XI. La muerte del rajá

El encuentro entre los tres elefantes, bajando a la carrera por las tres hondonadas, y los hombres de Sindhia había sido espantoso.

Los pobres animales, atiborrados ya de plomo, seguros de morir y todos chorreando sangre, se habían lanzado con terrible furia, esgrimiendo sus trompas.

Tremendo fue el empujón que recibieron los asaltantes, encanutados en las gargantas y oprimidos por los que a millares venían detrás, pues el rajá había lanzado todas sus reservas, compuestas casi sólo de faquires, pésimos soldados, pero despreciadores en absoluto de su vida.

Aterrorizados por la furia de los tres proboscidios, a los que no habían podido detener con las carabinas, habíanse incrustado, por decirlo así, en las paredes rocosas de las hondonadas y se dejaban matar sin defenderse.

Por otra parte, continuaban tronando las ametralladoras, con lo cual añadíanse nuevos cadáveres a los otros.

—¡Saccaroa! —exclamó Sandokán—. No esperaba tanto de esos animales desfallecidos completamente de hambre. ¡Cómo riñen! ¡Rompen cabezas y destripan cuerpos! ¡No parece sino que rajan calabazas! ¿Lo ves, Yáñez? El ataque ha sido contenido.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó el portugués, que se hallaba a corta distancia, detrás de una trinchera y sentado junto a su ametralladora.

—Esos bravos animales resistirán cuanto puedan, pero no tengo la pretensión de que rechacen ellos solos a los quince mil hombres de Sindhia.

—Dentro de algunos minutos esas pobres bestias habrán caído a tierra. ¿Oyes cómo barritan roncamente? Estoy seguro de que arrojan sangre por sus trompas.

—Ahora lanzaremos también todos nuestros caballos atados de seis en seis. Tampoco los necesitamos, y, además, están muertos de hambre.

—¡Magnífica idea! —exclamó el maharajá—. Un ataque dé cien caballos es siempre terrible, y nosotros los pondremos furiosos echándoles ceniza ardiendo en las orejas. Verás cómo se lanzan; ¡cualquiera los detiene!

—Mientras yo atiendo a las ametralladoras, haz tú preparar a los caballos. Pronto, Yáñez, ya han caído los elefantes.

En efecto: los gigantescos paquidermos, después de arrollar centenares de asaltantes y matar a muchos de ellos a trompazos, ya no resistían.

Un fuego infernal les hería de frente, aumentando sus ya numerosas heridas. Aunque la primera línea de parias y faquires había cedido al tremendo empuje y caído rodando por el suelo, procurando salvarse sobre las rocas, las líneas sucesivas continuaban su avance en compacta masa, disparando furiosamente y llenando de nubes de humo las hondonadas.

—¡Han terminado! —exclamó de allí a poco Sandokán, que empezaba a inquietarse por aquel formidable asalto, imposible de contener sin ayuda de los montañeses de Khampur—. ¡Pobres animales!

Los tres elefantes, uno después de otro, habían caído, cubriendo con sus enormes dorsos el paso de las gargantas. Debían de estar bien repletos de plomo.

Los asaltantes de las primeras filas, puestos en salvo sobre las rocas, al ver caer a sus peligrosos adversarios para no levantarse más bajaron y reemprendieron la marcha, seguros ya de lograr conquistar el saliente, que era la llave de la colina.

Pero Yáñez había reunido todos los hombres disponibles y hecho atar los caballos con las cuerdas de los elefantes, formando grupos de seis en seis.

Los pobres corceles, como si presintiesen su muerte, habían intentado resistirse, hasta el punto de que los malayos que combatían en las trincheras al lado de las ametralladoras hubieron de soltar un momento las carabinas para ayudar a sus compañeros.

—¡Pronto! ¡Pronto! —gritaba Sandokán, sin poder contener ya a los asaltantes, que avanzaban furiosos, escalando los cuerpos inanimados y sangrientos de los elefantes—. ¡Dentro de unos minutos estarán en el saliente, y entonces sí que no sé lo que sucederá!

