—¿Otro parlamentario…? Disparad sobre él antes que introduzca el cólera entre nosotros —gritó Sandokán, que vigilaba día y noche sobre las trincheras improvisadas con grandes troncos de árboles.
—Espera un momento —dijo Yáñez, levantándose—. Podría ser Kiltar, y no quisiera matar a ese brahmán, que nos ha prestado tan buenos servicios.
—En efecto. Me parece que es él —dijo Tremal-Naik, que fumaba tranquilamente su pipa tendido sobre un espeso montón de hojas verdes.
—Es inútil que venga aquí ahora —dijo el malayo—. Que se quede entre los microbios.
—Tendrá Sindhia que comunicarnos alguna noticia importante —dijo el maharajá.
—La de siempre, amigo: que nos rindamos, o que, si no, pereceremos todos.
—Y que le entreguemos cuanto antes los tesoros de la corona —añadió Tremal-Naik—. Ese tuno quiere despojar a la Rhaní de sus joyas.
—Debe de andar mal de dinero —dijo Yáñez—. Cuesta mucho sostener veinte mil hombres; aunque los parias y los faquires se contentan con un poco de arroz, un trozo de pescado seco y alguna fruta. Vamos, dejémosle entrar.
—Es la cuarta vez que viene, Yáñez —dijo Sandokán, que parecía estar de mal humor—. Ya es hora de que abandone al rajá.
—¡Si es su primer ministro!
—Un ministro cuya cabeza no está muy segura sobre sus hombros. No quisiera estar yo en su pellejo. Verás cómo el día menos pensado ese loco de Sindhia hace que lo aplaste alguno de sus elefantes.
—Este es uno de los míos —insistió Yáñez—. Vamos a ver qué quiere. Entretanto, que tome nuestro famoso médico las precauciones necesarias para que el cólera no se introduzca entre nosotros.
Al ver los dayakos, malayos sikkaris y maouts a sus tres capitanes avanzar hasta el último límite de la colina, habíanse agrupado inmediatamente y emplazado las ametralladoras, temiendo siempre alguna sorpresa de parte de aquellos veinte mil desesperados, suponiendo que fuese todavía ese su número.
El brahmán Kiltar, a quien Yáñez un día concedió la vida cuando ya estaba atado a la boca de un cañón, subía lentamente la cuesta de la colina llevando en la mano una lanza, de la cual pendía un lienzo de dudosa blancura.
Iba solo; pero unos cuatrocientos rajaputras habíanse quedado en la llanura, a unos mil pasos de distancia, dispuestos a protegerlo.
—¿Qué noticias nos traes, señor ministro del rajá de Assam? —gritó Yáñez con ironía, haciendo seña al parlamentario para que se detuviese—. Podemos hablar también a cincuenta metros de distancia; los microbios no darán saltos tan grandes y nosotros no cogeremos el cólera.
—¿Me traes cigarrillos? Ya sabes que estoy furioso porque no me queda ninguno.
—Sólo tenemos pésimo tabaco de Mysore, Alteza —respondió el brahmán—. Todo el bueno que teníamos lo ha gastado el rajá.
—¿El rajá…? Alto allá, amigo. ¿Rajá de dónde? ¿De Bengala quizá, de Guzarata o de Coromandel?
—De Assam, dice él.
—¡Ah! ¿Él lo dice? Pues todavía no estamos vencidos, y no tardará la Rhaní en llegar con sus montañeses y lanzar sobre el campo de Sindhia millares de aguerridos jinetes.
—Precisamente venía, Alteza, a decirte que esos refuerzos están a punto de llegar. Hemos sido informados de que la Rhaní, tu esposa, avanza con gran ímpetu sobre la capital.
—¡Valiente capital! —gritó Yáñez, rompiendo en una estruendosa carcajada—. Será preciso reconstruir hasta los cimientos.
—Cuando hayas reconquistado el reino, Alteza, harás fabricar palacios mucho más suntuosos que los de antes. Seguramente que ni a ti ni a la Rhaní os falta dinero.
—Bueno; ¿qué es lo que quieres? El Tigre de Malasia había ya dado orden de matarte.
—Vengo como parlamentario, y, además, como amigo.
