes naturales me exigían reinar. Mi padre me apartaba del trono, y yo estaba ciego.
—¿Aceptarás tu destino?
—¿Acaso tengo alguno?
Ameni temía una locura. La desesperación de Ramsés era tan profunda que podía arrastrarlo a una aventura insensata en la que se destruiría sin remedio. Sólo el tiempo atenuaría la decepción, pero la paciencia era una virtud desconocida por el príncipe.
—Sary nos invita a una competición de pesca —murmuró Ameni—. ¿Querrás venir? Nos divertiremos.
—Como quieras.
El joven escriba contuvo un arranque de alegría. Si Ramsés saboreaba de nuevo los placeres cotidianos, se curaría pronto.
El exlacayo de Ramsés y su esposa habían reunido a brillantes elementos de la juventud cultivada para iniciarlos en un placer sutil: la pesca con caña en un estanque en el que abundaban peces de criadero. Cada participante contaba con un trípode y una caña de pescar de madera de acacia; el más hábil sería proclamado vencedor del concurso y ganaría un espléndido papiro que relataba las aventuras de Sinuhé, una novela clásica que generaciones de letrados habían apreciado.
Ramsés dejó su lugar a Ameni, que apreció mucho esta distracción inédita. ¿Cómo iba a comprender que ni su amistad ni el amor de Iset la bella apagarían el fuego que devoraba su alma? El tiempo no hacía más que atizar esa llama insaciable que debía alimentar. Dijera lo que dijese su destino, no aceptaría una existencia mediocre. Sólo dos seres lo fascinaban: su padre, el rey, y su madre, la reina. Era su visión la que quería compartir, nada más.
Afectuosamente, Sary colocó la mano en el hombro de su antiguo alumno.
—¿Te aburre este juego?
—La recepción es un éxito.
—Tu presencia lo garantizaba.
—¿Te ha dado por la ironía?
—No es ésa mi intención; tu posición está bien consolidada. Muchos cortesanos te han admirado durante la procesión.
El jovial Sary parecía sincero. Llevó a Ramsés bajo un quiosco donde servían cerveza fresca.
—La función de escriba real es la más envidiable que existe —declaró con entusiasmo—. Te ganas la confianza del rey, tienes acceso a los tesoros y a los graneros, recibes una buena parte de las ofrendas después de ser consagradas en el templo, vas bien vestido, posees caballos y una barca, vives en una hermosa villa, cobras las rentas de tus campos, y celosos servidores se preocupan de tu bienestar. Tus brazos no se cansan, tus manos permanecen suaves y blancas, tu espalda es sólida, no llevas cargas pesadas, no manejas ni la azada ni el pico, escapas de los trabajos pesados y tus órdenes son ejecutadas con diligencia. Tu paleta, tus cálamos y tu rollo de papiro aseguran tu prosperidad y hacen de ti un hombre rico y respetado, ¿y la gloria?, me dirás. ¡Pero si te pertenece! Los contemporáneos de los escribas sabios han caído en el olvido, mientras la posteridad canta las alabanzas de los escritores.
—Sé escriba —recitó Ramsés con voz neutra—, pues un libro es más duradero que una estela o una pirámide. Conservará tu nombre mejor que cualquier construcción. Como herederos, los escribas tienen sus libros de sabiduría. Los sacerdotes que celebran sus ritos funerarios son sus escritos. Sus hijos son las tablillas en las que escriben, las piedras cubiertas de jeroglíficos sus esposas. Los edificios más robustos se desmenuzan y desaparecen, la obra de los escribas cruza las edades.
—¡Espléndido! —exclamó Sary—; no has olvidado ni una migaja de mis enseñanzas.
—Son las de nuestros padres.
—Cierto, cierto… Pero soy yo quien te las ha transmitido.
—Y te rindo homenaje por ello.
—¡Cada vez estoy más orgulloso de ti! Sé un buen escriba real y no pienses en nada más.
Otros invitados requirieron las atenciones del anfitrión. Se conversaba, se bebía, se pescaba con caña, se hacían falsas confidencias, y Ramsés se aburría, ajeno a ese pequeño mundo satisfecho de su mediocridad y de sus privilegios.
Su hermana mayor lo tomó tiernamente por el brazo.
—¿Eres feliz? —preguntó Dolente.
—¿No se me nota?
—¿Crees que soy hermosa?
Él se apartó y la miró. Su vestido era más bien exótico, con un exceso de colores vivos, una peluca demasiado complicada, pero parecía menos aburrida que de costumbre.
—Eres una perfecta dueña de casa.
—Un cumplido viniendo de ti… ¡Es tan raro!
—Pues tanto mejor.
—Tu contribución fue muy apreciada durante el ritual de ofrendas al Nilo.
—Me quedé inmóvil y no pronuncié palabra.
—Precisamente… ¡Una excelente sorpresa! La corte había previsto otra reacción.
—¿Cuál?
En la mirada picante de Dolente apareció un fulgor malicioso.
—Una protesta… Quizá incluso una agresión. Cuando no obtienes lo que deseas, habitualmente te muestras más violento. ¿El león se habrá convertido en cordero?
Ramsés cerró los puños para no abofetearla.