Los cien caballos, divididos, como hemos dicho, en grupos de seis y atados entre sí, fueron lanzados con grandes gritos y golpes hacia la embocadura de las hondonadas. Allí les esperaban otros hombres para llenarles los oídos de ceniza caliente, operación algo difícil, pero que fue llevada felizmente a cabo con rapidez.

Enloquecidos los pobres animales y sintiéndose perseguidos por sus antiguos dueños, se lanzaban en desenfrenada carrera por las hondonadas abajo, arrostrando resueltamente el fuego de los parias y los faquires.

—También estos darán que hacer —dijo Sandokán a Yáñez—. Por lo menos, retrasarán un poco el ataque.

—¡Y Khampur que no aparece! —exclamó el portugués, cuya frente se hallaba muy ensombrecida—. ¿Habré de perder realmente esta vez la corona? ¿Y aun a la Rhaní?

—Esos montañeses debían estar ya aquí. ¿Nos habrá engañado Kiltar?

—No lo creo. Ese buen hombre ha dado muchas pruebas de ser nuestro amigo.

—¡Ay, pobres caballos! ¡Pronto, a las carabinas todos! Mis tigres de Mompracem, dentro de poco estará esto hirviendo y caeremos muchos.

Las ametralladoras comenzaron de nuevo a funcionar, apoyadas por descargas cerradas de fusilería, que batían las tres vertientes.

Entretanto, los cien caballos habían caído furiosamente sobre los atacantes, derribándolos y pisoteándolos; pero no tenían la resistencia de los elefantes. Caían en grupos, fusilados casi a bocajarro y horrendamente heridos por las largas lanzas de los faquires.

Apenas habían transcurrido diez minutos, no quedaba ya ni uno en pie. Pero las tropas de Sindhia hallábanse muy embarazadas en abrirse paso por entre aquellos montones de carne palpitante que obstruían las gargantas.

Allí yacían los elefantes, y con ellos, centenares de cadáveres humanos, destrozados por el fuego terrible de las ametralladoras, y montones de caballos, atados todavía con las cuerdas.

Sin embargo, enfurecidos los del rajá por las grandes pérdidas sufridas y aguijoneados por los gritos terribles de los brahmanes, no cesaban de avanzar, ansiando caer sobre aquel puñado de leones, que resistían tan tenazmente detrás de sus trincheras.

Ya habían llegado al extremo superior de las vertientes y comenzaban a tocar la cima.

Sandokán se levantó, abandonando un momento la ametralladora. Cruzó los brazos sobre el pecho, y mirando apesadumbrado a Yáñez, le dijo:

—Si dentro de media hora no están aquí los montañeses, moriremos todos. Nunca creí que los parias y faquires tuvieran tanto valor y resistencia, y menos llevando los bacilos del cólera bajo su piel roñosa. ¿Quieres que intentemos de nuevo una carga desesperada?

—¿Un contraataque?

—Sí; lancemos a los dayakos con los kampilangs y a los malayos detrás con las carabinas.

—Mal juego —dijo el maharajá—; apenas estén sobre el saliente, caerán todos muertos. Al menos, aquí tenemos aún una relativa defensa.

—Que durará muy poco —respondió el Tigre de Malasia, volviendo a ocupar su puesto—. Si esos salvajes logran llegar hasta nosotros, lo destruirán todo, y entonces…

—¡Calla…! He oído sonar una descarga de fusilería hacia el junglar y en el camino de las montañas.

—¿Serán los montañeses de Khampur?

—Creo que sí —respondió el portugués, cuyo rostro había vuelto a serenarse—. ¡Vienen! ¡Son ellos! Yo los oigo ya galopar.

—Y yo también —dijo el malayo—. Llegaron en buena ocasión para salvar tu corona y a todos estos tigres que he traído de la lejana Malasia.

—Ea, derrochemos las municiones, y veamos de contener a esos reptiles mientras llegan nuestros salvadores.

Y de nuevo comenzaron su música infernal ametralladoras y carabinas. Las balas destruían el saliente, derribando gran número de enemigos.

