Arrastrando de la mano a su hijita, que aún no estaba despierta del todo, el comisionado de vialidad avanzaba con paso lento por las callejuelas adormecidas del barrio norte de Menfis.
Antes del alba debía prender fuego en los basureros repartidos entre las manzanas de casas. Quemar diariamente basuras y desechos era un buen medio de sanear y respetar las reglas de higiene impuestas por la administración. La tarea era rutinaria pero relativamente bien pagada, y daba la sensación de ser útil a los conciudadanos.
El comisionado conocía a las dos familias más sucias del lugar. Tras haberlas amonestado, no había constatado ninguna mejora y se vería obligado a multarlos. Refunfuñando contra la pereza inherente al género humano, recogió la muñeca de trapo que su hijita había dejado caer y consoló a ésta. Una vez terminado su trabajo, la invitaría a un copioso desayuno y dormirían a la sombra de un tamarindo en el jardín cercano al templo de la diosa Neith.
Por fortuna, el basurero no estaba muy lleno; con la antorcha, el comisionado encendió varios focos para que la combustión fuera rápida.
—Papá… Quiero la muñeca grande…
—¿Qué dices?
—La muñeca grande, aquélla.
La chiquilla tendió la mano hacia una forma humana; un brazo sobresalía de los detritos. El humo lo ocultó.
—La quiero, papá.
Intrigado, el comisionado entró en el basurero, exponiéndose a quemarse los pies.
Un brazo… ¡El brazo de un muchacho! Con precaución, liberó el cuerpo inerte. En la nuca tenía sangre seca.
Durante el viaje de regreso, Ramsés no había vuelto a ver a su padre. Ningún detalle faltaría en su diario de a bordo, y el texto sería incorporado a los anales reales que relataban los hechos importantes del sexto año del reinado de Seti. El príncipe, abandonando el traje y el material de escriba, simpatizó con la tripulación y participó en las maniobras. Aprendió a hacer nudos, a izar velas e incluso a utilizar el timón. Y, sobre todo, se familiarizó con el viento; ¿no decían que el misterioso dios Amón, cuya forma nadie conocía, manifestaba su presencia hinchando la vela de los navíos que llevaba a buen puerto?
El invisible se manifestaba aunque permaneciera invisible.
El capitán del barco se prestó al juego, puesto que el hijo del rey olvidaba su condición y rechazaba los privilegios. Así pues, lo sometió a los mil y un trabajos de la vida de un marino. Ramsés no rechistó, lavó el puente y se instaló en el banco de los remeros con buena disposición. Ir hacia el norte exigía un buen conocimiento de las corrientes y una tripulación valiente. Sentir deslizarse el barco sobre el agua, estar en armonía con ella para aumentar más la velocidad, fue un placer intenso.
El regreso de una expedición era motivo de una gran fiesta.
En los muelles del puerto principal de Menfis, que llevaba el evocador nombre de «buen viaje», se amontonaba una muchedumbre. En cuanto sus pies tocaron de nuevo el suelo de Egipto, los marineros recibieron collares de flores y copas de cerveza fresca; se cantó y bailó en su honor, se celebró su valor y la bondad del río que los había guiado.
Unas graciosas manos pusieron alrededor del cuello de Ramsés un collar de acianos.
—¿Bastará esta recompensa a un príncipe? —preguntó Iset la bella, con aire vivaracho.
Ramsés no se apartó.
—Debes de estar furiosa.
La tomó en sus brazos y ella aparentó resistirse.
—¿Crees que el volver a verte es suficiente para borrar tu grosería?
—¿Por qué no, ya que no soy culpable?
—Incluso en el caso de una salida precipitada, habrías podido avisarme.
—Ejecutar una orden del faraón no admite ningún retraso.
—Quieres decir…
—Mi padre me ha llevado con él a Gebel Silsileh, y no era un castigo.
Iset la bella se puso mimosa.
—Largas jornadas de viaje en su compañía… Te has aprovechado de sus confidencias.
—Desengáñate, he servido como escriba, cantero y marinero.
—¿Por qué razón te ha obligado a viajar?
—Sólo él lo sabe.
—He visto a tu hermano, me ha contado tu caída en desgracia. Según él, ibas a establecerte en el sur a fin de ocupar allí un puesto mediocre.
—A los ojos de mi hermano, todo es mediocre… salvo él.
—Pero has regresado a Menfis, y soy tuya.
—Eres bonita e inteligente: dos cualidades indispensables para una buena esposa real.
—Chenar no ha renunciado a casarse conmigo.
