La policía fluvial vigilaba permanentemente el acceso al puerto septentrional de Menfis. Las idas y venidas de los barcos estaban reglamentadas para evitar accidentes. Cada unidad era identificada, y en caso de aglomeración debía esperar antes de atracar.
El encargado del canal principal lo observaba todo con ojos casi distraídos. A la hora del almuerzo, el tráfico era escaso. Desde lo alto de la torre blanca abrumada por un sol ardiente, el policía contemplaba, no sin orgullo, el Nilo, los canales y el campo verdoso, cuya anchura anunciaba el nacimiento del Delta. En menos de una hora, cuando el sol empezara a bajar del cenit, volvería a su casa, en el suburbio sur de la ciudad, y disfrutaría de una siesta reparadora antes de jugar con sus hijos.
Su estómago gritaba de hambre; así pues, masticó un trozo de empanada rellena de ensalada cocida aquella misma mañana. Su trabajo era más fatigoso de lo que parecía. Le exigía una gran concentración.
De pronto apareció un extraño espectáculo.
Primero creyó que era un espejismo provocado por el juego de la luz del verano sobre el azul del río. Luego, olvidando su refrigerio, fijó la mirada en la increíble embarcación que se abría paso entre dos barcazas cargadas de ánforas y sacos de grano.
Era una canoa de papiro… A bordo, ¡un joven que manejaba el remo a un ritmo infernal!
Habitualmente, este tipo de esquifes no salían del laberinto acuático del Delta… Y sobre todo, ¡no estaba inscrito en la lista de los barcos autorizados a circular aquel día! Utilizando un espejo, el policía dirigió una señal óptica al grupo de intervención rápida.
Tres veloces barcas, movidas por equipos de remeros bien entrenados, se precipitaron sobre el intruso, que fue obligado a detenerse. El príncipe Ramsés desembarcó entre dos policías.
Iset la bella dejó estallar su furor.
—¿Por qué Ramsés se niega a recibirme?
—Lo ignoro —respondió Ameni, que aún tenía la cabeza adolorida.
—¿Está enfermo?
—Espero que no.
—¿Te ha hablado de mi?
—No.
—¡Deberías ser más hablador, Ameni!
—No es el papel de un secretario particular.
—Volveré mañana.
—Como queráis.
—Trata de ser más conciliador. Si me abres su puerta, serás recompensado.
—Me basta mi salario.
La joven se encogió de hombros y se retiró.
Ameni estaba perplejo; desde su regreso del Delta, Ramsés se había encerrado en su habitación y no había pronunciado una palabra. Consumía sin apetito las comidas que le traía su amigo, releía las máximas del sabio Ptah-hotep, o permanecía en la terraza, desde donde contemplaba la ciudad y, a lo lejos, las pirámides de Gizeh y de Saqqara.
Aunque no lograba suscitar su interés, Ameni le había informado del resultado de sus investigaciones. Sin duda alguna, según los borradores de documentos, el taller sospechoso pertenecía a un importante personaje que empleaba varios artesanos, pero Ameni se topaba con un muro de silencio que no tenía capacidad de romper.
Loco de alegría, Vigilante festejó a su amo y no lo abandonó, por miedo a perderlo de nuevo. Ávido de caricias o acostado a los pies del príncipe, el perro amarillo oro, con las orejas colgantes y la cola en espiral, representaba sin desfallecer su papel de guardián. Sólo él recogía las confidencias de Ramsés.
La víspera de Año-Nuevo y de la fiesta de la crecida, Iset la bella perdió la paciencia y, a pesar de la prohibición de su amante, fue a verle a la terraza en la que meditaba en compañía de su perro. Vigilante mostró los dientes, emitió un gruñido y levantó las orejas.
—¡Calma a esa bestia!
La mirada glacial de Ramsés impidió a la joven acercarse.
—¿Qué sucede? ¡Habla, te lo ruego!
Ramsés se volvió, indiferente.
—No tienes derecho a tratarme así… ¡Temo por ti, te amo ni siquiera me concedes una mirada!
—Déjame solo.
Ella se arrodilló, suplicante:
—¡Al fin una palabra!
Pareció menos hostil.
—¿Qué quieres de mí?
—Mira el Nilo, Iset.
—¿Puedo acercarme?