Ya sabemos que todos los hombres traídos por Sandokán eran tiradores de primera clase, que difícilmente erraban un tiro. No valían menos los sikkaris, los viejos cazadores de Yáñez.

Ya las primeras filas, desafiando impertérritas el fuego infernal que las diezmaba, iban a precipitarse sobre la cima, cuando se las hizo detenerse, y enseguida retroceder corriendo por las hondonadas abajo para refugiarse en los campamentos y salvar la vida de su señor.

Sobre el último trozo de la carretera que conducía desde las montañas a la capital resonaban descargas formidables, acompañadas de ensordecedores gritos.

—¡Paso a la Rhaní…! ¡Viva el maharajá…!

Los quince mil jinetes de Khampur habíanse dirigido sobre los tres campamentos de Sindhia, poniendo seguidamente en fuga a sus defensores o derribándolos bajo los certeros golpes de sus cimitarras.

Los parias y faquires que se hallaban en la colina se lanzaron furiosos al encuentro de los jinetes, perseguidos aquellos por los tigres de Mompracem, que derrochaban sin tino sus numerosas municiones.

Yáñez, Tremal-Naik y Sandokán abandonaron las ametralladoras, muy peligrosas entonces para los montañeses que combatían y podían hallarse en su línea de tiro, y se precipitaron también por una vertiente para apoyar a sus amigos.

En los campamentos de Sindhia se combatía ferozmente; pero era inútil para los hombres del rajé, desmoralizados ya por el combate anterior, que les había causado innumerables bajas.

Esforzábanse en reunirse aquí y allá, guiados por los brahmanes, que demostraban extraordinario valor; pero pronto caían a los asaltos, cada vez más furiosos, de los montañeses.

La lucha se concentró en torno a la gran tienda del rajá, la cual trataban de defender tres o cuatro mil faquires, decididos a dejarse matar para defender a su señor.

Por el contrario, los parias habían sido los primeros en huir, sin preocuparse siquiera de los enfermos del cólera, que yacían en grandísimo número bajo las tiendas.

El ejército de Sindhia se deshacía rápidamente, no obstante los desesperados esfuerzos de los brahmanes, que animaban con penetrantes gritos a los combatientes. Después de tres o cuatro cargas, que dispersaron también a los faquires, Khampur, Kammamuri y Timul, el gurú y la Rhaní penetraron en la gran tienda del rajá, seguidos de fuerte escolta.

Los demás perseguían a los fugitivos para impedirles volver a reunirse, y los buscaban hasta debajo del boscaje.

El rajá, sorprendido por la rapidez del ataque, no había tenido tiempo de huir.

Quizá había confiado en exceso en sus hordas allegadizas, que no podían tener mucha consistencia.

Habíase quedado solo con Kiltar y empuñaba dos largas pistolas, irguiéndose bajo la gran lámpara de plata.

—¡Atrás! —gritó al ver a Khampur y sus compañeros penetrar en la vasta tienda—. Yo soy el rajá de Assam y vosotros sois ahora mis súbditos… ¡Atrás, miserables! ¡No tenéis derecho a poner vuestras manos en mi persona, que es de sangre real!

—Hemos venido aquí para prenderte, Alteza —dijo Khampur—. Nos han dado esa orden.

—¿Quién?

—La Rhaní.

—¡Tú deliras! Esa mujer no habrá tenido tal osadía, ahora que el maharajá ha sido muerto por mis valientes en la cima de la colina.

—¡Ah, canalla! —gritó una voz—. ¡No mientas para asustar a mi esposa! Mírame; estoy más vivo que antes.

Quien así hablaba era Yáñez, que había llegado a punto. Tremal-Naik y Sandokán le seguían, abriéndose imperiosamente paso entre los montañeses que llenaban la tienda y que, temerosos de alguna traición, se estrechaban en tomo a la Rhaní.

El rajá, al ver a Yáñez, rechinó los dientes como un chacal rabioso, retrocedió cinco o seis pasos, empuñando siempre las pistolas.

—¡Ríndete…! —gritó el portugués—. Todo tu ejército se ha dispersado, y a ti no te queda ya dinero para levantar otro.

