En el amplio despacho del que disponía, Ameni clasificaba sus informaciones. Después de haber fisgoneado aquí y allá e interrogado a una cantidad de pequeños funcionarios más o menos locuaces, el secretario particular de Ramsés se regocijaba por los resultados obtenidos. Con el instinto de un sabueso, sabía que la verdad estaba a su alcance. Sin duda alguna, alguien había defraudado; pero ¿a quién correspondían los beneficios de esa malversación? Si obtenía una prueba, el joven escriba iría hasta el fondo y haría condenar al culpable.
Cuando releía unas notas tomadas en una tablilla de madera, Iset la bella hizo irrupción en el territorio de Ramsés y forzó la puerta del despacho de su secretario.
Incómodo, Ameni se levantó; ¿cómo comportarse ante aquella hermosísima joven, imbuida de su rango?
—¿Dónde está Ramsés? —preguntó ella, agresiva.
—Lo ignoro.
—No te creo.
—Pues es la verdad.
—Dicen que Ramsés no tiene ningún secreto para ti.
—Somos amigos, pero ha dejado Menfis sin avisarme.
—¡Imposible!
—Incluso para satisfaceros, no mentiría.
—No pareces inquieto.
—¿Por qué debería estarlo?
—¡Tú sabes dónde está y te niegas a decírmelo!
—Me acusáis injustamente.
—Sin él, tú no te beneficiarías de ninguna protección.
—Ramsés volverá, estad segura de ello; si hubiera sufrido alguna desgracia, yo lo advertiría. Entre él y yo existen vínculos invisibles; por eso no estoy inquieto.
—¡Te burlas de mí!
—Volverá.
En la corte circulaban informaciones vagas y contradictorias; unos pretendían que Seti había exiliado a Ramsés en el sur; otros, que el príncipe había sido enviado en misión para verificar el estado de los diques ante la próxima crecida. A Iset la bella no se le pasaba el enojo. ¡Su amante la había ultrajado y se había burlado de ella! Al encontrar vacía la choza de cañas donde se encontraba con él, había creído que era una broma y llamó a Ramsés en vano; le había parecido ver sapos, serpientes y perros vagabundos, y había huido, asustada.
Se sentía ridícula debido a aquel joven príncipe insolente…
¡Pero muy inquieta por él! Si Ameni no mentía, Ramsés había caído en una trampa.
Un hombre, uno solo, poseía la verdad.
Chenar terminaba de almorzar; la calidad de la codorniz asada había deleitado su paladar.
—¡Querida Iset! Qué placer veros… ¿Compartís mi puré de higos? Sin jactancia, es el mejor de Menfis.
—¿Dónde está Ramsés?
—Tierna y querida amiga… ¿Cómo podría yo saberlo?
—¿Un futuro rey se permite ignorar este tipo de detalles?
Chenar sonrió, intrigado.
—Aprecio vuestra agudeza de espíritu.
—Hablad, os lo ruego.
—Tomaos el tiempo de sentaros y de degustar este puré; no lo lamentaréis.
La joven eligió una silla confortable, provista de un cojín verde.
—El destino nos otorga una posición privilegiada; ¿por qué no reconocer nuestra suerte?
—No os comprendo.
—Nos entendemos a las mil maravillas, ¿no creéis? En lugar de uniros a mi hermano, deberíais reflexionar y pensar en vuestro futuro.
—¿Cuál imagináis vos?
—Una brillante existencia a mi lado.
Iset la bella contempló al primogénito del rey con atención.
Quería ser elegante, atractivo, serio, representaba su futuro papel pero jamás tendría el magnetismo y la belleza salvaje de Ramsés.
—¿En verdad deseáis saber dónde se encuentra mi hermano?
—Ése es mi deseo.
—Temo entristeceros.
—Me arriesgaré.
—Concededme vuestra confianza y os evitaré una desilusión.
—Creo ser lo bastante fuerte para afrontarlo.
Chenar pareció desolado.
—Ramsés ha sido contratado como escriba de la expedición que salió hacia las canteras de arenisca de Gebel Silsileh.
Le corresponde redactar un informe y las actas de los trabajos.
Una tarea de una rara mediocridad, que lo condenará a permanecer largos meses con los canteros y a instalarse en el sur.
Mi padre, una vez más, ha dado pruebas de su conocimiento de las personas; ha puesto a mi hermano en su justo lugar. ¿Y si ahora pensamos en nuestro futuro común?
—Estoy extenuada, Chenar, yo…
—Os había prevenido.
Se levantó y le tomó la mano derecha.
El contacto repugnó a la joven. Sí, Ramsés estaba eliminado de la primera fila del escenario; sí, Chenar sería el amo absoluto. Ser amada por él aportaría a la feliz elegida gloria y fortuna; ¿acaso no deseaban decenas de nobles damitas casarse con el heredero de la corona?
Ella se apartó con brusquedad.
—¡Dejadme!