—¿Por qué dudas? No es juicioso rechazar un destino grandioso.
—No soy juiciosa, sino que estoy enamorada de ti.
—El futuro…
—Sólo me interesa el presente. Mis padres están en el campo, la villa está vacía… ¿No sería más cómoda que una choza de cañas?
¿Era amor aquel loco placer que compartía con Iset la bella? Ramsés se lo preguntaba. Le bastaba vivir una pasión carnal, saborear los momentos embriagadores en los que sus cuerpos se ajustaban tan bien que formaban un único ser, llevados por un torbellino. Mediante las caricias, su amante sabía provocar su deseo y despertarlo, sin lograr acabar con él.
¡Qué difícil era abandonarla, desnuda y lánguida, con los brazos tendidos para retener a su amante!
Por primera vez, Iset la bella había hablado de matrimonio. El príncipe, rebelde, no mostró ningún entusiasmo; le gustaba su compañía tanto como le irritaba la idea de formar una pareja. Cierto, a pesar de su juventud, ya eran un hombre y una mujer, y nadie se habría opuesto a su unión. Pero Ramsés no se creía preparado para lanzarse a esa aventura. Iset no le dirigió ningún reproche, pero se prometió convencerle; cuanto más lo conocía, más creía en él. Cualquiera que fuera la conducta que le dictaba la razón, ella escucharía su instinto.
Un ser que daba tanto amor era un tesoro irremplazable, más preciado que cualquier riqueza.
Ramsés se dirigió al centro de la ciudad, al barrio de los palacios; Ameni debía de aguardar su regreso con impaciencia. ¿Habría continuado su investigación y obtenido algún resultado?
Un policía armado guardaba la entrada de los apartamentos del príncipe.
—¿Qué sucede?
—¿Sois el príncipe Ramsés?
—Lo soy.
—Vuestro secretario ha sido víctima de una agresión, por lo que se me ha ordenado velar por él.
Ramsés corrió a la habitación de su amigo.
Ameni estaba tendido en la cama, con la cabeza vendada; en su cabecera había una enfermera.
—Silencio —exigió ella—; duerme.
La enfermera llevó al príncipe fuera de la estancia.
—¿Qué le ha sucedido?
—Lo han encontrado en un basurero del barrio norte; parecía muerto.
—¿Sobrevivirá?
—El médico es optimista.
—¿Ha hablado?
—Unas palabras incomprensibles. Las drogas suprimen el dolor, pero lo sumen en un profundo sueño.
Ramsés se entrevistó con el adjunto del jefe de policía, ocupado este último en una gira de inspección al sur de Menfis.
Desolado, el funcionario no le proporcionó ninguna información; nadie en el barrio había visto al agresor. A pesar de profundos interrogatorios, no habían obtenido indicio alguno.
Sucedió lo mismo con el asunto del carretero; sin duda alguna había desaparecido y quizá hubiera abandonado Egipto.
De regreso en su casa, el príncipe asistió al despertar de Ameni; al ver a Ramsés, la mirada del herido se iluminó.
—Has vuelto… ¡Lo sabía!
La voz era titubeante, pero clara.
—¿Cómo te sientes?
—¡Lo he logrado, Ramsés, lo he logrado!
—Si continúas arriesgándote así terminarás por romperte los huesos.
—Son sólidos, puedes comprobarlo.
—¿Quién te atacó?
—El guarda de un taller donde están almacenados unos panes de tinta manipulados.
—Así pues, lo has logrado.
El orgullo animó el rostro de Ameni.
—Indícame el lugar —exigió Ramsés.
—Es peligroso… No vayas sin la policía.
—No te preocupes y descansa; cuanto antes estés en pie, antes me ayudarás.
Gracias a las indicaciones de Ameni, Ramsés encontró sin problemas el taller. Aunque el sol se había alzado hacía tres horas, la puerta estaba cerrada. Intrigado, el príncipe vagó por el barrio, pero no observó ningún movimiento sospechoso. El almacén parecía abandonado.
Temiendo una trampa, Ramsés esperó hasta la noche. A pesar de las numerosas idas y venidas, nadie entró en el edificio.
Preguntó a un aguador que ofrecía de beber a los artesanos.
—¿Conoces este taller?
—Fabrican panes de tinta.
—¿Por qué está cerrado?
—La puerta está cerrada desde hace una semana, es extraño.
—¿Qué les ha sucedido a sus propietarios?
—Lo ignoro.
—¿Quiénes son?
—Aquí sólo se veía a los obreros, no al patrón.
—¿A quién entregaban sus productos?
—No es asunto mío.
