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Ramsés se lanzó sobre la balsa formada por haces de tallos de papiro atados con cuerdecitas; frágil, el modesto flotador no resistiría la décima carrera de velocidad de aquel día, que el príncipe libraba contra un batallón de nadadores, excitados ante la idea de vencerle, sobre todo en presencia de un cortejo de muchachas que presenciaban la competición desde la orilla del canal. Con la esperanza de ganar, los jóvenes llevaban al cuello amuletos: uno, en forma de rana, otro, en forma de una pata de buey, otro, como un ojo protector; Ramsés estaba desnudo, no se ayudaba de ninguna magia, pero nadaba más de prisa que los demás.

La mayoría de los atletas eran alentados por la dama de sus pensamientos; el hijo menor de Seti no luchaba por nadie más que por sí mismo, con el fin de probarse que siempre podía ir más allá de sus fuerzas y alcanzar el primero la orilla.

Ramsés terminó la carrera con más de cinco cuerpos de ventaja sobre el segundo; no experimentaba la menor fatiga y habría continuado nadando durante horas. Despechados, sus adversarios lo felicitaron con indiferencia. Conocían el carácter arisco del joven príncipe, apartado para siempre de los caminos del poder y condenado a convertirse en un letrado ocioso que pronto residiría en el Gran Sur, lejos de Menfis y de la capital.

Una hermosa muchacha morena de quince años, ya una mujer, se acercó a él y le ofreció un trozo de tela.

—El viento es fresco, aquí tenéis con qué secaros.

No lo necesito.

La muchacha era vivaz, con ojos de un verde picante, la nariz pequeña y recta, los labios finos y el mentón apenas marcado. Graciosa y refinada, llevaba un vestido de lino transparente, procedente de un taller de lujo. En la cinta de la frente lucía una flor de loto.

—Estáis equivocado; incluso los más robustos se resfrían.

—No conozco la enfermedad.

—Mi nombre es Iset; esta noche, con unas amigas, organizo una fiestecita. ¿Aceptaríais ser mi invitado?

—De ninguna manera.

—Si cambiáis de opinión, seréis bien venido.

Sonriente, se fue sin mirar atrás.