—No estropeéis vuestra suerte.
—Amo a Ramsés.
—¡Qué importa el amor! No me interesa, y vos lo olvidaréis. Os pido que seáis bella, que me deis un hijo y que seáis la primera dama de Egipto. Dudar sería insensato.
—Consideradme, pues, como loca.
Chenar tendió el brazo hacia ella.
—¡No os vayáis! Si no…
—¿Si no?
El rostro de Chenar se tomó inquietante.
—Ser enemigos, qué complicado… Apelo a vuestra inteligencia.
—Adiós, Chenar. Vos seguid vuestro camino, el mío ya está trazado.
Menfis era una ciudad ruidosa y animada. Al puerto, en permanente actividad, llegaban cantidad de barcos mercantes procedentes del sur o del norte; las salidas eran organizadas con rigor por las autoridades administrativas encargadas del tráfico fluvial y los cargamentos controlados por un ejército de escribas. En uno de los numerosos almacenes había material de escritura, entre el cual se veían decenas de panes de tinta.
Ameni, amparándose en su calidad de secretario del hijo menor del faraón, fue autorizado a examinarlos. Se concentró en los productos de primera calidad, cuyo precio era el más elevado; las investigaciones resultaron infructuosas.
Tomando callejuelas abarrotadas de mirones y de asnos cargados con frutas, verduras o sacos de cereales, Ameni aprovechó su pequeña estatura y su débil corpulencia para deslizarse hasta el barrio próximo al templo de Ptah, que Seti había ampliado: ante su pilón de setenta y cinco metros de ancho, unos colosos reales de granito rosado ponían de manifiesto la presencia de lo sagrado. El joven escriba amaba la vieja capital fundada por Menes, el unificador del norte y el sur. Parecía un cáliz colocado bajo la protección de la diosa de oro.
¡Qué dulce era contemplar sus lagos cubiertos de lotos, respirar el perfume de las flores que embalsamaba sus plazas, descansar sentándose, ocioso, bajo un árbol, y admirar el Nilo! Lástima, no era momento para callejeos. Apartándose de los arsenales en los que se almacenaban las armas destinadas a los diferentes cuerpos del ejército, Ameni se presentó en la puerta de un taller en el que se preparaban panes de tinta para las mejores escuelas de la ciudad.
El recibimiento fue muy frío, pero el nombre de Ramsés le permitió franquear el umbral e interrogar a los artesanos; uno de ellos, próximo a la jubilación, se mostró muy cooperador y deploró el descuido de algunos fabricantes, que no obstante habían recibido el beneplácito de palacio. Persuasivo, Ameni obtuvo una dirección en el barrio norte, más allá de la antigua ciudadela de blancos muros.
El joven escriba evitó los muelles, demasiado populosos, y cruzó el barrio de Ankh-taui, «la vida de las dos tierras» bordeó los cuarteles y se aventuró por un suburbio muy poblado en el que grandes villas alternaban con pequeños inmuebles de dos pisos y tenduchos de artesanos. Se perdió en varias ocasiones, pero gracias a la amabilidad de las amas de casa que discutían mientras barrían las callejuelas, terminó por descubrir el taller que quería visitar. Fuera cual fuese el peso del cansancio, Ameni exploraría Menfis, convencido de que la solución del enigma se encontraba en la fuente de producción de los panes de tinta.
En el umbral, un cuarentón hirsuto armado con un bastón.
—Te saludo, ¿puedo entrar?
—Está prohibido.
—Soy el secretario particular de un escriba real.
—Sigue tu camino, pequeño.
—Ese escriba real se llama Ramsés, hijo de Seti.
—El taller está cerrado.
—Razón de más para permitirme inspeccionarlo.
—Cumplo órdenes.
—Mostrándote conciliador, evitarás un pleito oficial.
—Vete.
Ameni lamentó ser tan enclenque; Ramsés no habría tenido ningún problema para levantar a aquel grosero y tirarlo a un canal. Desprovisto de fuerza, el joven escriba emplearía la astucia.
Saludó al guarda, aparentó alejarse, y utilizó una escalera para trepar al techo de un granero próximo a la parte trasera del taller. Caída la noche, un tragaluz le permitió introducirse en él. Sirviéndose de una lámpara colocada en una estantería, examinó las reservas. La primera hilera de panes de tinta lo decepcionó; eran de excelente calidad. Pero la segunda, que estaba sellada con la marca de control «de primera calidad», presentaba anomalías: tamaño reducido, color dudoso, peso insuficiente. Una prueba de escritura bastó para convencer a Ameni: acababa de descubrir el centro de producción del fraude.
Lleno de alegría, el escriba no oyó acercarse al guarda, que lo dejó sin sentido de un bastonazo; se echó el cuerpo inanimado sobre los hombros y lo abandonó en un basurero cercano, lugar colectivo donde se amontonaban los desechos que se quemaban al amanecer.
El curioso no tendría ocasión de hablar.