—¡Rendirme! —exclamó el rajá con voz ronca—. ¿Y qué vas a hacer de mí?

—¡Te mandaremos otra vez a Calcuta! —gritó una voz femenina, pero con acento imperioso.

—¡Surama…! —gritó Yáñez.

—Sí, soy yo, querido esposo.

—¿Y nuestro hijo?

—Está seguro en la montaña. A este hombre le mandaremos otra vez a Calcuta o le embarcaremos para Malasia en compañía de Sandokán y de los tigres de Mompracem. De ese modo no volverá a molestamos.

Sindhia lanzó una gran carcajada.

—¡Ah! —dijo después—. ¿Conque queréis recluirme en un manicomio o llevarme fuera de la India, a aquel país de salvajes? Pues sabed que Sindhia, rajá de Assam, morirá a la sombra de las pagodas y se hará sepultar en tierra sagrada.

—Te obligaremos nosotros a embarcarte —dijo Yáñez—. Estamos resueltos.

—Y yo te repito, príncipe blanco, que no abandonare este país.

—Te enviaremos en uno de los elefantes que me robaste con mis rajaputras.

—Cosas de la guerra —respondió Sindhia.

Y retrocediendo otros cinco pasos, dijo a Kiltar, que era el único que le quedaba de todos sus guerreros:

—Dame un vaso de gin o de brandy. Tengo sed.

—Ya no queda ninguna copa, Alteza —respondió el brahmán—. Se han quebrado todas en la lucha.

—Pero allí en aquel rincón hay una botella que apenas debe de estar empezada. Dame de beber, me estoy abrasando.

Kiltar interrogó a Yáñez, y en vez de obedecer corrió a ocultarse tras las filas de los montañeses y malayos.

—¡Ah! ¡Tú también me traicionas! —gritó el loco—. ¿Ya no soy, pues, nada aquí? ¿No tendré siquiera un criado que me dé de beber?

Y enseguida, con un salto salvaje, se precipitó hacia la botella, que debía de contener todavía un par de cuartillos de gin, y la vació de un sorbo antes que pudiese impedirlo Khampur, que era el más próximo a él.

Inmediatamente después apuntó las dos pistolas, gritando con voz terrible:

—¡Aquí morirán el maharajá y el rajá!

Resonaron dos disparos.

El loco había hecho fuego sobre Yáñez y errado el tiro. Sus manos temblorosas no le dejaban ya servirse de aquellas armas soberbias.

Cuando la nubecilla de humo se disipó y los montañeses avanzaron furiosos, empuñando sus cimitarras, volvieron a sonar otras dos detonaciones.

El rajá, lo mismo que el cruel Teodoro, emperador de Abisinia, se había disparado en la boca, destrozándose el cráneo.

—¡Desgraciado! —gritó la Rhaní.

Sandokán y Yáñez se precipitaron sobre el cuerpo del rajá, que había caído sobre una rica alfombra de Persia.

Su rostro estaba todo destrozado: los ojos habían saltado de las órbitas y por los oídos salían pedazos de la masa encefálica.

—Este hombre está muerto —dijo el Tigre de Malasia—. Digno fin de tal vida.

—Y, sin embargo, hubiera podido ser aún feliz —dijo Yáñez con tristeza.

Kiltar acudió trayendo un velo de Cachemira y cubrió con él el cuerpo de su amo.

—Salgamos —dijo Yáñez, cogiendo del brazo a la Rhaní—. Aquí no tenemos ya nada que hacer.

—¡Por poco te asesina! —dijo Surama, que era presa de violenta emoción.

—Vámonos —dijo Sandokán—. No olvidéis que aquí reina el cólera. Volvamos a nuestra salubre colina. Verdad es que tenemos el médico holandés; pero no sé si podría él solo curar a millares de enfermos.

—Tampoco nuestra colina es suficiente para albergarnos a todos —dijo Yáñez.

—Dejaremos en ella mil hombres; pero nosotros, ya que ningún peligro nos amenaza, nos dirigiremos enseguida a Jaintapru, que cuenta con cien mil habitantes, y los cuales no cedieron a los halagos ni a las amenazas de Sindhia. Aquí todo está infectado por los enfermos y muertos del cólera y por los cadáveres en putrefacción: caballos, elefantes y muchísimos centenares de hombres.

