8

Vigilante estaba hambriento.

Con una lengua decidida, el perro amarillo oro lamió el rostro de su amo, que dormía desde hacía mucho rato. Ramsés se despertó sobresaltado, aún sumido en un sueño en el que estrechaba el cuerpo amoroso de una mujer con los senos semejantes a manzanas dulces, labios tiernos como caña de azúcar y piernas ágiles como plantas trepadoras.

Un sueño… ¡No, no era un sueño! Ella existía, se llamaba Iset la bella, se había entregado a él y le había hecho descubrir el placer.

Vigilante, indiferente a los recuerdos del príncipe, lanzó unos ladridos de desesperación. Ramsés comprendió finalmente la urgencia de la situación que lo condujo a las cocinas de palacio, donde comenzó a devorarlo todo. Una vez la escudilla vacía, lo llevó de paseo por los alrededores de las cuadras.

Allí estaban reunidos unos magníficos caballos, que gozaban de una higiene muy estricta y de un mantenimiento permanente. Vigilante desconfiaba de aquellos cuadrúpedos de altas patas, que a veces tenían reacciones inesperadas. Con prudencia, trotaba detrás de su amo.

Unos palafreneros se burlaban de un aprendiz que llevaba con dificultad un capazo lleno de estiércol. Uno de ellos le hizo la zancadilla y el desdichado soltó el capazo, cuyo contenido se desparramó frente a él.

—Recógelo —ordenó el verdugo, un cincuentón de rostro rudo.

El infeliz se volvió y Ramsés lo reconoció.

—¡Ameni!

El príncipe saltó, empujó al palafrenero y levantó a su amigo, que estaba temblando.

—¿Por qué estás aquí?

Acongojado, el muchacho farfulló una respuesta incomprensible. Una mano rencorosa se posó en el hombro de Ramsés.

—Di pues, tú… ¿Quién eres para permitirte molestarnos?

Con un codazo en el pecho, Ramsés apartó al preguntón, que cayó hacia atrás. Furioso por haber sido ridiculizado, con los labios torcidos en un rictus, se dirigió a sus compañeros.

—Vamos a enseñarles educación a estos dos chiquillos insolentes…

El perro amarillo oro ladró y mostró los dientes.

—Corre —ordenó Ramsés a Ameni.

El escriba fue incapaz de moverse.

Uno contra seis. Ramsés no tenía ninguna posibilidad de ganar. Mientras los palafreneros estuvieran persuadidos de ello, él conservaría una minúscula posibilidad de salir de aquel avispero. El más corpulento se lanzó sobre él. Su puño sólo golpeó el vacío y, sin comprender lo que le sucedía, fue levantado en vilo y cayó pesadamente sobre la espalda. Dos de sus compañeros corrieron la misma suerte.

Ramsés se felicitó por haber sido un alumno asiduo y concienzudo de la escuela de lucha; aquellos hombres, que sólo contaban con la fuerza bruta y querían ganar demasiado de prisa, no sabían pelear. Vigilante, mordiendo las pantorrillas del cuarto hombre y apartándose lo bastante rápido para no recibir algún golpe, participaba en el combate. Ameni había cerrado los ojos, por donde asomaban unas lágrimas.

Los palafreneros se reagruparon, vacilantes; sólo el hijo de un noble podía conocer aquellas llaves de lucha.

—¿De dónde eres?

—¿Tenéis miedo, seis contra uno?

El más furioso blandió un cuchillo, riendo.

—Tienes una hermosa boquita, pero un accidente va a desfigurarte.

Ramsés no había luchado nunca contra un hombre armado.

—Un accidente, con testigos… e incluso el pequeño estará de acuerdo con nosotros en salvar la piel.

El príncipe conservó los ojos fijos en el cuchillo de hoja corta. El palafrenero se divertía trazando círculos para asustarlo. Ramsés no se movió, dejando al hombre girar a su alrededor; el perro quiso defender a su dueño.

—¡Quieto, Vigilante!

—Muy bien, quieres a este horrible animal… Es tan feo que no merece vivir.

—Ataca primero al que es más fuerte que tú.

—¡Eres muy pretencioso!

La hoja rozó la mejilla de Ramsés; de un puntapié en la muñeca, intentó desarmar al palafrenero, pero solamente lo rozó.

—Eres duro de pelar… ¡pero estás solo!

