10

Sary felicitó a su antiguo alumno. En lo sucesivo, Ramsés ya no necesitaría a un preceptor que reconoció no haberlo preparado para el difícil concurso de escriba real. Este éxito del alumno, no obstante, había sido en parte atribuido al maestro. También había sido nombrado administrador del Kap, nombramiento que le garantizaba una carrera apacible.

—Me has sorprendido, lo confieso; pero no te embriagues con este éxito. Te ha permitido reparar una injusticia y salvar a Ameni, ¿no es suficiente?

—No te comprendo.

—He cumplido la misión que me habías encomendado: identificar a tus amigos y a tus enemigos. En la primera categoría sólo veo a tu secretario. Tu golpe de efecto ha suscitado envidias, pero poco importa: lo esencial es abandonar Menfis y establecerte en el Sur.

—¿No será mi hermano quien te envía?

Sary pareció contrariado.

—No imagines oscuras maquinaciones… Pero no vayas a palacio. Esa recepción no te interesa.

—Soy escriba real.

—Créeme, tu presencia no es ni deseada ni deseable.

—¿Y si me empeño?

—Seguirás siendo escriba real… pero sin destino. No te opongas a Chenar o causarás tu desgracia.

Mil seiscientos sacos de trigo y otros tantos de harina habían sido llevados al palacio real con el fin de preparar miles de pasteles y panecillos de diversas formas, cuya degustación se acompañaría de cerveza dulce y vino de los oasis. Gracias a la diligencia del copero real, los invitados a la recepción en honor de los escribas reales saborearían las obras maestras de los pasteleros y panaderos en cuanto apareciera la primera estrella en el cielo nocturno.

Ramsés fue de los primeros en presentarse ante la gran puerta abierta del recinto, que vigilaba día y noche la guardia privada del faraón. Aunque los soldados reconocieron al hijo menor de Seti, examinaron su diploma de escriba real antes de dejarlo entrar en el amplio jardín plantado con centenares de árboles, entre ellos viejas acacias que se reflejaban en el agua de un lago. Aquí y allá estaban dispuestas mesas provistas de cestas con pasteles, panes y frutas, y cubiertas de arreglos florales. Los escanciadores vertían vino y cerveza en copas de alabastro.

El príncipe sólo tenía ojos para el edificio central en el que se encontraban las salas de audiencia, con los muros revestidos de cerámica barnizada cuyos colores tornasolados maravillaban a los visitantes; antes de convertirse en interno del Kap, había jugado en los apartamentos reales e incluso se había aventurado por los escalones de la sala del trono, no sin haber sido reprendido por su nodriza, que lo había amamantado hasta pasados los tres años. Se acordaba del sitial del faraón, colocado sobre un zócalo que simbolizaba la rectitud de Ramsés. Creyó que el monarca recibiría a los escribas en el interior, pero tuvo que rendirse a la evidencia: Seti se limitaría a aparecer en la ventana del palacio que daba sobre un gran patio donde ellos estarían reunidos, y pronunciaría un breve discurso destinado a precisarles, una vez más, la amplitud de sus deberes y sus responsabilidades.

¿Cómo, en esas condiciones, hablarle cara a cara? A veces, el rey se mezclaba unos instantes entre sus súbditos y felicitaba personalmente a los más brillantes de entre ellos. Ahora bien, Ramsés, autor de un trabajo sin faltas, había resuelto, sólo él, el enigma de la paleta resucitada; se preparó pues a afrontar a su padre, y a protestar contra su silencio. Si debía abandonar Menfis y encerrarse en una oscura función de escriba provinciano, quería recibir la orden del faraón, no de nadie más.

Los escribas reales, sus familias y mucha gente mundana que no se perdía ninguna recepción de la calidad de aquélla, bebían, comían y charlaban. Ramsés probo el vino elaborado en los oasis, luego la fuerte cerveza. Vaciando su copa, divisó a una pareja sentada en un banco de piedra al abrigo de un cenador.

Una pareja formada por su hermano Chenar e Iset la bella.

Ramsés se acercó raudo.

—¿No crees, hermosa Iset, que tendrías que hacer una elección definitiva?

La joven se sobresaltó, Chenar conservó la calma.

—Eres muy descortés, querido hermano; ¿acaso no tengo derecho a conversar con una dama de calidad?

—¿Lo es de verdad?

—No seas grosero.

Con las mejillas ardiendo, Iset la bella huyó, dejando a los dos hermanos frente a frente.

—Te vuelves insoportable, Ramsés; tu lugar ya no está aquí.