—¿Sabes qué deseo, Dolente?
—Lo que posee tu hermano y que tú nunca tendrás.
—Te equivocas, no soy envidioso. Sólo busco mi verdad.
—El tiempo de las vacaciones ha llegado. Menfis se vuelve sofocante. Nosotros nos vamos a nuestra residencia del Delta.
Ven con nosotros, ¡la familia está tan pocas veces reunida! Nos enseñarás a navegar, nadaremos y pescaremos grandes peces.
—Ven, Ramsés; ya que ahora todo está claro, sé atento con tus parientes y aprovéchate de su afecto.
El vencedor del concurso de pesca lanzó un grito de alegría; la dueña de casa se vio obligada a felicitarle, mientras su esposo le entregaba el papiro con el relato de las aventuras de Sinuhé.
Ramsés hizo un gesto a Ameni.
—Mi caña se ha roto —confesó el joven escriba.
—Vámonos.
—¿Ya?
—El juego ha terminado, Ameni.
Chenar, suntuosamente vestido, se acercó a Ramsés.
—Lamento llegar tan tarde, no he podido admirar tu técnica.
—Ameni me ha sustituido.
—¿Cansancio pasajero?
—Piensa lo que quieras.
—Está bien, Ramsés, cada día tomas más conciencia de tus límites. No obstante esperaba que me estuvieras agradecido.
—¿Por qué razón?
—Si has sido admitido en esa magnífica procesión, es gracias a una intervención. Seti deseaba excluirte. Temía, con razón, una falta de modales. Por suerte te has comportado bien: continúa así y tendremos buenas relaciones.
Seguido de una corte de celadores, Chenar se alejó. Sary y su esposa se inclinaron ante él, encantados por su inesperada aparición.
Ramsés acarició la cabeza de su perro. Presa de éxtasis, Vigilante cerró los ojos. El príncipe contemplaba las estrellas circumpolares que se consideraban imperecederas. Según los sabios, formaban en el más allá el corazón del faraón resucitado, una vez que había sido reconocido «sólo por la voz» por el tribunal divino.
Desnuda, lset la bella se agarró a su cuello.
—Olvida un poco ese perro… Voy a terminar por estar celosa de él. ¡Me haces el amor y me abandonas!
—Te has dormido, yo no tenía sueño.
—Si me besas, te revelaré un pequeño secreto.
—No me gusta el chantaje.
—He logrado hacerme invitar por tu hermana mayor; así estarás menos solo con tu querida familia, y daremos razones al rumor que ya nos ve casados.
Se tornó tan tierna y tan felina que el príncipe no pudo ignorar sus caricias. La tomó en sus brazos, cruzó la terraza, la depositó en la cama y se tendió sobre ella.
Ameni estaba feliz. Ramsés había recuperado su feroz apetito.
—Todo está dispuesto para la partida —anunció con orgullo—; yo mismo he comprobado el equipaje. Estas vacaciones nos serán beneficiosas.
—Te las has ganado. ¿Piensas dormir un poco?
—Cuando he comenzado un trabajo, no consigo detenerme.
—En casa de mi hermana estarás ocioso.
—Temo que no; tu posición implica conocer muchos informes y…
—¡Ameni!, ¿por qué no te relajas?
—A tal maestro, tal servidor.
Ramsés lo tomó por los hombros.
—Tú no eres mi servidor, sino mi amigo. Sigue mi consejo: descansa unos días.
—Lo intentaré, pero…
—¿Tienes alguna preocupación?
—Los panes de tinta alterados, el taller sospechoso… Quiero saber la verdad.
—¿Está a nuestro alcance?
—Ni Egipto ni nosotros mismos podemos tolerar semejante malversación.
—Tienes las dotes de un hombre de Estado…
—Piensas como yo, estoy seguro de ello.
—He pedido a mi madre que nos ayude.
—Es… ¡es maravilloso!
—Por el momento no hay ningún resultado.
—Lo conseguiremos.
—No me importan esos panes de tinta y ese taller, pero quiero tener frente a mí al hombre que intentó matarte y al que dio la orden.
La determinación de Ramsés hizo estremecer a su secretario particular.
—Mi memoria es infalible, Ameni.
Sary había fletado un elegante barco en el que unas treinta personas disponían de todas las comodidades. Disfrutaba ante la idea de bogar en un verdadero mar que había causado la inundación y llegar a una confortable residencia situada en la cumbre de una loma, en un palmeral. Allí, el calor sería más soportable y las jornadas pasarían perezosas y cautivadoras.
El capitán tenía prisa por partir. La policía fluvial acababa de autorizarlo a salir del puerto. Si perdía su turno, necesitaría esperar dos o tres horas.
—Ramsés se está retrasando —lamentó su hermana mayor.
—No obstante, Iset la bella ya está a bordo —recordó Sary.
—¿Y su equipaje?
—Embarcado al alba, antes de la canícula.
—¡Ahí está su secretario! —gritó Dolente.
Ameni corría a pequeños trompicones. Poco acostumbrado a ese tipo de ejercicio, recuperó el aliento antes de expresarse.
—Ramsés ha desaparecido —anuncio.