El aguador se alejó.
Ramsés adoptó la misma estrategia que Ameni; trepó por la escalera y pasó por el techo del granero para entrar en el edificio.
La inspección le llevó poco tiempo. El almacén estaba vacío.
En compañía de los demás escribas reales, Ramsés fue convocado al templo de Ptah, el dios que había creado el mundo mediante el verbo. Cada uno compareció ante el gran sacerdote y entregó un sucinto informe sobre sus actividades recientes. El maestro de los artesanos les recordó que debían manejar la palabra como un material y modelar su discurso según la enseñanza de los sabios.
Una vez terminada la ceremonia, Sary felicitó a su antiguo alumno.
—Estoy orgulloso de haber sido tu mentor; a pesar de las malas lenguas, parece que sigues el camino del saber. No dejes de aprender y serás un hombre considerado.
—¿Es eso más importante que alcanzar la verdad del propio ser?
Sary no ocultó su contrariedad.
—En el momento en el que por fin sientas el juicio, he oído desconcertantes rumores respecto a ti.
—¿Qué rumores?
—Se murmura que buscas a un carretero huido y que tu secretario particular ha sido gravemente herido.
—No son habladurías.
—Deja actuar a las autoridades y olvida esos temas, la policía es más competente que tú. Terminarán por encontrar a los culpables, créeme; tú tienes mucho que hacer. Lo más importante es respetar tu rango.
Almorzar a solas con su madre era un privilegio que Ramsés apreciaba en su justo valor. Muy ocupada en el gobierno del Estado, en el que participaba de manera activa, en los rituales diarios y estacionales, para no hablar de sus innumerables cargas en la corte, la gran esposa real disponía de poco tiempo para sí y sus allegados.
Los platos de alabastro habían sido dispuestos en mesas bajas, bajo un quiosco de columnitas de madera, que dispensaba una sombra sosegante. Al salir de un consejo dedicado al nombramiento de las cantantes principales del dios Amón, responsables de la parte musical de los ritos, Tuya estaba vestida con una larga túnica de lino plisado y llevaba un ancho collar de oro. Ramsés sentía por ella un afecto sin límites, mezclado con una creciente admiración. Ninguna mujer podía comparársele, ninguna mujer osaba comparársele; a pesar de su modesta cuna, había nacido reina. Solamente ella podía suscitar el amor de Seti y gobernar Egipto a su lado.
En el menú, lechuga, pepinos, una costilla de buey, queso de cabra, un pastel redondo de miel, galletas de espelta y vino de los oasis diluido en agua. La reina apreciaba el momento del almuerzo, al que no invitaba a inoportunos ni a pedigüeños; la quietud de su jardín privado, dispuesto alrededor de un estanque, la alimentaba tanto como los alimentos elegidos con cuidado por su cocinero.
—¿Cómo ha ido tu viaje a Gebel Silsileh?
—He vivido el poder de los canteros y el de los marineros.
—Y ni uno ni otro te han atraído…
—Mi padre no lo ha querido.
—Es un maestro exigente que te pedirá más de lo que puedes dar.
—¿Sabes lo que ha decidido para mi?
—Hoy no tienes mucho apetito.
—¿Es indispensable dejarme en la ignorancia?
—¿Temes al faraón o confías en él?
—El temor no anida en mi corazón.
—Emprende con todo tu ser el combate que te has propuesto, no mires atrás, ignora los reproches y los remordimientos, no seas ni envidioso ni celoso. Y disfruta de cada segundo pasado con tu padre como una ofrenda del cielo. ¿Qué importa lo demás?
El príncipe degustó la costilla de buey, asada al punto y sazonada con ajo y finas hierbas. Por el cielo, de un azul perfecto, pasó un gran ibis.
—Necesito tu ayuda; la policía se burla de mí.
—Es una grave acusación, hijo mío.
—La creo fundada.
—¿Tienes pruebas?
—Ninguna, por eso me dirijo a ti.
—Yo no estoy por encima de las leves.
—Si tú exiges una verdadera investigación, la llevarán a cabo. Nadie busca al hombre que pagó a mi agresor, nadie quiere identificar al que fabrica panes de tinta defectuosos, que son vendidos a los escribas como productos de primera calidad. Mi amigo Ameni ha estado a punto de morir porque ha descubierto el taller; pero el criminal ha vaciado el almacén, y ningún habitante del barrio se atreve a atestiguar contra él. Así pues, es alguien importante, tan importante que aterroriza a la gente.
—¿En quién piensas?
Ramsés guardó silencio.
—Actuaré —prometió Tuya.