Chenar se entregaba a su manicuro y a su pedicuro, notables especialistas formados en la escuela de palacio. El hijo primogénito de Seti se preocupaba de su persona. Hombre público y futuro soberano de un país rico y poderoso, debía mostrarse permanentemente bajo una luz favorable. ¿No era el refinamiento la característica de una civilización que atribuía el mayor valor a la higiene, a los cuidados del cuerpo y a su embellecimiento? Chenar apreciaba aquellos momentos en los que se preocupaban de él como de una preciosa estatua, en los que se le perfumaba la piel, antes de la intervención del peluquero.
Unas voces estentóreas turbaron la quietud de la gran villa de Menfis; Chenar abrió los ojos.
—¿Qué sucede? No admito que…
Ramsés irrumpió en el lujoso baño.
—La verdad, Chenar. La quiero ahora mismo.
El interpelado despidió al pedicuro y al manicuro.
—Cálmate, hermano bien amado, ¿de qué verdad se trata?
—¿Has pagado a unos hombres para que me mataran?
—¿Qué has imaginado? ¡Semejantes pensamientos me hieren en lo más profundo de mi ser!
—Hay dos cómplices… El primero ha muerto, el segundo ha desaparecido.
—Explícate, te lo ruego; ¿olvidas que soy tu hermano?
—Si eres culpable, lo sabré.
—Culpable… ¿Eres consciente de las palabras que empleas?
—Han intentado suprimirme durante la cacería en el desierto a la que me habías invitado.
Chenar tomó a Ramsés por los hombros.
—Somos muy diferentes el uno del otro, lo admito, y no nos queremos mucho; pero ¿por qué enfrentarnos sin cesar, en lugar de admitir la realidad y aceptar nuestra suerte tal como está fijada? Deseo tu partida, es cierto, pues creo que tu carácter es incompatible con las exigencias de la corte. Pero no tengo la intención de causarte el menor daño, y odio la violencia. Créeme, te lo ruego; no soy tu enemigo.
—En ese caso, ayúdame a llevar a cabo una investigación. Es preciso encontrar al carretero que me condujo a una encerrona.
—Puedes contar conmigo.
Ameni velaba sobre su material de escriba con celoso esmero. Limpiaba los cubiletes de agua y los pinceles una y otra vez, rascaba la paleta hasta obtener una superficie perfectamente lisa, cambiaba de rascador y de goma en cuanto no le satisfacían. A pesar de las facilidades que le concedía su posición de secretario de un escriba real, economizaba el papiro y utilizaba trozos de caliza como borrador. En un viejo caparazón de tortuga mezclaba los pigmentos minerales con el fin de obtener un rojo vivo y un negro profundo.
Cuando finalmente reapareció Ramsés, Ameni estalló de alegría.
—¡Sabía que estabas sano y salvo! Si no, lo hubiera notado.
—Y yo no he perdido el tiempo… Deberías estar orgulloso de mí.
—¿Qué has descubierto?
—Nuestra administración es compleja, sus departamentos son numerosos y sus directores más bien suspicaces… Pero tu nombre y tu título me han abierto muchas puertas. ¡Quizá no te aman, pero te temen!
La curiosidad de Ramsés se despertó.
—Sé más preciso.
—Los panes de tinta son una materia prima esencial en nuestro país; sin ellos no hay escritura, y sin escritura ¡no hay civilización!
—Te estás volviendo muy sentencioso.
—Como suponía, los controles son muy estrictos. Ningún pan de tinta sale de los almacenes sin haber sido verificado.
Mezclar las calidades es imposible.
—Así pues…
—Que hay tráfico y malversación.
—¿No te nubla la mente el exceso de trabajo?
Ameni se enfurruñó como un niño.
—¡No me tomas en serio!
—Me he visto obligado a matar a un hombre; si no, él me habría liquidado.
Ramsés narró su trágica aventura; Ameni mantuvo la cabeza baja.
—Me encontrarás ridículo con mis panes de tinta… ¡Los dioses te han protegido! Jamás te abandonarán.
—Ojalá te oigan.
Una noche cálida envolvía la cabaña hecha de cañas. A orillas del canal, muy cerca, croaban las ranas. Ramsés había decidido esperar a lset la bella durante toda la noche. Si no acudía, no la volvería a ver jamás. Revivió la escena durante la cual había defendido su vida precipitando al palafrenero contra las espinas de la cuasia. La reflexión no había jugado ningún papel en su acción, un fuego imperioso se había apoderado de él, multiplicando sus fuerzas por diez. ¿Procedía ese fuego de un mundo misterioso, era la expresión del poder que tenía el dios Seth, cuyo nombre llevaba su padre?
Hasta entonces, Ramsés había creído que sería dueño absoluto de su existencia, capaz de desafiar a los dioses y a los hombres, saliendo vencedor de cualquier combate. Pero había olvidado el precio que debía pagar y la presencia de la muerte, esa muerte cuyo vector había sido él. Sin sentir pesar, se preguntaba si aquel drama ponía término a sus sueños o si era la frontera de un país desconocido.
Un perro vagabundo empezó a ladrar. Alguien se acercaba.
¿No habría sido imprudente? Mientras el carretero que había pagado al palafrenero siguiera sin aparecer, Ramsés estaría en permanente peligro. Quizá había seguido al príncipe; sin duda estaba armado, decidido a sorprenderlo en aquel lugar aislado en que se encontraba.