Los demás sacaron sus cuchillos.

Ramsés no sintió ningún miedo. Lo invadió una fuerza desconocida hasta entonces, un furor contra la injusticia y la cobardía.

Antes de que sus adversarios se organizaran, golpeó a dos de ellos y los derribó, evitando las hojas vengativas.

—¡Basta, compañeros! —gritó un palafrenero.

Una silla de manos acababa de franquear el porche de las cuadras. Su esplendor probaba suficientemente el rango de quien la ocupaba; con la espalda apoyada contra un alto respaldo, los pies sobre un taburete, los codos sobre los brazos de la silla y la cabeza protegida por una sombrilla, el gran personaje se enjugaba la frente con una tela perfumada. De unos veinte años, con el rostro redondo, casi lunar, las mejillas rollizas, unos pequeños ojos marrones y los labios gruesos y golosos, el noble, bien alimentado y ajeno a cualquier ejercicio físico, pesaba mucho sobre los hombros de los doce porteadores, bien remunerados a cambio de su celeridad.

Los palafreneros se fueron. Ramsés hizo frente al que llegaba, mientras el perro lamía la pierna de Ameni a fin de tranquilizarlo.

—¡Ramsés! Todavía en las cuadras… En verdad, los animales son tu mejor compañía.

—¿Qué viene a hacer mi hermano Chenar a estos lugares de mala fama?

—Inspecciono, como el faraón me ha pedido que haga. Un futuro rey no debe ignorar nada de su reino.

—Es el cielo quien te envía.

—¿Tú crees?

—¿Dudarías en reparar una injusticia?

—¿De qué se trata?

—De este joven escriba, Ameni. Ha sido arrastrado aquí a la fuerza por seis palafreneros y martirizado.

Chenar sonrió.

—Mi pobre Ramsés, ¡estás muy mal informado! ¿Acaso tu Joven amigo te ha ocultado la sanción que le afecta?

El príncipe se volvió hacia Ameni, incapaz de hablar.

—Este escriba novato ha pretendido corregir el error de un superior que en seguida se ha quejado de tanta arrogancia. He estimado que una estancia en las cuadras le haría un gran bien a este pequeño jactancioso. Transportar estiércol y forraje le encorvará el espinazo.

—Ameni no tendrá fuerzas para ello.

Chenar ordenó a los porteadores posar la silla en el suelo.

Su portasandalias dispuso en seguida un escabel, calzó los pies de su amo y lo ayudó a bajar.

—Caminemos —exigió Chenar—; debo hablarte en privado.

Ramsés dejó a Ameni al cuidado de Vigilante.

Los dos hermanos dieron unos pasos por un corredor enlosado, al resguardo del sol, que Chenar, de piel muy blanca, detestaba.

¿Cómo imaginar a dos hombres más distintos? Chenar era pequeño, rechoncho, relleno, y ya parecía un notable demasiado cebado con buenas carnes. Ramsés era alto, ágil y musculoso, en el esplendor de una juventud triunfante. La voz del primero era untuosa y titubeante, la del segundo, grave y clara. Entre ellos no había ningún punto en común excepto el hecho de ser hijos del faraón.

—Anula tu decisión —exigió Ramsés.

—Olvida a ese aborto y abordemos los problemas serios; ¿no debías abandonar pronto la capital?

—Nadie me lo ha pedido.

—Pues bien, está hecho.

—¿Por qué debería obedecerte?

—¿Olvidas mi posición y la tuya?

—¿Debo alegrarme de que seamos hermanos?

—No juegues al astuto conmigo y conténtate con correr, nadar y ponerte fuerte. Un día, si mi padre y yo queremos, tal vez tengas un puesto en el ejército activo; defender nuestro país es una noble causa. Para un muchacho como tú, la atmósfera de Menfis es nociva.

—En estas últimas semanas empezaba a acostumbrarme.

—No inicies una lucha inútil y no me obligues a provocar una intervención brutal de nuestro padre. Prepara tu partida sin escándalo y desaparece del mismo modo. Dentro de dos o tres semanas te indicaré tu destino.

—¿Y Ameni?

—Ya te dije que olvidaras a tu miserable pequeño espía, y me horroriza repetirme. Un último punto: no intentes volver a ver a Iset la bella. Has olvidado que desprecia a los vencidos.