—¿No soy escriba real?

—¡Una fanfarronería más! No tendrás ningún puesto sin mi conformidad.

—Tu amigo Sary me lo ha advertido.

—Mi amigo… ¡El tuyo, más bien! Ha intentado evitarte un nuevo paso en falso.

—No te acerques a esa mujer.

—Te atreves a amenazarme, ¡a mí!

—Si a tus ojos no soy nada, ¿qué tengo que perder?

Chenar cortó la disputa; su voz se volvió untuosa.

—Tienes razón; es bueno que una mujer sea fiel. Dejemos que ella decida, ¿quieres?

—Acepto.

—Diviértete, ya que estás aquí.

—¿En qué momento hablará el rey?

—¡Ah… no estás al corriente! El faraón está en el norte; me ha encargado felicitar a los escribas reales en su nombre. Tu éxito merece la recompensa prevista: una cacería en el desierto.

Chenar se alejó.

Despechado, Ramsés vació de un trago una copa de vino.

Así pues, ya no volvería a ver a su padre; Chenar lo había provocado para humillarlo mejor. Bebiendo más de lo razonable, el príncipe rehusó mezclarse con los pequeños grupos, cuyas fútiles conversaciones lo irritaban. Con el espíritu entristecido, tropezó con un elegante escriba.

—¡Ramsés! ¡Qué alegría volver a verte!

—Acha… ¿aún en Menfis?

—Parto pasado mañana hacia el norte. ¿No conoces la gran noticia? La guerra de Troya ha evolucionado decisivamente. Los bárbaros griegos no han renunciado a apoderarse de la ciudad de Priam, y se murmura que Aquiles ha matado a Héctor. Mi primera misión al lado de los enviados veteranos será confirmar o negar estos hechos. Y tú… ¿pronto a cargo de una gran administración?

—Lo ignoro.

—Tu reciente éxito suscita elogios y envidias.

—Ya me acostumbraré.

—¿No tienes ganas de partir al extranjero? ¡Ah, perdóname! Olvidaba tu próximo matrimonio. No asistiré a él, pero estaré de todo corazón contigo.

Un embajador tomó a Acha por el brazo y lo llevó aparte; la misión del diplomático en ciernes ya había empezado.

Ramsés sintió que lo embargaba una embriaguez malsana; parecía un remo roto, una mansión cuyos muros se tambaleaban. Rabioso, lanzó la copa a lo lejos, jurándose que no zozobraría nunca más en aquella decadencia.

Los numerosos cazadores salieron al alba hacia el desierto del oeste. Ramsés había confiado su perro a Ameni, decidido éste a dilucidar el enigma de los panes de tinta defectuosos. Durante el día, interrogaría a los responsables de la producción con el fin de encontrar una pista que condujese hasta el autor del error.

Chenar, desde lo alto de su silla de manos, había saludado la salida de la cacería en la que no participaba, contentándose con pedir el favor de los dioses para los valientes hombres, encargados de traer las piezas cobradas.

Formando parte del equipo, a bordo de un carro ligero conducido por un antiguo soldado, Ramsés volvió a encontrar el desierto con alegría. Íbex, búbalos, oryx, leopardos, leones, panteras, cienos, avestruces, gacelas, hienas, liebres, zorros…

Una fauna variada vivía en él, temerosos tan sólo de los asaltos organizados del hombre.

El montero mayor no había dejado nada al azar. Perros bien entrenados seguían los carros, algunos de los cuales estaban cargados de provisiones y de jarras que contenían agua fresca. Incluso se habían previsto tiendas en el caso de que la persecución de una hermosa pieza se prolongara hasta la noche. Los cazadores disponían de lazos, arcos nuevos y una gran cantidad de flechas.

—¿Qué prefieres? —preguntó el conductor del carro—: ¿matar o capturar?

—Capturar —respondió Ramsés.

—Entonces, tú te servirás del lazo y yo del arco. Matar es una necesidad para sobrevivir; nadie escapa a ella. Sé quien eres, hijo de Seti; pero ante el peligro, somos iguales.

—No es verdad.

—¿Te crees superior hasta ese punto?

—Eres tú quien lo es, debido a tu experiencia. Para mí, es la primera cacería.

El veterano se encogió de hombros.

—Basta de discursos. Observa y adviérteme si distingues una presa.

Ni un aterrado zorro ni un jerbo llamaron la atención del veterano, que los abandonó a los demás equipos; pronto, el grupo compacto de cazadores se dispersó.