—¿Será esa ciudad tu nueva capital?

—¡Quién sabe!

En aquel momento oyéronse ensordecedores barritas.

Kammamuri y los cornacs habían descubierto los veinte elefantes, mandados esconder por el rajá dentro de una espesa floresta.

Los gigantescos animales, después de haber pastado a sus anchas, no deseaban hacer más que una larga caminata.

—Partamos —dijo Yáñez, ayudando a la Rhaní a subir sobre el elefante más gigantesco, que estaba perfectamente equipado—. Del fuego y de las balas me río yo; pero del cólera, no.

Un cuarto de hora después alejábase de la ciudad destruida, y por entonces inhabitable, una imponente caravana, compuesta de veinte elefantes y catorce mil jinetes, que se dirigía a Jaintapru.

Mil de estos últimos habían quedado en los campamentos de Sindhia para sepultar los cadáveres y curar a los coléricos, que gemían en gran número bajo las tiendas. El médico holandés tomó el mando de estos valientes, que habrían podido huir enseguida para ir a respirar aire más puro.

Por fortuna, estaba allí la colina, donde podía acampar un pequeño ejército.

Dos días después entraban en Jaintapru la Rhaní y Yáñez, aclamados efusivamente por el pueblo, que había temido como a la muerte que el cruel y odiado Sindhia reinase de nuevo sobre Assam.

Enseguida se les reunió Kiltar, encargado de sepultar al suicida en un mausoleo de la vieja capital escapado al incendio.

—¿Qué noticias traes? —le preguntó al punto Yáñez, que por fin podía fumar cuantos cigarrillos se le antojasen.

—El ejército del rajá se ha alejado; debe de haber traspuesto ya la frontera de Bengala. No volverá atrás, pues no tiene jefe que le acaudille.

—¿Y el cólera?

—Ese tobib blanco es extraordinario, Alteza. Los enfermos comienzan a mejorar.

—Supongo que no traerás tú los gérmenes de esa terrible epidemia.

—No, Alteza…; antes de venir aquí me he desinfectado cuidadosamente.

—Entonces puedes formar parte de nuestra pequeña corte. La Rhaní te ha nombrado ministro de la Guerra; merecías esta recompensa.

Durante dos meses detuviéronse en la ciudad, Yáñez, su esposa, Sandokán, Tremal-Naik y Kammamuri; pero cuando cesó la epidemia volvieron a Gauhati para reedificar la capital.

Millares y millares de habitantes habían ya regresado y emprendido animosamente el trabajo, ayudados por los mil montañeses, que ya no tenían más coléricos que curar.

—¿Será esta la última vez que me hagas venir de Mompracem? —preguntó una mañana Sandokán a Yáñez, mientras se equipaban cuatro elefantes, armándolos con las ametralladoras.

—Al griego lo matamos en el lago de Kim-Ballú y Sindhia se ha suicidado. Ahora espero reinar por fin tranquilo y dedicarme por completo a mi hijo.

—No olvides, hermano mío, que yo estaré siempre a tus órdenes. Estas aventuras me gustan mucho. Ahora en Mompracem ya no hay combates, y mis tigres están engordando terriblemente por su inactividad.

Abrazáronse como si fuesen dos verdaderos hermanos, y después de haberse despedido de la Rhaní Sandokán, que tenía en sus brazos al niño, montó en el primer elefante con el médico holandés.

Detrás iban otros tres proboscidios con los houdahs llenos de gente resuelta de nuestros antiguos conocidos, los guerreros malayos y dayakos, que no temían a los parias ni a los faquires.

Tres semanas después recibía Yáñez un cablegrama, participándole que el viaje había sido feliz y que Sandokán había encontrado a su amiga holandesa más bella que nunca.

Un año después, Gauhati había resucitado más espléndida que antes.

¡Por fin Yáñez podía respirar tranquilo y dedicarse por completo a su pueblo!

FIN