Él no contestó, y ella se atrevió. El perro no se interpuso.
—La estrella Sothis va a salir de las tinieblas —indicó Ramsés—. Mañana se levantará por oriente con el sol y anunciara el comienzo de la crecida.
—¿No es así todos los años?
—¿No entiendes que este año no será semejante a ningún otro?
La gravedad del tono impresionó a lset la bella. No tuvo valor para mentir.
—No, no lo comprendo.
—Mira el Nilo.
Tiernamente, ella se colgó de su brazo.
—No seas tan enigmático; no soy tu enemiga. ¿Qué ha sucedido en el Delta?
—Mi padre me ha puesto frente a mí mismo.
—¿Qué quieres decir?
—No tengo derecho a huir. Ocultarme sería inútil.
—Creo en ti, Ramsés, sea cual sea tu destino.
Dulcemente, él acarició sus cabellos. Ella lo contemplo, sin tocarlo. Allá, en las tierras del norte, la prueba vivida lo había transformado.
El adolescente se había hecho hombre.
Un hombre de una belleza deslumbrante, un hombre del que estaba perdidamente enamorada.
Los especialistas de los nilómetros no se habían equivocado al anunciar el día en que la crecida tomaría por asalto las orillas de Menfis.
En seguida se organizó la fiesta; por todas partes se clamaba que la diosa Isis, al final de una larga búsqueda, había encontrado y resucitado a Osiris. Poco después del alba, el dique que cerraba el principal canal que abastecía a la ciudad fue abierto, y la oleada de la crecida se precipitó con fogosidad; a fin de que aumentara sin destruir, se echaron miles de estatuillas en la corriente. Representaban a Hapy, el poder fecundador del Nilo, simbolizado por un hombre con senos colgantes y un tocado de papiros en la cabeza y que llevaba bandejas cargadas de vituallas. Cada familia conservaba una cantimplora de loza llena de agua de la crecida, cuya posesión garantizaba la prosperidad.
En palacio había actividad. En menos de una hora se organizaría la procesión que iría hasta el Nilo, con el faraón a la cabeza, para realizar allí un rito de ofrenda. Y cada cual se preguntaba acerca de qué lugar ocuparía en la jerarquía desvelada a los ojos del pueblo.
Chenar daba vueltas en redondo. Por segunda vez, preguntó al chambelán.
—¿Mi padre ha confirmado por fin mi papel?
—Todavía no.
—¡Es insensato! Pregúntale al ritualista.
—El propio rey dará la orden a la cabeza de la procesión.
—¡Todo el mundo lo conoce!
—Perdonadme, no sé nada más.
Nervioso, Chenar comprobó los pliegues de su largo traje de lino y ajustó el collar de tres vueltas de perlas de cornalina.
Hubiera deseado más lujo, pero no debía hacer sombra a su padre. Así que los rumores se verificaban. Seti tenía la intención de modificar algunas disposiciones del protocolo, de acuerdo con la reina. Pero ¿por qué no estaba él al tanto? Si la pareja real lo mantenía aparte, alguna desgracia se perfilaba en el horizonte. ¿Y quién podía ser el instigador, sino el ambicioso Ramsés?
Chenar, estaba seguro de ello, se había equivocado al subestimar a su hermano. Aquella serpiente no dejaba de intrigar contra él entre bastidores y creía haber dado un golpe decisivo al calumniarlo. Tuya había escuchado sus mentiras e influido en su marido.
Sí, ése era el plan de Ramsés: ocupar el primer lugar detrás de la pareja real durante una gran ceremonia pública, y probar que había suplantado a su hermano mayor.
Chenar pidió audiencia a su madre.
Dos sacerdotisas terminaban de vestir a la gran esposa real, cuyo tocado, una corona dominada por dos altas plumas, recordaba que encarnaba el soplo de vida fecundando el país entero. Mediante su presencia, la sequía sería vencida y volvería la fecundidad.
Chenar se inclinó ante su madre.
—¿A qué viene tanta indecisión conmigo?
—¿De qué te lamentas?
—¿No debería secundar a mi padre durante el ritual de ofrendas en el Nilo?
—Es él quien debe decidirlo.
—¿No estáis informada de su decisión?
—¿Pierdes la confianza en tu padre? Habitualmente eres el primero en elogiar la sabiduría de sus decisiones.