—Está bien; pero permanece lejos. El cólera nos ha respetado hasta ahora, y no queremos cogerlo precisamente en el momento de la lucha suprema. ¿Mueren muchos guerreros de Sindhia?
—Han fallecido lo menos cinco mil en pocos días.
—¿Y Sindhia?
—Sindhia goza de perfecta salud y no desespera de apoderarse de Assam, y aun de la Rhaní por añadidura.
—¿Apoderarse de mi esposa? —gritó el portugués con voz ronca.
—Y también intentará robarte a tu hijo.
—¡Ah, maldito! ¿Tan fuerte se cree todavía? Ese hombre está loco, y acabará su vida en un manicomio. ¿Sigue emborrachándose?
—Continuamente; y según dice él, para preservarse del cólera.
—Bien; y ¿qué quieres?
—Mi amo haría las paces contigo, a condición de que le dejes dueño de todo el Assam occidental…
—Que es el más rico y el más poblado.
—Y de que se quede la Rhaní con las montañas de Sadhja.
—¡Ah! —exclamó Yáñez—. Ese hombre es un ente extraordinario. Se cree un Timur[27] o un Tippo Saib[28].
—No sé qué decir, Alteza —dijo el brahmán, que permanecía siempre en el mismo sitio, vigilado por una docena de rajaputras—. Esta es la última proposición que te hace.
—¿Y me dejará la Rhaní? ¡Pero me arrebatará a mi hijo!
—Al menos esa intención ha tenido; pero creo que la ha abandonado, al ver lo imposible de la empresa. Tu hijo está entre los montañeses, ¿verdad?
—Y muy en seguro —respondió Yáñez—. No serán los parias ni los faquires de Sindhia los que vayan a meterse por aquellos desfiladeros para intentar semejante empresa.
—Yo creo lo mismo —dijo Kiltar—. Además, con esto del cólera, que cada vez hace más víctimas… ¿No podrías, Alteza, enviarnos al tobib blanco?
—Mi médico está enfermo y desesperado porque ya no tiene cigarrillos.
—Que fume en pipa.
—No le gusta. Ahora, amigo, puedes ya volver a tu amo y decirle que dentro de poco le arrojaremos de aquí a él y a sus hordas.
—Tiene un millar de rajaputras y unos veinte elefantes.
—Los montañeses de Sadhja jamás han temido a esos bandidos guerreros.
—¿Quedamos, pues, Alteza…?
—En lo dicho.
—¿No aceptas?
—No seré tan imbécil.
—Mira que el rajá hará un esfuerzo supremo para cogerte.
—Aquí estamos nosotros esperándole —dijo Sandokán, que había permanecido en silencio hasta entonces.
—Contad con los montañeses. Sabemos que se acercan a marchas forzadas y que son muchísimos. Si llegan a tiempo, dejadme al menos con vida.
—Tú eres amigo nuestro —dijo Yáñez—, y yo sabré recompensarte cuando acabe esta guerra.
—¡Adiós, maharajá! Que velen sobre ti Brahma, Shiva y Visnú.
Cogió la lanza, agitó la bandera y enseguida empezó a bajar lentamente el repecho de la colina que miraba hacia la destruida capital y al campamento del rajá.
—¿Qué opinas de esto, Sandokán? —preguntó Yáñez al Tigre de Malasia.
—Que tú recuperarás Assam —respondió el famoso pirata—. Si los montañeses se han puesto ya en movimiento y se acercan velocísimos, verás cómo despachamos de nuevo a ese cabezota, empeñado en quitarle el cetro a tu esposa.
—¿Podremos resistir?
—Hace siete días que resistimos, y todavía no ha logrado ninguno de esos tunos poner un pie sobre esta colina. Tienen mucho miedo a las ametralladoras.
—Pero son aún muchos y tienen elefantes y hasta cañones.
—Cañones que ninguno de ellos sabe disparar —dijo Tremal-Naik, que terminaba de fumar su pipa sentado sobre un gran tronco de la trinchera.
—Sin embargo, yo quisiera que estuviese aquí ya Khampur —dijo Yáñez—. Me sentiría más tranquilo. Verás cómo esta noche hace el rajá un esfuerzo desesperado para cogernos.
