IX. La llegada de los montañeses

Furiosos los bandidos por no haber podido atrapar a aquellos cuatro hombres que se les habían escapado en un solo caballo, muerto después, y a los cuales perseguían durante tantos días a través de los junglares, desfogaban su ira con frecuentes descargas, aunque sin obtener ventaja alguna. Solamente la cúpula se iba destruyendo poco a poco, pues los balazos que la atravesaban llevábanse pedazos enteros de cobre.

Los sólidos muros construidos por los mogoles permanecían impasibles, por lo cual los sitiados, protegidos por ellos y por la pesada puerta de bronce atrancada con tres gruesas barras de hierro, podían esperar tranquilos, y casi no se ocupaban ya de los sitiadores.

Enorme estruendo reinaba entretanto alrededor de la torre. Los bandidos, resueltos esta vez a apoderarse de aquellos feroces enemigos, vivos o muertos, continuaban disparando, especialmente contra la cúpula y la baranda.

Pero también por las angostas troneras entraban balas que se incrustaban en las gruesas paredes.

Era ya mediodía y habían disparado más de cuatrocientos tiros de carabina, unas veces aislados y otras en descarga cerrada, y sin embargo no parecían convencerse los testarudos bandidos de la imposibilidad de su empresa.

Continuaba el asedio con espanto del pobre rajaputra, que contemplaba melancólicamente los mhowahs, reducidos ya a la cantidad exactamente precisa para sostenerse uno o dos días.

Hacia la una de la tarde se suspendió el fuego, y el jefe del destacamento avanzó adosándose a los troncos de los árboles para no recibir un balazo, y llegó a veinte pasos de la puerta de bronce.

Era un bandido de traza imponente, tan barbudo como el rajaputra, y armado con carabina, tarwar y pistolas de dos cañones.

Dejóse ver un momento, pero enseguida se ocultó en la espesura de los mhowahs parapetándose detrás de su desfallecido caballo.

Inmediatamente resonó su voz.

—Toda defensa es inútil —gritó—. Estáis ya cogidos y debéis rendiros de buen grado.

—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Kammamuri, que se había arrastrado hasta el antepecho.

—No saldréis vivos de ahí.

—Podrías engañarte, bandido. Piensas rendirnos por hambre y también te engañas, tenemos víveres para dos meses y arroz bastante para hacer curry excelente.

—Es imposible —gritó el capitán de los jinetes—. Vosotros tratáis de ganar tiempo, esperando quizá socorro del maharajá.

—Nada de eso, amigo. No es el príncipe blanco al que nosotros esperamos, es a Khampur, el viejo león de la montaña, el protector de la Rhaní, que de un momento a otro puede llegar aquí a la cabeza de quince mil montañeses.

El bandido lanzó tres o cuatro maldiciones y repitió enseguida:

—¿Os rendís o no?

—No; esperamos a Khampur y a la hermosa Rhaní. Su gente os hará correr a vosotros perseguidos muy de cerca hasta el campamento de Sindhia.

—Mientes; ningún montañés ha bajado de allá desde que la Rhaní se refugió entre ellos.

—Y ¿qué hace el maharajá?

—Ha sido preso hace tres días, con el príncipe malayo que trajo aquellas armas terribles.

—¿Para quién es esa bola, amigo?

—Te doy mi palabra de que es cierto.

—¡Palabra de bandido! ¡Ah! Yo te aseguro más. Sindhia no ha visto todavía al príncipe blanco y menos al malayo. Esos hombres, aunque pocos, son capaces de hacer, no correr, sino volar a todos vuestros parias, faquires, brahmanes y bandidos. Pero debéis de tener hambre. ¿Queréis un saco de arroz? Tenemos siete.

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—¿Serás tan generoso? —preguntó el bandolero, saliendo con la carabina armada de la espesura.

—¿No me ofreces tú un muslo de uno de tus caballos, que están ya reventados, ya que nosotros no tenemos carne fresca?

—¡Yo, no! —respondió el bandido.

