Por fin, la gran noche.
La luna nueva renacía, la noche era muy oscura. Ramsés había dado una cita decisiva a todos sus condiscípulos, instruidos como él por educadores reales. ¿Serían capaces de escapar a la vigilancia de los guardias y de reunirse con él en el corazón de la ciudad para tratar de lo esencial, de la cuestión que les quemaba el corazón y que nadie se atrevía a plantear?
Ramsés salió de su habitación por la ventana y saltó desde el primer piso; la tierra esponjosa del florido jardín amortiguó el golpe, y el joven bordeó el edificio. Los guardias no le asustaban; unos dormían, otros jugaban a los dados. Si tenía la desgracia de cruzarse con uno que cumplía correctamente su misión, lo convencería o lo dejaría sin sentido.
En su exaltación, había olvidado un Vigilante que no dormía: un perro de talla media, rechoncho y vigoroso, con las orejas colgantes y la cola en espiral. Plantado en medio del camino, no ladraba, pero impedía el paso.
Instintivamente, Ramsés buscó la mirada del perro; éste se sentó sobre sus posaderas, la cola se agitó cadenciosamente.
El joven se acercó y lo acarició; entre ellos, la amistad había sido inmediata. En su collar de cuero teñido de rojo, un nombre: Vigilante.
—¿Y si me acompañaras?
Vigilante asintió con una sacudida de su corto morro, coronado por una trufa negra. Guió a su nuevo dueño hacia la salida del territorio en el que eran educados los futuros notables de Egipto.
Aun siendo una hora tardía, numerosos curiosos deambulaban aún por las calles de Menfis, la capital más antigua del país. A pesar de la riqueza de la meridional Tebas, conservaba el prestigio de antaño. Las grandes universidades tenían su sede en Menfis, y era allí donde los hijos de la familia real y los considerados dignos de acceder a las más altas funciones recibían una educación rigurosa e intensa. Ser admitido en el Kap, «el lugar cerrado, protegido y nutricio», suscitaba muchas envidias; no obstante, aquellos que residían en él desde su primera infancia, como Ramsés, ¡no tenían más deseo que escapar de allí!
Vestido con una túnica de cortas mangas de mediocre calidad, que le hacía parecerse a cualquier transeúnte, Ramsés llegó a la célebre cervecería del barrio de la escuela de medicina, donde a los futuros terapeutas les gustaba disfrutar del buen tiempo después de las duras jornadas de estudio. Como Vigilante no dejaba de seguirle, el príncipe no lo rechazó y entró con él en el establecimiento prohibido a los «niños del Kap.».
Pero Ramsés ya no era un niño y había logrado salir de su dorada prisión.
En la gran sala de la cervecería, con los muros encalados, esteras y taburetes acogían a joviales clientes, aficionados a la cerveza fuerte, al vino y a los licores de palma. El patrón mostraba amablemente las ánforas procedentes del Delta, de los oasis o de Grecia, y alababa la calidad de sus productos. Ramsés eligió un lugar tranquilo, desde el cual vigiló la puerta de entrada.
—¿Qué quieres? —preguntó un sirviente.
—Por el momento, nada.
—Los desconocidos pagan por adelantado.
El príncipe le tendió una pulsera de cornalina.
—¿Te bastará con esto?
El servidor examinó el objeto.
—Servirá. ¿Vino o cerveza?
—Tu mejor cerveza.
—¿Cuántas copas?
—No lo sé aún.
—Traeré una jarra… Cuando estés seguro traeré las copas.
Ramsés se dio cuenta de que ignoraba el valor de los productos; sin duda el hombre le robaba. Ya era hora, entonces, de salir de la gran escuela, protegida en exceso del mundo exterior.
Con Vigilante a sus pies, el príncipe observó la entrada de la cervecería. ¿Quién de sus compañeros de estudio se atrevería a intentar la aventura?
Hizo apuestas, eliminó a los más débiles y a los más ambiciosos, y se quedó con tres nombres.
Éstos no retrocederían ante el peligro.
Sonrió cuando Setaú franqueó el umbral del establecimiento.
Rechoncho, viril, con los músculos prominentes, la piel mate, el cabello negro y la cabeza cuadrada, Setaú era hijo de un marino y de una nubia. Su excepcional resistencia, así como sus dotes para la química y el estudio de las plantas, habían atraído la atención de su maestro; los profesores del Kap no lamentaban haberle abierto las puertas de la enseñanza superior.
Poco hablador, Setaú se sentó al lado de Ramsés.
Los dos muchachos no tuvieron tiempo de discutir, pues entró Ameni, pequeño, delgado y endeble; con la tez pálida, los cabellos ya escasos a pesar de su juventud, se mostraba incapaz de practicar ningún deporte y de llevar cargas pesadas, pero superaba a sus compañeros de promoción en el arte de escribir los jeroglíficos. Trabajador infatigable, sólo dormía tres o cuatro horas por noche y conocía a los grandes autores mejor que su profesor de literatura. Hijo de un yesero, se había convertido en el héroe de su familia.