Ramsés percibía la presencia del agresor; sin verlo, sabía con precisión a qué distancia se encontraba. Habría podido describir cada uno de sus gestos, conocía la amplitud de sus zancadas silenciosas. En cuanto estuvo cerca de la entrada de la cabaña, el príncipe salió y lo derribó.
—¡Cuánta violencia, mi príncipe!
—¡Iset! ¿Por qué llegas como una ladrona?
—¿Has olvidado nuestro pacto? La discreción ante todo.
Ella cerró los brazos sobre su amante, cuyo deseo ya era perceptible.
—Continúa agrediéndome, te lo suplico.
—¿Has elegido ya?
—¿Mi presencia no es acaso una respuesta?
—¿Volverás a ver a Chenar?
—¿Por qué no dejas de hablar?
Iset sólo llevaba como vestido una amplia túnica bajo la cual estaba desnuda. Abandonada, se ofreció a las caricias del hombre del que estaba locamente enamorada, hasta el punto de olvidar sus proyectos de matrimonio con el futuro amo de Egipto. La belleza de Ramsés no bastaba para explicar su pasión; el joven príncipe llevaba en sí un poder del que él mismo no tenía conciencia, un poder que la fascinaba hasta el punto de hacerle perder la facultad de razonar. ¿De qué manera lo utilizaría? ¿Se complacería en destruir? Chenar tendría el poder; pero ¡qué viejo y aburrido parecía! Iset la bella amaba demasiado el amor y la juventud para calmarse antes de tiempo.
El alba los encontró enlazados; con inesperada ternura, Ramsés acarició los cabellos de su amante.
—Sé murmura que has matado a un hombre en la cacería.
—Intentó suprimirme.
—¿Por qué?
—Por venganza.
—¿Sabía que eras hijo del rey?
—No lo ignoraba, pero el carretero que me acompañaba le había pagado generosamente.
Inquieta, Iset la bella se enderezo.
—¿Lo han detenido?
—Todavía no. He hecho la declaración, la policía lo busca.
—Y si fuera…
—¿Un complot? Chenar lo ha negado, me ha parecido sincero.
—Ten cuidado; es cobarde pero inteligente.
—¿Estás segura de tu elección?
Ella lo besó con la violencia del sol naciente.
El despacho de Ameni estaba vacío; ni siquiera había dejado una nota explicando su ausencia. Ramsés estaba convencido de que su secretario no renunciaría a resolver el enigma de los panes de tinta defectuosos; obstinado, puntilloso, no toleraba aquella falta e intentaría obtener por todos los medios la verdad y el castigo del culpable. Era inútil intentar calmarlo; a pesar de su débil constitución, Ameni era capaz de desplegar una sorprendente actividad para alcanzar sus fines.
Ramsés se dirigió a casa del jefe de la policía, que coordinaba los esfuerzos de sus colegas, desgraciadamente infructuosos. El carretero había desaparecido, las fuerzas del orden no disponían de ninguna pista. El príncipe no disimuló su irritación, aunque el alto funcionario le prometió intensificar las investigaciones.
Decepcionado, Ramsés decidió ponerse a investigar personalmente. Se dirigió al cuartel de Menfis, donde estaban reunidos numerosos carros de guerra y de caza, que exigían un mantenimiento permanente. Como escriba real, el príncipe pidió ver a uno de sus homólogos encargado del inventario de los valiosos vehículos. Deseoso de saber si el carretero huido había sido empleado en ese establecimiento, lo describió con minuciosidad.
El funcionario lo orientó hacia alguien llamado Bakhen, inspector de las cuadras.
El especialista examinaba un caballo gris, demasiado joven para ser uncido, y reprendía a un carretero, acusado de crueldad. Bakhen, de unos veinte años de edad, era un hombre robusto, de rostro cuadrado e ingrato adornado con una corta barba. Dos brazaletes de cobre rodeaban sus bíceps. Con voz grave y ronca, machacaba las palabras de un violento sermón.
Cuando el culpable se alejó, Bakhen acarició el caballo, que lo miró con ojos agradecidos. El joven interpeló al inspector.
—Soy el príncipe Ramsés.
—Me alegro por ti.
—Necesito una información.
—Ve a ver a la policía.
—Sólo tú puedes ayudarme.
—Me sorprendería.
—Estoy buscando a un carretero.
—Yo me ocupo de los caballos y de los carros.
—Ese hombre es un criminal fugado.
—No es asunto mío.
—¿Deseas que escape?
Bakhen lanzó a Ramsés una mirada furiosa.
—¿Me acusas de complicidad? Príncipe o no, ¡será mejor que te largues!
—No esperes que te suplique.
Bakhen se echó a reír.
—¿Todavía estás aquí?
—Sabes algo y me lo dirás.
—No te falta osadía.
Un caballo relinchó. Bakhen, inquieto, corrió en dirección al espléndido animal, de pelaje pardo oscuro, que, mediante enloquecidas coces, intentaba liberarse de la cuerda que lo ataba.
—¡Despacio, hermoso, despacio!
La voz de Bakhen pareció calmar al semental; el hombre logró acercarse al caballo, cuya belleza suscitó la admiración de Ramsés.
—¿Cómo se llama?
—«El dios Amón ha decretado su valentía»; es mi caballo preferido.
No era Bakhen quien había respondido a Ramsés, sino una voz tras él, una voz que le heló la sangre.
Ramsés se volvió y se inclinó ante su padre, el faraón Seti.