El barco del faraón bogaba hacia el norte. Al salir de Menfis había seguido el curso principal del Nilo antes de tomar uno de los ramales que penetraban profundamente en el corazón del Delta.
Ramsés estaba deslumbrado.
Allí no había desierto; en aquel paisaje, que pertenecía a Horus, mientras Seth reinaba en el valle donde el río se abría paso entre dos orillas luchando contra la aridez, el agua era todopoderosa. La parte salvaje del Delta parecía un inmenso marjal, poblado de miles de pájaros, bosques de papiro y peces. Ninguna ciudad, ni siquiera aldeas; sólo algunas cabañas de pescadores en la cumbre de pequeñas lomas. La luz no era inmóvil, como en el valle; un viento procedente del mar hacía danzar las cañas.
Flamencos negros, patos, garzas y pelícanos compartían el inmenso territorio en el que se perdían sinuosos canales; aquí, una gineta devoraba los huevos en un nido de martín pescador, allá, una serpiente se deslizaba en una espesura a cuyo alrededor revoloteaban mariposas multicolores. El hombre todavía no había conquistado aquel territorio.
El barco avanzaba cada vez más lentamente, bajo el prudente gobierno de un capitán acostumbrado a los caprichos de aquel dédalo; a bordo, una veintena de marineros experimentados y el amo del país, de pie, en la proa. Su hijo lo observaba sin ser visto, fascinado por su prestancia; Seti encarnaba Egipto, era Egipto, heredero de una estirpe milenaria, consciente de la grandeza divina y de la pequeñez humana. A los ojos de su pueblo, el faraón seguía siendo un personaje misterioso, cuya verdadera patria era el cielo estrellado; su presencia en la tierra mantenía un vínculo con el más allá, su mirada abría las puertas del mismo a su pueblo. Sin él, la barbarie habría invadido rápidamente las dos orillas; con él, el futuro era promesa de eternidad.
Aunque ignoraba la meta, Ramsés también escribía el relato de esa expedición. Ni su padre ni la tripulación habían aceptado hablar de ello. El príncipe percibía una inquietud latente, como si peligros ocultos amenazaran el barco. En cualquier instante podía surgir el monstruo y devorar la embarcación.
Como sucediera en el primer viaje, Seti no había dado tiempo a su hijo para prevenir a Iset la bella y a Ameni. Ramsés imaginaba el furor de la primera y la inquietud del segundo; pero ningún motivo, ya fuera el amor o la amistad, hubiera podido impedirle seguir a su padre allí donde deseara llevarlo.
El canal se despejó; la progresión fue más cómoda, y el barco atracó en un islote herboso en el que se veía una extraña torre de madera. Cogiendo una escalera de cuerda, el rey descendió; Ramsés lo imitó. El faraón y su hijo subieron a lo alto de la torre, ocultada por una obra de estacas y ramas. Desde allí, sólo se veía el cielo.
Seti estaba tan concentrado que Ramsés no se atrevía a hacerle ninguna pregunta.
De pronto, la mirada del faraón se animó.
—¡Mira, Ramsés, mira bien!
Tan alto en el azul que parecía tocar el sol, una bandada de pájaros migradores, dispuestos en V, se dirigían al sur.
—Vienen de más allá de todos los mundos conocidos —indicó Seti—, de una inmensidad en la que los dioses crean la vida a cada instante. Cuando residen en el océano de energía, tienen la forma de pájaro con cabeza humana y se alimentan de luz; cuando franquean las fronteras de la tierra, toman la forma de una golondrina o de otro migrador. No dejes de contemplarlos, pues son nuestros antepasados resucitados, que interceden ante el sol para que su fuego no nos destruya; son ellos quienes inspiran el pensamiento de un faraón y le trazan el camino que los ojos humanos no ven.
En cuanto cayó la noche y las estrellas centellearon, Seti mostró el cielo a su hijo. Le desveló el nombre de las constelaciones, el movimiento de los planetas infatigables, del sol y de la luna, y el significado de los decanos. ¿No debía el faraón extender su poder hasta los limites del cosmos, de forma que su brazo no fuera negado por ninguna tierra?
Con los oídos y el corazón abiertos, Ramsés escuchó; se llenó del alimento así dispensado, no desperdició ninguna migaja. El alba llegó demasiado pronto.
Debido a la abundante vegetación el barco real no podía avanzar. Seti, Ramsés y cuatro marineros, armados de lanzas, arcos y bastones antojadizos, subieron a una barca ligera de papiro; el propio faraón indicó la dirección a los remeros.
Ramsés se sintió transportado a otro mundo, sin nada en común con el valle. Ninguna huella, aquí, de la actividad humana; los papiros, de ocho metros de alto, ocultaban a veces el sol. Si su piel no hubiera sido untada con una espesa capa de ungüento graso, el príncipe habría sido devorado por los miles de insectos, cuya agitación provocaba un estrépito ensordecedor.
Después de haber cruzado un bosque acuático, el esquife se deslizó por una especie de lago en el centro del cual sobresalían dos islotes.
—Las ciudades santas de Pé y de Dep —reveló el faraón.
—¿Ciudades? —se sorprendió Ramsés.
—Están destinadas a las almas de los justos; su ámbito es la naturaleza entera. Cuando la vida surgió del océano primigenio, se manifestó bajo la forma de una loma de tierra emergiendo de las aguas; éstos son dos montículos sagrados que, reunidos en tu espíritu, forman el país único en el que a los dioses les gusta residir.
En compañía de su padre, Ramsés pisó el suelo de las «ciudades santas» y se prosternó ante un modesto santuario, una simple choza de cañas ante la cual estaba plantado un bastón con el extremo tallado en forma de espiral.