Chenar permaneció callado, lamentando su diligencia.
Frente a su madre, se sentía a disgusto; sin agresividad, pero con una precisión temible, ella horadaba su caparazón y daba en el clavo.
—Continúo aprobándolas, estad segura de ello.
—En ese caso, ¿por qué inquietarse? Seti actuará en el mejor interés de Egipto. ¿No es eso lo esencial?
A fin de ocupar las manos y el espíritu, Ramsés copiaba sobre un papiro una máxima del sabio Ptah-hotep: «Si eres un guía encargado de dar directrices a un gran número de hombres —preconizaba—, busca en cada ocasión ser eficiente, de manera que tu modo de gobernar no tenga errores.» El príncipe se imbuyó de este pensamiento, como si el viejo autor, a través de los siglos, se dirigiera directamente a él.
En menos de una hora, un ritualista vendría a buscarlo y le indicaría su lugar en la procesión. Si su instinto no lo engañaba, ocuparía el que habitualmente estaba reservado a Chenar.
La razón exigía que Seti no trastornara en absoluto el orden establecido; pero ¿por qué el protocolo dejaba planear un misterio sobre la jerarquía que sería desvelado a la inmensa muchedumbre congregada a orillas del Nilo? El faraón preparaba un golpe de efecto. Y ese golpe de efecto era la substitución de Chenar por Ramsés.
Ninguna ley obligaba al rey a designar a su hijo primogénito como su sucesor; ni siquiera estaba obligado a elegirlo entre los notables. Muchos faraones y reinas habían pertenecido a familias modestas o sin contacto con la corte. La propia Tuya sólo era una provinciana sin fortuna.
Ramsés recordaba los episodios vividos con su padre. Ninguno era fruto de la casualidad. Discontinuamente, mediante brutales tomas de conciencia, Seti lo había despojado de sus ilusiones para poner a la luz su verdadera naturaleza. Del mismo modo que un león nacía para ser león, Ramsés se sentía nacido para reinar.
Al contrario de lo que había creído, no disponía de ninguna libertad. El destino trazaba el camino y Seti velaba para que no se apartara en absoluto de él.
Gran cantidad de mirones se apretujaban al borde del camino que llevaba del palacio al río; era una de las escasas ocasiones para ver al faraón, a su esposa, a sus hijos y a los principales dignatarios, en ese día de fiesta que marcaba el nacimiento del nuevo año y el regreso de la crecida.
Desde la ventana de sus apartamentos, Chenar miraba a los curiosos que poco después asistirían a su caída. Seti ni siquiera le había concedido la posibilidad de defender su causa y de demostrar que Ramsés era incapaz de ejercer como rey.
Falto de lucidez, el monarca se mantenía en una decisión arbitraria e injusta.
No todos los cortesanos lo admitirían. A Chenar le correspondía reunirlos y fomentar una oposición cuya influencia Seti no podría desdeñar. Muchos notables tenían confianza en Chenar. Si Ramsés daba algún paso en falso, su hermano mayor pronto recuperaría la delantera. Y si no lo hacía por sí mismo, Chenar montaría las trampas de las que no escaparía.
El ritualista jefe rogó al hijo primogénito del rey que le siguiera; la procesión estaba a punto de comenzar.
Ramsés siguió al ritualista.
La procesión se extendía desde la puerta del palacio a la salida del barrio de los templos. El príncipe fue conducido hacia la cabeza, en la que se encontraba la pareja real, precedido por el adalid. Los sacerdotes, con el cráneo rasurado, vestidos de blanco, miraron pasar al hijo menor de Seti, cuya prestancia los sorprendió. Algunos todavía lo consideraban como un adolescente dedicado a juegos y diversiones sin fin, destinado a una existencia fácil y sin brillo.
Ramsés avanzo.
Superó a algunos cortesanos influyentes y grandes damas con suntuosos atavíos. Por primera vez, el príncipe aparecía en público. No, no había soñado; su padre, el mismo día del Año Nuevo, iba a asociarlo al trono.
Pero el avance se detuvo en seco.
El ritualista le rogó que se situase detrás del gran sacerdote de Ptah, por detrás de la pareja real, por detrás de Chenar, que a la derecha de su padre, se mostraba todavía como el sucesor designado por Seti.