—He logrado salir —anunció orgullosamente— dándole mi cena a un guardia.
Ramsés también lo esperaba; sabía que Setaú usaría la fuerza, si era necesario, y que Ameni emplearía la astucia.
El tercero en llegar sorprendió al príncipe. Jamás hubiera creído que el rico Acha corriera semejantes riesgos. Hijo único de nobles ricos, la estancia en el Kap era para él un paso natural y obligado antes de emprender una carrera de alto funcionario. Elegante, de miembros finos y rostro alargado, llevaba un pequeño bigote muy cuidado y posaba sobre los demás una mirada a menudo desdeñosa. Su voz untuosa y sus ojos brillantes de inteligencia hechizaban a sus interlocutores.
Se sentó frente al trío.
—¿Sorprendido, Ramsés?
—Confieso que sí.
—Encanallarme con vosotros por una noche no me disgusta; la existencia me parecía muy monótona.
—Nos arriesgamos a sanciones.
—Le pondrán sal a este plato inédito; ¿estamos todos?
—Todavía no.
—¿Tu mejor amigo te ha traicionado?
—Vendrá.
Irónico, Acha hizo servir la cerveza… Ramsés no la tocó; la inquietud y la decepción le oprimían la garganta. ¿Se habría equivocado?
—¡Ahí está! —exclamó Ameni.
Alto, de espaldas anchas, cabellera abundante y un collar de barba adornando su mentón, Moisés aparentaba más edad que sus quince años. Hijo de trabajadores hebreos instalados en Egipto desde hacía varias generaciones, había sido admitido en el Kap en su primera juventud debido a sus notables facultades intelectuales. Como su fuerza física era parecida a la de Ramsés, los dos muchachos no habían tardado en enfrentarse en todos los terrenos, antes de cerrar un pacto de no agresión y de establecer un frente común contra sus profesores.
—Un viejo guardia quería impedirme salir; como no quería dejarlo sin sentido, he tenido que convencerle de lo justo de mi excursión.
Se felicitaron y bebieron una copa que tenía el inefable gusto de lo prohibido.
—Respondamos a la única pregunta importante —exigió Ramsés—: ¿cómo obtener el verdadero poder?
—Mediante la práctica de los jeroglíficos —respondió en seguida Ameni—. Nuestra lengua es la de los dioses; los sabios la han utilizado para transmitir sus preceptos. «Imita a tus antepasados, está escrito, pues conocieron la vida antes que tú. El poder es dado por el conocimiento, sólo lo escrito inmortaliza.»
—Tonterías de letrados —objetó Setaú.
Ameni enrojeció.
—¿Acaso niegas que el escriba tiene el verdadero poder? La compostura, la cortesía, el trato social, la puntualidad, el respeto a la palabra dada, el rechazo de la falta de honradez y de la envidia, el dominio de sí mismo, el arte del silencio para dar preeminencia a la escritura, ésas son las cualidades que quiero desarrollar.
—No es suficiente —juzgó Acha—. El poder supremo es el de la diplomacia. Por ello partiré pronto hacia el extranjero, a fin de aprender las lenguas de nuestros aliados y de nuestros adversarios, comprender cómo funciona el comercio internacional, cuáles son las verdaderas intenciones de los demás dirigentes y así poder manipularlos.
—Ésa es la ambición de un hombre de ciudad que ha perdido todo contacto con la naturaleza —se lamentó Setaú—. La ciudad, ¡el verdadero peligro que nos acecha!
—Tú nada nos dices de tu conquista del poder —observó Acha, picado.
—Sólo hay un camino, en el que se mezclan sin cesar la vida y la muerte, la belleza y el horror, el remedio y el veneno: el de las serpientes.
—¿Bromeas?
—¿Dónde están las serpientes? En el desierto, en los campos, en los marjales, al borde del Nilo y en los canales, en las eras, en los refugios de pastores, en los rediles del ganado e incluso ¡en los rincones oscuros y frescos de las casas! Las serpientes están por todas partes y tienen el secreto de la creación. Consagraré mi existencia a arrancárselo.
Nadie pensó en criticar a Setaú, que parecía haber preparado a conciencia su decisión.
—¿Y tú, Moisés? —interrogó Ramsés.
El joven coloso vaciló.
—Os envidio, amigos míos, pues soy incapaz de responder. Me agitan extraños pensamientos, mi espíritu vaga, pero mi destino sigue oscuro. Deben otorgarme un puesto importante en un gran harén, y estoy dispuesto a aceptar, a la espera de una aventura más excitante.
Las miradas de los cuatro jóvenes se volvieron hacia Ramsés.
—Sólo existe un verdadero poder —declaró éste—: el del faraón.