—Falta que lo consiga —dijo Sandokán—. De esos guerreros no debemos sentir temor.
—Pues ya has visto cómo se han lanzado tres veces al asalto con gran coraje.
—Sí; para escapar después como chacales a las primeras descargas de las ametralladoras.
—Solamente somos cien, y no hemos perdido hasta ahora más que seis hombres, mientras que el rajá tiene cinco mil cadáveres en su campo.
—Sin embargo, tomemos nuestras precauciones. No nos dejemos sorprender.
* * *
Desde que Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, con los valientes dayakos y malayos, abandonaron las grandes cloacas para refugiarse en aquella colina aislada, que surgía enfrente mismo de la capital incendiada, los combates habíanse sucedido sin cesar: unas veces, de día y otras, de noche; pero nada habían logrado las poco aguerridas bandas del rajá.
Al contrario, sobre las laderas de la colina habían ido dejando centenares de hombres, muertos por las ametralladoras o por el fuego cerrado de las carabinas. Y ahora estaban devorando los cadáveres inmensas bandadas de marabúes y de ayudantes.
El rajá había intentado situar en batería una media docena de cañones viejos; pero los rajaputras, únicos que hubiesen podido manejarlos, fueron los primeros en caer víctimas del cólera, por lo cual, después de algunos disparos sin éxito alguno, las grandes bocas de fuego se quedaron mudas, pues ni los parias, ni los faquires, ni los brahmanes entendían de aquellas armas tan grandes.
Bastante hacían con saber emplear las carabinas y dispararlas de cualquier modo.
A pesar de todo eso, Sindhia no se había desanimado, antes lanzó columnas y más columnas de hombres contra la colina, fortificada ya completamente con grandes troncos de árboles y fuertes empalizadas, que los piratas se apresuraron a construir en previsión de cualquier grave peligro.
Todos los esfuerzos del perturbado rajá habían sido, pues, completamente nulos, y harto lo habían pagado cada noche los desgraciados parias y faquires, víctimas del fuego ordenado de los tigres malayos y sus ametralladoras.
Durante aquellos siete días de asedio, el valeroso destacamento no había sufrido hambre ni sed, pues tenían caballos en abundancia y, además, los elefantes. El primero en lamentarse de la guerra había sido el maharajá, que se había quedado sin cigarrillos y no sabía acostumbrarse a la pipa.
* * *
Sandokán y sus amigos siguieron con la mirada al brahmán, que siempre les había dado interesantes noticias; apenas le vieron desaparecer bajo la gran tienda de seda encarnada del rajá, se replegaron a sus trincheras, mandando al punto preparar las ametralladoras.
Estaban segurísimos de que no pasarían la noche tranquilos, y se preparaban animosamente a la última prueba, esperando a los montañeses de Khampur.
—Tu corona depende quizá de esta noche —dijo Sandokán a Yáñez, que estaba espulgando sus bolsillos con la esperanza siempre de encontrar un cigarrillo.
—Lo mismo creo yo; y, sin embargo, no siento temor alguno. Esos piojosos bandidos no pueden resistir cinco minutos las descargas cerradas. Por lo demás, estoy segurísimo de que Sindhia va a hacer un gran esfuerzo.
—¡Y quizá no esté lejos Khampur!
—Espero que con él vendrá también Kammamuri —dijo el cazador de la Jungla Negra.
—Ese hombre es muy astuto y no se habrá dejado coger —dijo Yáñez—. Vale por cinco.
—¿Y si le hubiesen matado? Ya sabes que el rajá mandó un destacamento de caballería en persecución de nuestros amigos, que se dirigían a las montañas.
—Iba también el gigantesco rajaputra; otro hombre que, en lo que toca a fuerza, vale por diez, y, además, Timul.
—Sin embargo, no estoy tranquilo, Yáñez —dijo Tremal-Naik, cuya frente se había ensombrecido.
En aquel momento, el cazador de topos, que hacía las veces de primer cocinero, se acercó a los tres hombres y les anunció que la cena estaba servida.