—Pues yo, más generoso, voy a hacerte un regalo. Ya te he dicho que tenemos mucha abundancia de víveres.

—Échame el saco de arroz. Mis hombres están hambrientos, y no les gusta la carne de caballo.

Y avanzó nuevamente, deteniéndose a veinte pasos de la puerta de bronce; Kammamuri sabía ya, desde mucho tiempo antes, con qué laya de bandidos trataba, dispuestos siempre al crimen y capaces de cualquier traición. Vigilábalo, pues, atentamente, tendido sobre el antepecho, pero con la carabina preparada.

—Échalo ya —gritó el jefe—. También nosotros tenemos ganas de arroz.

—¡Allá va! —gritó el maharata, saltando en pie rápidamente—. El arroz estará algo duro, pero no es nuestra la culpa.

El bandolero, temiendo a su vez algún engaño, había intentado refugiarse en la espesura de mhowahs, donde le esperaban sus compañeros; pero la bala del bravo cazador le alcanzó a tiempo y le tendió muerto en tierra al pie de un gran árbol.

Inmediatamente sonaron catorce o quince tiros de carabina que acribillaron de nuevo a la cúpula. Pero el maharata, que esperaba aquella descarga, se dejó caer rápidamente tras el pasamano de la baranda, suficientemente grueso para detener las balas.

—Van dos —dijo el rajaputra, mientras los bandidos continuaban disparando y gritando cada vez con más furia.

—Quedan, pues, dieciocho, si no me engaño —dijo Kammamuri—. Todavía son muchos, pero tengo balas para todos.

—Guárdalas para esta noche, Sahib.

—¿Qué es lo que temes?

—Estoy seguro que esos hombres aprovecharán la niebla y la oscuridad para escalar la torre. Hay aquí muchas plantas muy gruesas y muy resistentes. ¿Quieres que las corte?

—Todavía no.

—¿Piensas matar más bandidos aún?

—Espero que sí —respondió Kammamuri—. Si emprenden el asalto, los precipitaremos desde arriba. Tu tarwar sigue siempre afiladísimo, ¿verdad?

—Corta como una cimitarra de Damasco. Apenas me lo mandes caerán las plantas cortadas y con ellas los asaltantes.

—¡Y yo que no puedo ayudaros! —exclamó Timul—. ¿Qué voy a hacer con estas dos pistolas descargadas?

—Romperlas en la cabeza de alguno —respondió Kammamuri—. Habrá trabajo para todos.

—Menos para el gurú —dijo el rajaputra—. Ha estado hasta hace poco chupando flores y ahora se ha dormido como un santo.

—Déjalo roncar; no nos servirá para nada. Es demasiado viejo.

Mientras ellos conversaban, los bandidos no cesaban de gritar y disparar. Parecían estar furiosos por la muerte de su capitán, que acaso valía más que el amo del caballo.

Sobre los árboles alzábanse nubes de humo, y unos tiros sucedían a otros, siempre con igual resultado.

Kammamuri y el rajaputra dispararon al azar algunas balas; pero como el bosque era muy espeso no podían comprobar sus blancos.

Sin embargo, los bandidos no osaban aproximarse. Seguían disparando siempre desde detrás de la espesura, sin dar un paso hacia delante.

—Tienen miedo a tu carabina —decía el rajaputra al maharata, el cual no dejaba de contestar de vez en cuando al formidable fuego de los sitiadores.

—Bien saben que si enseñan no más que la punta de una oreja, pueden darse por muertos, y por eso se mantienen ocultos. Sólo quisiera ver sus turbantes. En pocos minutos despacharía buena parte de esos obstinados bandidos, rompiendo sus cabezas como nueces de coco.

—Lo creo, Sahib. Pero con todo eso siempre estamos en el mismo sitio, los montañeses no llegan, las provisiones están ya casi agotadas, pues el gurú no cesa de masticar, y la noche sobrevendrá dentro de poco. ¿Corto las plantas parásitas?

—Ya te he dicho que no. Dejémosles subir —respondió Kammamuri—. Cuento ya con ese ataque.