—Éste es el símbolo de la función —precisó el rey—; cada cual debe encontrar la suya y desempeñarla, antes de preocuparse de sí mismo. La del faraón es ser el primer servidor de los dioses. Si pensara en servirse a sí mismo, sólo sería un tirano.
A su alrededor, innumerables fuerzas inquietantes; imposible la paz en aquel caos en el que había que estar permanentemente alerta. Sólo Seti parecía inaccesible a toda forma de emoción, como si aquella naturaleza indescifrable se plegara a su voluntad. Si una tranquila certeza no hubiera poblado su mirada, Ramsés habría estado seguro de perderse en medio de los papiros gigantes.
De pronto, el horizonte se despejó; la barca se deslizó sobre un agua verdosa que bañaba una orilla en la que habitaban pescadores. Desnudos, hirsutos, vivían en cabañas rudimentarias, utilizaban red, caña y masa, cortaban los pescados con largos cuchillos, los vaciaban y los dejaban secar al sol. Dos de ellos llevaban una perca del Nilo tan enorme que hacía doblar la vara a la que la habían colgado.
Sorprendidos por esa inesperada visita, los pescadores parecieron asustados y hostiles; apretándose unos contra otros, blandieron sus cuchillos.
Ramsés se adelantó; las miradas agresivas convergieron en él.
—Inclinaos ante el faraón.
Los cuchillos se alzaron, los dedos se relajaron, las armas cayeron al suelo esponjoso. Luego los súbditos de Seti se prosternaron ante su soberano, antes de invitarle a compartir su comida.
Los pescadores bromeaban con los soldados. Éstos les ofrecieron dos vasijas de cerveza. Cuando el sueño los venció, Seti se dirigió a su hijo, a la luz de las antorchas cuya llama alejaba insectos y animales salvajes.
—Éstos son los más pobres de los hombres, pero realizan su función y esperan tu apoyo. El faraón es el que socorre al débil, protege a la viuda, alimenta al huérfano, responde a cualquiera que tiene necesidad, el pastor valiente que vela día y noche, el escudo que protege a su pueblo. Aquél que Dios elige para ejercer la función suprema, para que digan de él: «Nadie tuvo hambre en su tiempo.» No hay tarea más noble que convertirse en el Ka de Egipto, hijo mío, en el alimento del país entero.
Ramsés permaneció varias semanas con los pescadores y los recolectores de papiros. Aprendió a conocer las numerosas clases de peces comestibles y a fabricar barcas ligeras, desarrolló su instinto de cazador, se perdió y se volvió a encontrar en el dédalo de canales y marjales, escuchó el relato de los atletas que habían sacado del agua enormes peces al final de varias horas de lucha.
A pesar de la rudeza de su existencia, no deseaban cambiarla; la de los habitantes del valle les parecía apagada e insípida. Cortas estadías en ese paisaje demasiado civilizado les bastaba; tras haber gustado de la ternura de las mujeres y haberse hartado de carne y de verduras, regresaban a los marjales del Delta.
El príncipe se alimentó de su poder; adoptó su mirada y su manera de escuchar, se endureció con su contacto, no emitió ninguna queja cuando el cansancio desgarraba su carne y olvidó una vez más los privilegios de su rango. Su fuerza y su habilidad hicieron maravillas. Él, solo, se mostró tan eficaz como tres pescadores veteranos. Pero esta hazaña suscitó más celos que admiración, y el hijo del rey fue dejado de lado.
Un sueño se rompió: el de convertirse en otro, el de renunciar a la fuerza misteriosa que lo animaba para parecerse a los demás y vivir una juventud semejante a la de los canteros, a la de los marineros o los pescadores. Seti lo había conducido a la frontera del país, en esos lugares perdidos en el que el más próximo, empezaba a absorber la tierra, para que tomara conciencia de su verdadero ser, liberado de las ilusiones de la infancia.
Su padre lo había abandonado. Pero ¿acaso no había trazado la noche anterior a su partida un camino hacia la realeza? Sus palabras se dirigían a él, a Ramsés, y a nadie más.
Un sueño, un momento de gracia, nada más. Seti hablaba al viento, al agua, a la inmensidad del Delta, su hijo sólo le servía para realzar su valor. Llevándole al extremo del mundo, había roto su vanidad y sus fantasmas. La existencia de Ramsés no sería la de un monarca.
No obstante, éste se sentía próximo a Seti, aunque la personalidad de su padre fuera aplastante e inaccesible; deseaba oír sus enseñanzas, probarle sus capacidades, ir más allá de sí mismo. No, no era un fuego ordinario el que ardía en él; su padre lo había advertido, y poco a poco le desvelaba los secretos del oficio de rey.
Nadie vendría a buscarlo; a él le tocaba decidirse a partir.
Ramsés abandonó a los pescadores antes del alba, mientras aún dormían apretujados alrededor del fuego. Provisto de dos remos, hizo avanzar directamente al sur su canoa de papiro, a ritmo sostenido. La observación de las estrellas le permitió tomar la dirección correcta. Luego se rio de su instinto, antes de llegar a un brazo mayor del río. El viento del norte lo empujó. Infatigables, sus brazos continuaron remando. Orientado hacia su meta, concediéndose breves etapas, alimentándose de pescado seco que había llevado con él, Ramsés cedió a la corriente en vez de luchar contra ella. Unos cormoranes lo sobrevolaron, el sol lo bañaba con sus rayos.
Más allá, en la punta del Delta, estaba la muralla blanca de Menfis.