Había hecho matar un elefante, que iba a morir de hambre por no haber ya hojas ni hierbas en la colina, y mandado asar las patas y la trompa. En el descuartizamiento del gigantesco animal tomó parte el médico holandés, que era también expertísimo cirujano.
—Seguidme, sahibs —dijo el cazador de topos—. El sol va a ocultarse, y los mejores trozos del paquidermo están asados en su punto y todavía humeando. ¡Oh, qué perfume!
En medio de las improvisadas trincheras se había construido para los jefes una vasta cabaña bien cubierta con hojas secas, que ya no eran del gusto de los elefantes y caballos.
Delante de la puerta, cuatro dayakos, dirigidos por el médico holandés, habían sacado ya de unos hornos improvisados los trozos más sabrosos del paquidermo y los habían colocado sobre las últimas hojas de banano que habían logrado descubrir aún en los alrededores de la colina.
Un aroma exquisito se difundía en torno a la cabaña, custodiada por varios malayos con la carabina en bandolera, temiendo siempre alguna desagradable sorpresa por parte de los parias, que habían querido llegar muchas veces hasta allí para ver de destruir las trincheras.
A pesar de sus preocupaciones, Yáñez y sus compañeros comieron lentamente de un trozo de trompa, dejando a los demás los monstruosos pies, bocados también excelentes, y rociando la cena con las últimas botellas de whisky que el médico holandés tenía guardado para las grandes ocasiones.
Sandokán y Tremal-Naik encendieron sus pipas, mientras Yáñez escudriñaba por centésima vez sus bolsillos con la esperanza de encontrar todavía un cigarrillo; pero en aquel instante se presentó Sambigliong, el viejo capitán de los malayos, diciendo:
—En las llanuras de Oriente se divisa un fuego que arde sin propagarse. No parece sino que es un faro que se quema.
—Nunca me han llevado hacia esa parte las ocupaciones del gobierno —dijo Yáñez—. Pero sé que en medio de los más salvajes junglares se hallan muchas veces torres y pagodas.
—¿Será una señal? —dijo Sandokán—. Vamos a verlo, Yáñez. Yo no estoy ya tranquilo.
—¿Y quién iba a hacer la señal? Por Oriente no debe de haber guerreros de Sindhia.
—¿Serán los montañeses de Khampur?
—Veremos —respondió Yáñez con un suspiro—. Lo cierto es que pasaremos sin duda una malísima noche y que tendremos que defendernos peor que de los tigres.
—Tú no has pensado en los otros tres elefantes, próximos también a morir.
—¿Qué quieres decir, Sandokán?
—Que nosotros los lanzaremos sobre las hordas de Sindhia cuando estas intenten escalar la colina.
—En efecto; yo no había pensado en esas pobres bestias, que continúan reclamando su pienso desde la mañana hasta la noche con barritos que empiezan a ser demasiado espantosos.
—Entonces los sacrificaremos —dijo Sandokán—. Sindhia tiene otros, los que te robó a ti merced a la infame traición de esos canallas de rajaputras, y con los suyos tenemos bastantes para alimentarnos.
—Me robó veinte.
—Y después le crees loco. Yo creo, por el contrario, que es un guerrero capaz de todo. Pero esperemos que no volverá a hacer otra de las suyas, si los montañeses de tu esposa llegan a tiempo para librarnos de este enojoso asedio.
—El faro, torre o pagoda, o lo que quiera que sea, sigue ardiendo —dijo en aquel punto Sambigliong, volviendo a entrar en la cabaña—. Venid a verlo.
Todos se levantaron y cogieron sus armas y municiones, pues pensaban llegar a las avanzadas para vigilar los movimientos de las tropas de Sindhia.
El sol habíase ocultado hacía una hora, y una espesa niebla se extendía por el cielo, cubriendo las estrellas.
Allá en la llanura, hacia los baluartes arruinados de la capital, brillaban numerosas hogueras. Aquella noche se velaba asiduamente en el campamento de Sindhia.
—¿Dónde está esa pagoda que arde? —preguntó Yáñez a Sambigliong—. Yo no veo más que las hogueras del campamento enemigo.
—No es por ese lado, Alteza —dijo el viejo malayo—. La llama misteriosa brilla allá abajo, hacia los junglares pantanosos.