—Advierte, Sahib, que yo no tengo más que un tarwar, y que nadie podrá ayudarme.

—Estará aquí mi carabina, amigo.

—¡Que tengamos dos pistolas y no podamos cargarlas! Aquel brahmán nos salvó la vida, pero fue un gran borrico. ¿Qué valen cuatro balas en el junglar? Debió dejarnos al menos algo de plomo.

—No tendría tiempo. Los bandidos estaban cerca y podían sorprenderle y denunciarle al rajá.

—¿Qué hará ese perro de Sindhia? Sin duda seguirá emborrachándose y tratando de apoderarse del maharajá y del Tigre de Malasia.

—Yo creo, amigo, que el cólera está ya haciendo en su campo un gran número de víctimas. El médico holandés supo bien lo que hacía.

—Entonces los dos príncipes seguirán atrincherados en la colina.

—Con los sikkaris[26] y con los tigres de Mompracem. Las ametralladoras y el cólera son malos bichos para ese loco de exrajá.

—Y mientras tanto comerán elefante.

—De seguro que ya deben de haber matado alguno.

—¡Dichosos ellos! En cambio, nosotros no tenemos más que estas flores, al cabo casi de tres días de ayuno.

—Ya te desquitarás a su tiempo.

—¡A su tiempo! ¡Ah, Sahib! Tú no sabes el hambre que he sufrido y estoy aún sufriendo. Ya quisiera haberme tomado ese desquite.

—Ten un poco de paciencia. Eres un esforzado guerrero, y en los asedios deben saber resistir los sitiados, aunque sean muy valientes.

—Y también deben saber morir —dijo Timul sonriendo.

—Muchas veces, sí. ¡Qué rabia muestran aún los bandidos! No parece sino que tienen prisa por acribillarnos a balazos, total para no conseguir…

E interrumpiéndose se puso a escuchar.

—Me parece percibir un lejano fragor —murmuró mirando al camino de las montañas que resaltaba blanquísimo sobre los inmensos junglares de Assam central.

Miró al sol que descendía rápidamente y parecía precipitarse, y meneó la cabeza.

«¿Será que les vienen refuerzos a los bandidos?», se preguntó.

—¿Qué es lo que murmuras, Sahib? —preguntó el rajaputra.

—Digo que por la carretera galopan jinetes y sin duda en gran número.

—Yo no veo nada.

—¿No oyes un rumor sordo?

—Será acaso la catarata.

—No —dijo Timul, que también se había puesto a escuchar—. Son caballos que avanzan.

—Pero ¿de dónde vienen? ¿De Oriente o de Occidente? Esto es lo que quisiera saber.

—Todavía no puedo decírtelo, Sahib.

—Porque si esos jinetes vienen de Levante, podrían ser los montañeses de la Rhaní. Pero si vienen de otra parte, no pueden ser más que bandidos —dijo Kammamuri.

—Yo no puedo aún asegurar nada; pero me parece que el estruendo se va acercando rápidamente y dentro de poco sabremos si tendremos que habérnoslas con amigos o con nuevos enemigos.

—Pues bien: esperemos.

En aquel instante el gurú, que se había acercado a la parte opuesta de la baranda, lanzó un grito agudísimo.

—¡Fuego, fuego!

—¿Dónde está el fuego? —preguntó Kammamuri, saltando en pie.

—Mira allá abajo, Sahib —respondió el gurú.

—¡Ah malditos! Han prendido fuego a las plantas parásitas que rodean la torre, para quemamos vivos o hacernos salir fuera inmediatamente.

—¿Esgrimo el tarwar, Sahib? —preguntó el rajaputra, empuñando su media cimitarra—. Si las llamas llegan hasta aquí arriba, arderá el antetecho, que es de madera.

—Pues bien: corta las plantas; pero cuidado con las balas.

Los bandidos, aprovechándose de la oscuridad y de la niebla que comenzaba a levantarse, se habían arrastrado hasta la torre y prendido fuego a las plantas parásitas que se encaramaban hasta la cúpula.

