Sary, el preceptor, dormía a la sombra de un gran sicómoro plantado en el centro de su jardín. Ramsés iba y venía delante de su hermana Dolente, tendida en una tumbona. Ni hermosa ni fea, sólo se interesaba en su comodidad y en su bienestar; la posición social de su marido le permitía gozar de una existencia holgada, al abrigo de las preocupaciones diarias. Demasiado alta, perpetuamente cansada, con la piel grasienta, sobre la que aplicaba ungüentos a lo largo de los días, la hermana mayor de Ramsés se vanagloriaba de conocer bien los pequeños secretos de la alta sociedad.
—No me visitas muy a menudo, queridísimo hermano.
—Estoy muy ocupado.
—Los rumores dicen que estás más bien ocioso.
—Pregúntaselo a tu marido.
—No habrás venido por el placer de admirarme…
—Tengo necesidad de consejo, es verdad.
Dolente se sintió encantada; a Ramsés no le gustaba deber algo a los demás.
—Te escucho; si estoy de humor, te responderé.
—¿Conoces a una cierta Iset?
—Descríbemela.
El príncipe lo hizo.
—¡Iset la bella! Una temible provocadora. A pesar de su corta edad, son incontables sus pretendientes. Algunos la consideran como la mujer más bella de Menfis.
—¿Y sus padres?
—Notables ricos, pertenecientes a una familia introducida en palacio desde hace varias generaciones. ¿Iset la bella te ha atrapado en sus redes?
—Me ha invitado a una recepción.
—¡No estarás solo! Esa muchacha da una fiesta cada noche. ¿Sientes algo por ella?
—Me ha provocado…
—¿Dando el primer paso? ¡No seas mojigato, querido hermano! ¡A Iset la bella le has resultado de su gusto, eso es todo!
—No es una muchacha para…
—¿Y por qué no? Estamos en Egipto, no entre bárbaros atrasados. No te la aconsejo como esposa, pero…
—Cállate.
—¿No quieres saber más sobre Iset la bella?
—Gracias, hermana; ya no necesito tus buenos oficios.
—No te quedes mucho en Menfis.
—¿Por qué esta advertencia?
—Ya no eres nadie aquí. Si te quedas, te debilitarás como una flor que no se riega. En provincias te respetarán. No cuentes con llevar allí a Iset la bella, no le gustan los vencidos. He permitido que me digan que tu hermano, el futuro rey de Egipto, no es indiferente a sus encantos. Aléjate de ella rápido, Ramsés, si no tu pobre existencia corre al encuentro de graves peligros.
No era una recepción corriente. Varias muchachas de buena familia, alentadas por una coreógrafa profesional, habían decidido mostrar sus dotes mediante la danza. Ramsés había llegado tarde, no deseaba participar en el banquete. Sin querer, se encontró en primera fila de los espectadores.
Las doce bailarinas habían elegido desplegar su talento al borde de un amplio espejo de agua donde florecían lotos blancos y azules; antorchas colocadas en el extremo de largos mástiles iluminaban la escena.
Vestidas con una redecilla de perlas bajo una corta túnica, provistas de pelucas de tres hileras de trenzas, adornadas con collares largos y pulseras de lapislázuli, las muchachas esbozaban gestos lascivos; ágiles, bien coordinadas, se inclinaron hasta el suelo, tendieron los brazos hacia invisibles compañeros y los abrazaron. Sus movimientos eran de una lentitud deliciosa. Los espectadores contenían el aliento.
De repente, las bailarinas se quitaron la peluca, la túnica y la redecilla; con los cabellos recogidos en un moño y los senos desnudos, apenas vestidas con un corto taparrabo, golpearon el suelo con el pie derecho; luego, con una conjunción perfecta, realizaron un salto hacia atrás que provocó exclamaciones de pasmo. Curvándose e inclinándose con gracia, lograron otras acrobacias igualmente espectaculares.
Cuatro muchachas se destacaron del grupo, las otras cantaron y llevaron el ritmo golpeando con las manos. Las solistas, que conocían el antiguo adagio, imitaron los cuatro vientos procedentes de los puntos cardinales. Iset la bella encarnó el dulce viento norte que durante las tórridas noches permite respirar a los vivos. Eclipsó a sus compañeras, visiblemente satisfecha de captar todas las miradas.
Ramsés no resistió al hechizo. Sí, era magnífica y no tenía rival. Se servía de su cuerpo como de un instrumento que dominaba las melodías con una especie de desapego, como si se contemplara a sí misma, sin pudor. Por primera vez, Ramsés miraba a una mujer con el deseo de estrecharla en sus brazos.
Al terminar la danza, pasó entre las filas de espectadores y se sentó, apartado, en la esquina de un corral para asnos.
Iset la bella se había divertido provocándolo. Sabiendo que se casaría con su hermano, le asestaba un golpe fatal para hacerle sentir mejor su exclusión. Él, que había soñado con un gran destino, sufría humillación tras humillación. Tenía que salir de ese circulo infernal y desprenderse de los demonios que entorpecían sus pasos. ¿Ir a provincias? Bueno. Allí probaría su valor, de cualquier manera. De fracasar, se reuniría con Setaú y dominaría a las serpientes más peligrosas.
—¿Estáis preocupado?
Iset la bella se había acercado sin ruido y le sonreía.
—No, meditaba.
—Una meditación muy profunda… Todos los invitados se han ido, mis padres y los criados duermen.
Ramsés no había tenido conciencia del tiempo; molesto, se levantó.
—Perdonadme, dejo vuestra casa ahora mismo.
—¿Os ha dicho alguna mujer que sois hermoso y seductor?
Con los cabellos sueltos, los senos desnudos y un ardor turbador en el fondo de los ojos, le cerró el paso.
—¿No sois la prometida de mi hermano?
—¿El hijo de un rey hace caso de chismes? Amo a quien quiero, y no amo a tu hermano. Es a ti a quien deseo, aquí y ahora.
—Hijo de un rey… ¿Aún lo soy?
—Hazme el amor.
Juntos se desataron el taparrabo.
—Yo venero la belleza, Ramsés, y tú eres la belleza misma.
Las manos del príncipe se volvieron caricias, no concediendo ninguna iniciativa a la joven; quería dar y no tomar nada, ofrecer a su amante el fuego que se había apoderado de su ser.
Conquistada, ella se abandonó en seguida; con un instinto de una increíble seguridad, Ramsés descubrió los lugares secretos de su placer y, a pesar de su fogosidad, se demoró con ternura.
Ella era virgen, como él. En medio de la dulzura de la noche, se ofrecieron el uno al otro, embriagados por un deseo que no dejaba de renovarse.