—No creo que sea una pagoda —dijo Sandokán, que había clavado al punto sus ojos de águila en aquella especie de columna ígnea, que lanzaba al cielo de cuando en cuando miríadas de chispas—. Creo más bien que es una torre.
—Entonces es que nos hacen señales —dijo Yáñez.
—¿Cuánto distará ese fuego?
—Por lo menos, quince o veinte millas.
—¿Conoces aquellos junglares?
—He cazado allí muchas veces y matado bastantes tigres en compañía de mis sikkaris.
—¿Viste alguna torre?
—La vegetación es allí tan espesa, que es capaz de ocultar hasta una pagoda.
—¿Será Khampur que nos anuncia su llegada? —preguntó Tremal-Naik.
—Bien pudiera ser —respondió Yáñez.
Jamás se habrían imaginado que dentro de la torre se hallaban sitiados por los jinetes de Sindhia el valiente maharata y sus compañeros.
Aguardaron una hora larga, y cuando la lejana hoguera se extinguió, volvieron apresuradamente a las trincheras.
El cazador de topos, junto con los jefes malayos y dayakos, había adoptado todas las precauciones posibles para hacer el campamento inexpugnable, al menos por varias horas.
Los tres elefantes, que barritaban con furor creciente, y estaban condenados a morir por falta de alimento, habían sido conducidos con gran trabajo por sus cornacs hacia el saliente de la colina, donde enseguida se acumuló detrás de ellos gran cantidad de leña bien seca.
Sabido es que todos los proboscidios temen espantosamente el fuego, y cuando lo ven surgir a sus espaldas, no vacilan en precipitarse a ciegas contra el peligro.
Entretanto, los dayakos y malayos habían reforzado las trincheras con los houdahs, que son los castilletes donde van los viajeros sobre el dorso de los elefantes, y colocado las ametralladoras en los lugares más a propósito para rechazar al enemigo si se decidía a emprender el ataque.
Los guerreros de Sindhia habían bajado hasta los pequeños y angostos desfiladeros que rodeaban la cima de la colina; pero no podían salvar las rocas, casi cortadas a pico, desde las cuales los vigilaban atentamente los dayakos y malayos, manteniéndose bien escondidos entre las peñas y los árboles, ya privados de hojas.
Yáñez, Sandokán y Tremal-Naik, después de haberse asegurado bien de que sus hombres se hallaban en sus puestos, prontos a descargar ametralladoras y carabinas, habían avanzado de nuevo hasta el extremo del saliente, escoltados por una docena de malayos y media de sikkaris.
Estaban segurísimos de que muy pronto sufrirían un ataque, mucho más desesperado que los anteriores. Kiltar, el bravo brahmán, siempre agradecido, había dicho lo suficiente para hacerlo presumir.
Por otra parte, el rajá no podía aguardar a que llegasen los jinetes de la montaña, los cuales podrían presentarse de un momento a otro y atacarle ferozmente. Su salvación, pues, estaba sólo en capturar al maharajá, con lo cual podría entrar en tratos con la Rhaní.
—Vamos a pasar mala noche —dijo Sandokán, que observaba atentamente el campamento del rajá, donde ya no ardía ninguna hoguera.
—Tú, que tienes la mejor vista de todos nosotros, ¿los ves moverse? —preguntó Yáñez, que apretaba impaciente el gatillo de su carabina.
—No les veo, pero les oigo —respondió el famoso pirata—. Ya deben de estar en marcha.
—¿Cuántos serán?
—El cólera habrá matado a muchos e inutilizado a muchos otros, pero Sindhia continúa siendo el más fuerte, y si, en vez de emborracharse, hubiera desde un principio lanzado todas sus huestes contra nosotros, no sé yo si estaríamos aún libres.
—Es muy mal general —dijo Yáñez—; además, los parias y los faquires no pueden resistir nuestro fuego. Ya lo has visto.
—Y, sobre todo, les aterran las ametralladoras. Buena idea tuve en traer de Mompracem estas armas tan manejables, y que pueden acaso rivalizar con la artillería de estos países.
—Volvámonos ya —dijo Tremal-Naik, que había llegado al último extremo del saliente—; los bandidos han levantado el campo y se nos acercan en compactas masas, introduciéndose por los pequeños desfiladeros.