Pero algunos de ellos habíanse quedado escondidos en la espesura de los mhowahs y no cesaban de disparar.

Las parietarias, viejas ya y bastante secas, habían empezado a arder entre chasquidos y detonaciones. La torre hallábase rodeada de un cinturón de llamas, mientras llegaban las nubes de humo hasta la cúpula.

El rajaputra, exponiéndose a los tiros de los bandidos, que permanecían emboscados, comenzó a cortar furiosamente los viejos calamus que se agarraban a la baranda.

Entretanto, Kammamuri reanudó el fuego, disparando siempre sobre la espesura donde veía relampaguear las descargas.

Timul y el gurú descendieron al piso bajo y levantaron dos de los tres cerrojos que atrancaban la puerta.

En la base de la torre se sentía ya intenso calor, y vivas lenguas de fuego penetraban silbando por las troneras.

Los cuatro desgraciados corrían el peligro de morir abrasados lentamente, pues los calamus continuaban ardiendo con increíble rapidez y lanzando nubes de humo hacia la cúpula.

Sahib —dijo el rajaputra, que había oído silbar varias balas en sus orejas—; he cumplido lo que me ordenaste, pero el incendio no lleva trazas de acabar. Estos calamus están demasiado secos y quedarán reducidos a cenizas.

Kammamuri, que acababa de disparar otro tiro de carabina, reparándose siempre con la baranda, miró al gigante.

—Parece que van mal las cosas —dijo.

—Esos canallas nos esperan en campo abierto para cogernos a todos.

—¡Harto lo sé, por Shiva! —exclamó el maharata con voz ronca—. Y sin embargo, no podremos resistir aquí mucho tiempo. Esta torre se convertirá en un horno crematorio y no quedarán de nosotros ni los huesos. Cuatro contra…, supongamos que no sean más de quince, pues yo no he dejado de disparar y siempre con mejor suerte que ellos; pero quince son todavía muchos.

—Advierte, Sahib, que el fuego continúa subiendo. La torre está toda envuelta en llamas.

—Y ese rumor que oímos en el momento de ponerse el sol, ¿se oye todavía? —preguntó el joven rastreador apareciendo acompañado del gurú.

—Parece que todos esos caballos se han detenido en la orilla del junglar —respondió Kammamuri—. Pero la torre arde mejor que un faro, y si son los montañeses de la Rhaní no dejarán de acudir.

—¿Y si fuesen, por el contrario, otros parias o faquires mandados llamar por los sitiadores?

El maharata cruzó los brazos sobre su carabina, que aún humeaba, y dijo con acento resignado:

—Si Visnú ha dispuesto llevarnos a su paraíso, cúmplase su voluntad.

—¿Sin combatir, Sahib? —preguntó el rajaputra, que se había puesto furioso.

—¡Oh, no! Saltaremos afuera como tigres y desapareceremos en el junglar. Pero espera que se divisen los caballos que vimos al anochecer.

—¿Crees que serán los montañeses de Sadhja?

—Estoy seguro —respondió el maharata.

—¿Y si te engañases?

—Entonces acabaremos con una lucha suprema esta persecución, que ya dura demasiado tiempo. ¡Qué calor! Es imposible resistir.

—¿Bajamos, Sahib?

—Abajo hace más calor que aquí —dijo el joven rastreador.

—¿No se ha fundido la puerta?

—No, Sahib.

En aquel punto oyéronse hacia la carretera de la montaña varias descargas cerradas y secas. Sobre la torre incendiada cayó una granizada de gruesos proyectiles, maltratando especialmente la cúpula, que empezaba a encenderse.

Kammamuri lanzó un grito de alegría.

—¡Son los grandes fusiles de los montañeses! ¡Estamos salvados!

—¿No son carabinas, Sahib? —preguntó el rajaputra.

—No; son los viejos fusiles de los cipayos que el gobernador de Bengala, tan buen negociante como siempre, les ha vendido a los montañeses. Armas que eran buenas hace cinco años.

Y lanzándose hacia la barandilla comenzó a gritar a grandes voces:

—¡Acudid a socorrer a los guerreros del maharajá y suspended el fuego! ¡Yo soy Kammamuri!