El príncipe divisó una manada de gacelas.

—¡Magnífico! —exclamó su compañero, lanzándose en su persecución.

Tres de ellas, viejas o enfermas, se separaron de sus congéneres y se introdujeron en el lecho de un vado que serpenteaba entre dos paredes rocosas.

El carro se inmovilizó.

—Hay que caminar.

—¿Por qué?

—El suelo es demasiado irregular, las ruedas se romperían.

—¡Pero las gacelas se distanciarán de nosotros!

—No lo creas; conozco este lugar. Se refugiarán en una gruta donde las abatiremos fácilmente.

Caminaron pues, durante más de tres horas, con la mente puesta en la meta, indiferentes al peso de las armas y de las provisiones. Cuando el calor se hizo demasiado intenso, se detuvieron a la sombra de una bancada de piedra, sobre la cual crecían plantas grasas, y comieron.

—¿Estás cansado?

—No.

—Entonces tienes sentido del desierto. Éste te corta las piernas o te da una energía que se renueva al contacto con la arena ardiente.

Pedazos de roca estallaban, rodaban por las paredes y caían en el cascajo que ocupaba el fondo del seco torrente.

¿Cómo imaginar, en el corazón de aquella tierra roja y estéril, que existía un río nutricio, árboles y campos cultivados? El desierto era el otro mundo enquistado en el corazón de los humanos. Ramsés sintió la precariedad de su existencia y, al mismo tiempo, el poder que podían transmitir los elementos al alma del silencioso. Dios había creado el desierto para que el hombre callara y pudiera oír la voz del fuego secreto.

El veterano verificó las flechas provistas de una punta de sílex; dos aletas de borde redondeado sentían de contrapeso en el extremo de la ranura.

—No son las mejores, pero nos contentaremos con ellas.

—¿La gruta está muy lejos?

—A una hora, aproximadamente; ¿deseas regresar?

—En marcha.

Ni serpiente ni escorpión… ningún ser vivo parecía habitar aquella desolación. Sin duda se enterraban en la arena o bajo las rocas, esperando el frescor de la noche para salir.

—Me duele la pierna izquierda —se lamentó el compañero de Ramsés—; una vieja herida que despierta. Más valdría pararnos para descansar.

Cuando cayó la noche, el hombre seguía sufriendo.

—Duerme —le recomendó a Ramsés—; el dolor me mantendrá despierto. Si me vence el sueño, te avisare.

Primero fue una caricia, luego, muy de prisa, una quemadura. El sol sólo concedía al alba una breve ternura: cuando salía vencedor de su combate contra las tinieblas y el dragón devorador de vida, manifestaba su victoria con tal poder que los humanos debían ponerse al abrigo.

Ramsés se despertó.

Su compañero había desaparecido. El príncipe estaba solo, sin víveres y sin armas, a varias horas de marcha del lugar donde los cazadores se habían dispersado. En seguida se puso en camino, con paso regular, a fin de no derrochar las fuerzas.

El hombre lo había abandonado con la esperanza de que no sobreviviría a aquella marcha forzada. ¿A quién obedecía, quién era el instigador de aquella trampa que transformaría un asesinato premeditado en accidente de caza? Todos conocían la fogosidad del joven. Lanzándose a la persecución de una presa, Ramsés habría olvidado toda prudencia y se habría perdido en el desierto.

Chenar… Sólo podía ser Chenar, ¡pérfido y rencoroso! Ya que su hermano se había negado a abandonar Menfis, lo enviaba a la orilla de la muerte. Con la rabia en el vientre, Ramsés rehusó aceptar su destino. Recordando perfectamente el camino recorrido, avanzó con la obstinación de un conquistador.

Una gacela huyó ante él, seguida luego por un íbex de cuernos retorcidos que miró largamente al intruso antes de escapar. ¿Su presencia implicaba la proximidad de un lugar con agua que el compañero del príncipe no le había señalado? O seguía por el mismo trayecto, exponiéndose a morir de sed, o confiaba en los animales.

El príncipe optó por la segunda solución.

Cuando divisó unos íbex, gacelas y oryx y, a lo lejos, una cuasia de unos diez metros de alto, prometió obedecer siempre a su instinto. El árbol, con abundantes ramas y corteza gris, estaba engalanado con pequeñas flores perfumadas, de color amarillo verde, y proporcionaba un fruto comestible, de carne suave y azucarada, de forma ovoide, pudiendo alcanzar cuatro centímetros de largo, que los cazadores llamaban «el dátil del desierto.». Poseía armas temibles, largas espinas muy rectas, con la punta de color verde claro. El hermoso árbol dispensaba algo de sombra y custodiaba una de esas fuentes misteriosas surgidas de las entrañas del desierto con la bendición del dios Setb.