En aquel instante un relámpago desgarró la niebla, que caía de continuo sobre la ciudad incendiada, y enseguida resonó un fragoroso estampido.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yáñez, que había recobrado su primer buen humor—. Sindhia nos saluda con cañonazos. Por lo visto, no todos mis traidores rajaputras han muerto del cólera.
—Han disparado desde un baluarte de la ciudad —dijo Tremal-Naik.
—¿Has oído tú el silbido de la bala?
—Yo no, Yáñez.
—Entonces los hombres que sirven esa pieza deben de padecer vómitos o temblores. A lo mejor se han olvidado de meter dentro el proyectil.
—Pero no sé si habrán olvidado lo mismo los parias, faquires y brahmanes, por más que sean pésimos tiradores.
—Capaces de matarse entre sí —dijo Yáñez riendo—. No se improvisa de cualquier modo un ejército aguerrido.
—¡En retirada! —gritó Tremal-Naik.
Toda la llanura estaba cercada de relámpagos, y los disparos se sucedían unos a otros. Sindhia lanzaba enérgicamente sus tropas, resuelto a capturar a su rival el maharajá antes que este recibiese a tiempo refuerzos.
Las balas llovían sobre la cima de la colina y en sus profundas gargantas, pero allí no había peligro de que hiciesen daño.
Los malayos y dayakos, apoyados por los sikkaris, se habían replegado al punto apenas vieron volver a sus capitanes.
—¿Debemos contestar? —preguntó el viejo Sambigliong, acercándose a Yáñez, que estaba haciendo encender la leña acumulada detrás de los elefantes.
—Y enseguida —respondió el maharajá.
—¿Quieres esperar a que hayan subido? ¿Cuántas balas pueden disparar todavía las ametralladoras?
—Por lo menos, cinco mil, Alteza.
—Creo que bastarán para esos pésimos soldados.
Luego, alzando la voz, gritó:
—¡No os detengáis más! Disparad cuanto podáis, y, sobre todo, con acierto. En este momento estoy jugándome mi corona.
Una estruendosa aclamación respondió:
—¡Viva el maharajá! ¡Muera Sindhia!
Después comenzaron a retumbar ametralladoras y carabinas con espantoso crescendo, asestando sus tiros contra las gargantas, ocupadas ya por los sitiadores.
—¿Qué te dice el corazón? —preguntó Sandokán a Yáñez, que parecía haber vuelto a perder su buen humor—. ¿Que debías venirte conmigo a Borneo, donde puedo daros a tu mujer, a ti y a vuestro hijo un reino, o que continuará la corona de Assam sobre tus sienes?
—Será algo pesada esta corona; pero mi corazón está tranquilo. Huir delante de estos indostanos como un pícaro venido de Europa en busca de rupias, ¡eso nunca! Bastantes riquezas hemos adquirido en Malasia. ¿Verdad, Sandokán?
—¡Saccaroa! Todavía tengo a tu disposición cinco millones de florines, que te están esperando, y a los cuales he hecho producir fabulosas rentas en el sultanato de Borneo. ¿Ya sabes que este buen sultán siempre está falto de dinero…? Tienes razón. Los hombres como nosotros no se dejan matar, sino que vencen siempre, haciendo ondear triunfante la roja bandera que nos ha protegido durante tantos años.
—Mientras tú hablas de florines, el plomo cae aquí en abundancia. Sindhia quiere dar la última batalla antes que lleguen los montañeses.
En efecto, el plomo caía en apretada lluvia sobre el campamento de nuestros héroes, hiriendo de cuando en cuando a los pobres elefantes, que se hallaban completamente al descubierto.
Pero los malayos y dayakos no cesaban de disparar ametralladoras y carabinas, derribando grandes masas de enemigos dentro de las gargantas.
Pero nuevos parias, nuevos faquires y brahmanes, poseídos todos por el demonio de la guerra, acudían al punto a llenar los claros y avanzaban resueltamente bajo una lluvia de metralla.