Las descargas de fusilería, que retumbaban fuertemente sobre la carretera de las montañas, cesaron al punto. Luego, y mientras los bandidos de Sindhia continuaban disparando, se oyó una voz potente que gritaba:

—Yo soy Khampur, jefe de los montañeses de Sadhja, y traigo conmigo a la Rhaní. Venimos en tu socorro.

Trescientos o cuatrocientos jinetes se lanzaron en el junglar, diezmando cruelmente con pocas descargas a los bandidos del rajá, y llegaron junto a la torre, que amenazaba ya derrumbarse, víctima de las llamas.

—¡Abajo, abajo! —había gritado Kammamuri—. Tenemos ya segura la salvación.

Y los cuatro se precipitaron por la escalera, conteniendo la respiración, pues el aire habíase tornado de fuego en la castigada torre.

El rajaputra hizo caer de un sablazo el tercer cerrojo, que comenzaba ya a encandescerse; empujó la puerta con un violento puntapié, y salió el primero, pasando a través de una verdadera cortina de llamas.

Los montañeses, después de poner en fuga a los bandidos que sobrevivían, volvieron inmediatamente a la torre.

Guiábalos un viejo guerrero de tez oscura y barba blanquísima, y de presencia tan imponente como la del rajaputra.

Vestía como un rajá, y sobre el ancho turbante llevaba un penacho de crines blancas adornado de diamantes.

—¿Dónde está Kammamuri, el amigo del maharajá? —preguntó, avanzando y haciendo caracolear su hermosísimo caballo negro.

—¡Aquí me tienes, Khampur! —gritó el maharata, que había salido también de la torre incendiada, acompañado del gurú y del rastreador—. Te debemos la vida.

—¿Quiénes son los que os cercaban y querían abrasaros? —preguntó el jefe.

—Los bandidos de Sindhia.

—¿Esos que nosotros hemos hecho huir?

—Sí, Khampur, y a punto estaban ya de cogernos. ¿Dónde está la Rhaní?

—En la carretera de la montaña, al lado de su hijo y escoltada por quince mil jinetes resueltos a reconquistar otra vez el reino. Ya es hora de acabar con Sindhia. Y el maharajá, ¿continúa resistiendo? Nosotros hemos sabido que se ha atrincherado sobre una colina en compañía de los hombres venidos del mar con el Tigre de Malasia.

—Yo creo que todavía no se habrán rendido esos valientes.

—También hemos sabido que el cólera se ha propagado en el campo de Sindhia y hace grandes estragos.

—Esa epidemia la ha causado un famoso médico que el Tigre de Malasia trajo consigo.

—¿Cuántos hombres tendrá Sindhia?

—Hace un mes tenía veinte mil; pero ahora creo que ya no son tantos.

—Serán bandoleros, parias, faquires y brahmanes, ¿verdad? ¡Vaya unos soldados! —exclamó el viejo montañés.

—Pero tendremos que habérnoslas también con unos mil rajaputras.

—Son muchos: la Rhaní y el maharajá recobrarán nuevamente su imperio.

Y dichas estas palabras mandó descabalgar a cuatro de sus hombres y conducir los caballos ante Kammamuri.

—Montad y seguidme. Tenemos prisa por unirnos al maharajá y dar una batalla decisiva a ese terco de Sindhia.

—Estamos a tus órdenes, Khampur.

En aquel momento la baranda y la cúpula de la torre se derrumbaron con fragor inmenso, levantando una roja nube de chispas y de humo.

—¡Por Shiva! —dijo el rajaputra, ayudando a montar al gurú—. Si tardan una hora en llegar estos bravos montañeses, nos asamos como chuletas.

En medio de la espesura oyéronse entonces varios disparos.

—¿Todavía estamos así? —exclamó Khampur, que se hallaba impaciente por unirse con la Rhaní y correr en auxilio del príncipe blanco—. ¿Tendrán esos bandidos la osadía de hacernos cara? Que acampen aquí cien hombres y esperen mis órdenes. ¡Pronto! ¡Partamos!