Sentado, con la espalda contra el tronco, un hombre comía pan.

Ramsés se acercó y le reconoció: el jefe de los palafreneros que habían martirizado a su amigo Ameni.

—Que los dioses te sean favorables, mi príncipe; ¿te has perdido?

Con los labios resecos, la lengua endurecida, la cabeza ardiendo, Ramsés sólo tenía ojos para el odre lleno de agua fresca colocado junto a la pierna izquierda de aquel hombre mal afeitado, con el cabello hirsuto.

—¿Tienes sed? ¡Qué pena! ¿De qué sirve malgastar esta buena agua, tan preciada, dándosela a un hombre que va a morir?

El príncipe sólo estaba a unos diez pasos de la salvación.

—¡Me has humillado porque eres el hijo del rey! Ahora mis subordinados se burlan de mí…

—Es inútil mentir, ¿quién te ha pagado?

El palafrenero esbozó una grotesca sonrisa.

—Lo útil se ha unido a lo agradable… Cuando tu compañero de caza me ha ofrecido cinco vacas y diez piezas de lino para desembarazarme de ti, en seguida he aceptado la oferta.

—Sabía que vendrías hasta aquí; continuar por el mismo camino sin beber habría sido un suicidio. Creías que las gacelas, los oryx y los íbex te salvarían la vida, en circunstancias que te han convertido en presa.

El hombre se levantó, armado con un cuchillo.

Ramsés leyó en el pensamiento de su adversario. Éste esperaba un combate idéntico al anterior, a las llaves de un luchador entrenado en las justas de los nobles. Desarmado, cansado, sediento, el joven sólo opondría una técnica irrisoria ante la fuerza bruta.

Por lo tanto no le quedaba más remedio que utilizarla también él.

Con un grito rabioso, liberando toda su energía, Ramsés se abalanzó sobre el palafrenero. Sorprendido, éste no tuvo tiempo de utilizar su cuchillo; golpeado y derribado hacia atrás, lo ensartó en las espinas de la cuasia, que se hundieron en su carne como otros tantos puñales.

Los cazadores no se podían quejar: habían capturado vivos un íbex, dos gacelas y un oryx, que sujetaban por los cuernos.

Más o menos calmados, los animales aceptaban avanzar cuando se les golpeaba suavemente en el vientre. Un hombre llevaba un bebé gacela en la espalda, otro sostenía por las orejas una liebre enloquecida. Una hiena estaba atada por las patas a una pértiga que llevaban dos ayudantes; un perro que brincaba intentaba en vano morderla. Estos animales serían entregados a especialistas que intentarían domesticarlos, después de haber observado sus costumbres. Aunque el cebado de las hienas, destinado a obtener thiegras, sólo había dado parvos resultados, había quien aún se obstinaba en ello. Muchas otras víctimas de la caza irían a abastecer las carnicerías de los templos. Después de haber sido ofrecidos a los dioses, alimentarían a los hombres.

Los cazadores habían llegado al punto de reunión, con excepción del príncipe Ramsés y su carretero. Inquieto, el escriba responsable de la expedición pidió informaciones, en vano.

Esperar era imposible; era preciso enviar un carro en busca de los desaparecidos, pero ¿en qué dirección? De ocurrir una desgracia, la responsabilidad caería sobre él, con el riesgo de que su carrera se viera brutalmente interrumpida. Aunque el príncipe Ramsés no estaba destinado a un futuro brillante, su desaparición no pasaría inadvertida.

Él y dos cazadores esperarían hasta media tarde mientras sus compañeros, obligados a regresar al valle con la caza, alertarían a una escuadra de policías del desierto.

Nervioso, el escriba redactó un informe sobre una tablilla, rascó la capa de yeso, emprendió una nueva redacción y renunció. No podía refugiarse detrás de fórmulas estereotipadas. Cualquiera que fuera el estilo adoptado, faltaban dos personas, entre ellas el hijo menor del rey.

Cuando el sol se enseñoreaba en medio del cielo, creyó divisar una silueta que se movía lentamente en la luz. En el desierto, las ilusiones ópticas no eran raras; así pues, el escriba pidió confirmación a los dos cazadores. También éstos se convencieron de que un ser humano venía hacia ellos.

El rescatado cobró forma, paso a paso.

Ramsés había salido de la trampa.