Disparaban al azar, pues eran pésimos tiradores; mas, con todo eso, producían espanto. Mal sino para nuestros héroes si aquellas turbas lograban salvar las tres pequeñas gargantas y subir a la meseta de la colina. Los cien hombres de Yáñez serían barridos como pajas o precipitados en el barranco que se abría a sus espaldas.
Era ya medianoche, y la batalla se recrudecía cada vez más. Los sitiadores deteníanse un momento bajo las descargas de las ametralladoras, pero enseguida reanudaban la marcha, lanzando gritos salvajes y derrochando pólvora.
Poco a poco llegaron a punto de atravesar por fin las gargantas.
Sandokán, que hasta entonces había manejado una de las cuatro ametralladoras, acribillando de lleno las masas de los asaltantes, dejó en su lugar a Sambigliong y se acercó a Yáñez, que a la cabeza de cincuenta hombres se preparaba a dar un contraataque desesperado.
—¿Qué vas a hacer, hermano? —le preguntó—. ¿Quieres dejarte matar? No te arriesgues por las gargantas. Nuestro puesto está aquí arriba.
—Pero no dejan de subir, aunque sin duda experimentan pérdidas crueles. No creía yo que estos bandidos fuesen capaces de semejante esfuerzo.
—Esta es la ocasión de jugar nuestra última carta, Yáñez —dijo el Tigre de Malasia—. Los elefantes están acribillados de proyectiles y quieren huir del fuego encendido detrás de ellos. Lancémoslos, y si no bastan, arrojaremos también sobre ellos nuestros caballos.
—¿Podrán los cornacs hacerse aún obedecer?
—Esperémoslo así… Pronto. No perdamos tiempo. Hemos perdido ya doce hombres.
—¡Grave pérdida para tropa tan pequeña como la nuestra! —respondió Yáñez—. Con un par de horas que dure este fuego infernal, habremos muerto todos, aunque los disparos sean al azar.
—¡Y Khampur no llega!
—Llegará cuando menos lo esperes, amigo. ¡Ea, precipitemos los elefantes en la garganta! Van a hacer buen estrago.
La orden se dio rápidamente. Los cornacs no podían ya contener a los tres animales, aterrorizados por el fuego encendido a sus espaldas y chorreando sangre por numerosas heridas, pues las balas llovían ya sobre la cima de la colina.
—¿Podréis lanzarlos? —preguntó a los conductores el maharajá.
—Están aterrorizados por el fuego, y preferirán arrostrar las carabinas de los parias, Alteza —respondió un cornac—. Aunque se hallen casi moribundos, no dejarán de dar que hacer cuando se encuentren metidos entre las hordas de Sindhia.
Los tres elefantes, que seguían barritando con furor creciente y apenas obedecían ya a sus conductores, fueron empujados hacia las tres gargantas, perseguidos por una lluvia de tizones ardientes.
—¡Ea, lanzadlos! —gritó Sandokán, volviendo a ocupar su puesto detrás de la ametralladora.
Los tres colosos intentaron al principio retroceder, pero al ver los tizones que les perseguían ardiendo, y espantados también por los feroces gritos de los dayakos y malayos, enloquecieron de repente y se precipitaron cada uno por su garganta, agitando furiosamente sus poderosas trompas.
—Veamos —dijo Sandokán—. Si esto no logra destruir a esos canallas no tendremos más remedio que rendirnos. A nuestra espalda está el barranco, y los caballos me parece que no podrán saltarlo nunca.
En aquel momento gritos espantosos, dominados por barritas no menos tremendos, alzábanse en las tres gargantas, llenas ya de cadáveres.
Los tres colosos habían chocado con las tropas de Sindhia.
—¡Cómo gritan los faquires! —dijo Sandokán, apresurándose a disparar su ametralladora—. ¡Buenos trompazos se deben estar llevando!
Después, alzando la voz, gritó:
—¡Ánimo, tigres de Malasia! ¡Otro esfuerzo y habréis vencido por segunda vez a ese príncipe loco! Redoblad el fuego y manteneos detrás de las trincheras.
Y comenzó de nuevo a descargar torrentes de proyectiles, imitado por Yáñez, Sambigliong y el médico holandés, únicos que sabían manejar hábilmente aquellas terribles y destructoras máquinas de guerra.