De la espesura de mhowahs salieron cincuenta jinetes con las carabinas todavía humeantes en la mano.

—¿Han huido o los habéis matado? —les preguntó el viejo caudillo montañés.

—Ahí quedan muertos diez o doce, general —respondió el jefe del destacamento—. Los demás han logrado escapársenos atravesando un canal que podía ser peligroso.

—Coge otros cincuenta hombres y quédate aquí —dijo Khampur—. Si vuelven esos pillos, mátalos como a perros salvajes. ¡Al galope!

Cuatrocientos jinetes se pusieron rápidamente en marcha, en filas cerradas, y atravesaron el último límite del junglar.

Los otros cien acamparon cerca de la torre, que continuaba ardiendo y amenazando por momentos derrumbarse del todo.

Khampur y su gente llegaron al cabo de diez minutos al camino de la montaña, que se hallaba cubierto en cuanto alcanzaba la vista por jinetes de terrible presencia y largas barbas y armados con grandes fusiles, pesadas cimitarras y pistolas de dos cañones.

Allí estaban los quince mil montañeses que Khampur iba a lanzar por segunda vez contra el rajá loco.

Abríanse fácilmente las filas por ser muy ancha la carretera, y el jefe, Kammamuri y sus amigos llegaron presto al sitio donde se hallaba la Rhaní, la princesa reina de Assam y esposa de Yáñez, rodeada por cincuenta guerreros de colosal estatura.

—¡Ah, Kammamuri! —exclamó la hermosa princesa, que montaba una blanca hacanea y vestía un largo vestido de seda azul muy tupido—. ¿Me traes, por fin, noticias de mi marido?

—Yo creo, señora, que continúa resistiendo en los alrededores de la capital, acompañado por el Tigre de Malasia y sus cachorros de Mompracem.

—¿No se habrán rendido por hambre?

—De ninguna manera; tenían caballos y elefantes, y para defenderse poseían terribles ametralladoras.

—¿Es cierto que en el campo de Sindhia se ha declarado el cólera?

—Un médico, amigo del príncipe malayo, trajo consigo botellas que contenían gérmenes terribles y se encargó de vaciar algunas en el campamento del rajá.

—Pero ¿no caerán también mis hombres heridos por esa espantosa enfermedad?

—El señor Sandokán tiene a sus órdenes a ese famoso tobib, o médico blanco, que sabe producir y también curar ese terrible mal.

La Rhaní miró a Khampur y al hijo de este, un mocetón fuerte como la punta de una roca y formidablemente armado, y enseguida hizo una seña.

La niebla habíase disipado en aquel momento, y la luna comenzaba a surgir como una hostia de plata sobre el junglar. Hacia el Sur veíase la torre, que seguía ardiendo, derrumbándose poco a poco, lanzando sin cesar al aire nubes de chispas y de humo.

—¿Cuándo podremos llegar a Gauhati? —preguntó la Rhaní al maharata, que había cogido las bridas de su blanca montura.

—Mañana al amanecer podremos caer sobre las hordas del rajá.

—¿Estás seguro de que no son buenos guerreros?

—Todos bandidos más o menos acostumbrados a manejar el cuchillo o la lanza. ¿Y el pequeño Soarez?

—Lo he dejado en las montañas —respondió la princesa—. Está bien guardado, y ningún enemigo llegará hasta él.

—Entonces podemos partir —dijo Khampur, que refrenaba trabajosamente a su corcel, negro como la noche—. Haremos una sola jornada y desbarataremos los reales de Sindhia antes que los rajaputras, únicos guerreros temibles, puedan prepararse a una defensa vigorosa.

—¡Vamos! —gritó la Rhaní—. Corramos a salvar al maharajá y al Tigre de Malasia.

Y los quince mil jinetes se lanzaron con rumor de tromba hacia la capital de Assam, en cuyos contornos debían de seguir resistiendo el maharajá, Sandokán y sus hombres, unidos a los sikkaris, los famosos cazadores de tigres.